Para delimitar los genuinos albores de la ópera habríamos de remontarnos a las tragedias clásicas griegas, donde parece probado un uso de la música en conjunción con la voz y la dramaturgia, muy similar a lo que hoy conocemos como ópera. No obstante, esta conclusión se destila de la erudita elucubración de los estudiosos en el Renacimiento, quienes fueron testigos del surgir de los dramas musicados en torno al año 1600, acertada fecha de nacimiento del género operístico en la Era Moderna y occidental.
Por Roberto Montes
En efecto, los fundadores de la Camerata Fiorentina, una academia de literatos y músicos reunidos alrededor del ilustre Giovanni Maria Bardi, fueron los generadores del relanzamiento de una renovadora atención hacia los mencionados dramas clásicos, no tan subrayadamente en lo tocante al contenido como en lo referente a unas formas, largamente desaparecidas y de las que ningún conocimiento práctico se tenía, intencionadamente recuperadas con una alentadora visión casi naif. Sus primeros intentos, la Dafne (1598), de Jacopo Peri, y Euridice (1600), de este mismo autor y Giulio Caccini, fueron bautizados como ‘óperas’, cuyo principal motivo estético era poner sobre el escenario un texto acompañado por una música servicial, aunque no del todo secundaria.
Evolución de las formas
La música vocal desarrollada por entonces, de una polifonía medievalista, exacerbada y complicada, es sustituida, en gran medida, por la monodía acompañada. El cantante recibe el apoyo de una serie de acordes y adornos efectuados por un indeterminado conjunto instrumental. Éste se basaba en unas pautas codificadas en el bajo cifrado, una especie de serie acórdica que sirve de referencia para la recreación improvisatoria, partiendo de un punto fijo, de la segura compañía para la aislada melodía.
De esa forma, el texto y, por tanto, la acción argumental y dramática adquieren el debido protagonismo, huyendo de la complicación a la que llegó en cierto momento el arte de la polifonía, de bella resolución musical, mas portadora de un mensaje ininteligible para los oídos y las mentes más diestras.
Aunque el propio Claudio Monteverdi (1567-1643) no renunció a determinados giros y usos de fondo multivocal (léanse coros polifónicos y homofónicos, intermedios, sinfonías, danzas, etc.), sus composiciones suponen un paso decisivo hacia el futuro de lo que hoy entendemos por música, sobre todo en sus conceptos más académicos y teóricos, pues sería en este naciente Barroco cuando vinieran a asentarse la armonía, las tonalidades, etc., elementos ya expresados y utilizados conscientemente desde el siglo XVI.
El nacimiento de la ópera
Sin embargo, por muy avanzada e innovadora que se pueda entender, la ópera surge como un comprensivo compendio de todo lo que anteriormente se había practicado: el drama litúrgico medieval, la música incidental, el drama pastoral y otros gustos cortesanos profanos se unen en estas primigenias obras líricas. Así, en el Orfeo de Monteverdi presenciaremos el nuevo recitativo dramático de Peri y Caccini, la rítmica insinuación de la chanson francesa, la tradición polifónica del motete y el madrigal, las florituras en la línea vocal, el cromatismo y la disonancia de las más aventajadas prácticas, etc..
Peri, como hemos constatado, es el pionero en el círculo florentino, pero será Claudio Monteverdi quien brinde una punta de lanza a la historia del nuevo género de la ópera con su favola in musica de L’Orfeo, la más antigua partitura operística enteramente conservada. Su génesis hemos de debérsela al primer gran mecenas musical de la historia, Vincenzo Gonzaga, flamante Duque de Mantua, asistente ocasional (y gratamente sorprendido) a las nupcias de Maria de Medici y Enrique IV en Florencia en el 1600, real momento para el que fuera compuesta la Euridice. Este pretencioso Duque de Mantua (que nada tiene que ver con el ficticio del Rigoletto verdiano) fue quien sugiriera, con el enfervorecido empuje de sus heredero Francesco, la factura de una obra, de igual o mayor calado que la de Peri, a su maestro de corte Monteverdi, facilitándole un libreto basado en el mito de Orfeo y Eurídice, y escrito por su secretario real, Alessandro Striggio.
1601 había sido el año en que Monteverdi se convirtiera en el ‘Maestro della Musica’, el director musical de la corte de los Gonzaga. El joven, aunque experimentado, Claudio entró a formar parte de la orquesta cortesana del Duque de Mantua como violinista hacia 1590, con tan sólo veintitrés años de edad. Los estímulos que allí encontró fueron numerosos, pues se codeó con famosos compositores de su tiempo, como De Wert, Palavicino o Gastoldi, y también tuvo la posibilidad de conocer a otros músicos en sus viajes a Hungría y Flandes (en 1595 y 1599, respectivamente), siempre bien pertrechado por el mecenazgo del ducado mantuano. Tanto atractivo musical le condujo a componer el tipo de madrigales de su primera época, de creciente expresividad bucólica y tendente a una homofonía que preserva el mensaje claro del texto, tal y como bien se demuestra en las escenas pastorales del Orfeo.
El estreno de una fábula in musica
La plana mayor de la Accademia degl’Invaghiti fue testigo, el 24 de febrero de 1607, en una mínima sala del palacio ducal de Mantua, del glorioso estreno de L’Orfeo, fábula musicada en un prólogo y cinco actos, en una pequeña sala que redujo los medios teatrales e instrumentales, pero que no desmereció esta obra que narra (aun con el final cambiado) la vida de Orfeo, poeta y semidiós cuyo poder musical (simbolizado en la idílica lira y la magia de su voz) le confía la gracia de superar y cambiar la voluntad de todo ser viviente a su gusto y ánimo, retrato clásico destilado por el humanismo italiano de la época. Tras este notorio pase privado se representó en el Teatro de la Corte mantuana ante una mayor audiencia.
La ciudad natal del autor, Cremona, también fue testigo de una aclamada representación de La favola d’Orfeo, ofreciéndose posteriormente en las emergentes ciudades itálicas de Turín, Florencia y Milán. Otra notable consecuencia de tal éxito la podemos constatar con la realización de dos ediciones impresas, una en 1609 y la posterior de 1615, de la partitura, honrosamente dedicada al príncipe Francesco de Gonzaga.
La forja de un estilo
Como antes afirmamos, es la monodía (tanto en el recitativo como en el aria) el eslabón central de este nuevo estilo (sin desdeñar totalmente los beneficios de la manida polifonía), pero Monteverdi va más allá en su campo de acción, otorgando a las notas, que subrayan la poesía del texto (tan significativas eran las palabras que se imprimió y repartió a los asistentes del estreno un facsímil del libreto para que no perdieran hilo de lo recitado), un dramatismo, una emoción y un acento llenos de expresividad. El ‘estilo representativo’, ese recitativo continuo, oscilante y melodista, se conjuga con unos ariosos que se acercan vertiginosamente a las ‘arias’ (evolución que conoceremos inmediatamente en óperas posteriores), aun con líneas delimitadoras tenues y sin separación clara (¿no se les viene ante sus oídos algunas de las neoclásicas obras de Richard Strauss, Stravinsky o la impresionante lírica del osado Berg?). Uno de los verdaderos aportes genéricos de Monteverdi es la adopción de tonalidades (armonía a veces llenas de efectivas disonancias) directamente imbricadas a los afectos, sentimientos e impresiones que viven los personajes, una acción, aparentemente demasiado estática, que mueve nuestro intelecto y nuestro corazón al son de los acordes, las inflexiones y el canto límpido, lineal y prístino de tan divina partitura.
Voces e instrumentos
Si bien la práctica de la época dejaba ad libitum la confección final del relleno sonoro entre el tiple (o melodía principal) y el bajo (el pie por descifrar), Monteverdi sí dejó claras indicaciones en muchos de los momentos más significativos de la partitura, destacando, sobre manera, esa duplicidad de efecto que conseguía la división de los instrumentos en dos esferas opuestas (al margen del módulo común del continuo y el bajo): el mundo pastoral (cuerdas, laúdes y flautas, predominantemente) y el infernal (todos los graves instrumentos de viento: trompas, cornos, etc.). Enumeraremos a continuación una sucinta lista (jugosa para los más puestos en la organología) tanto de los medios instrumentales fundamentales exigidos por el autor al comienzo de la partitura como de los pertinentes añadidos en el transcurso de la misma: 2 clavicémbalos, un arpa doble, 2 chitarrones, 2 cítaras graves, 3 violas de gamba, 2 órganos di legno, un órgano regale, 2 violines alla francese, 10 violas de braccio«, 2 violas contrabajo, 4 trombones, 2 cornetas, un flautín o sopranino, una trompeta aguda o clarino y 3 trompetas o trombe sordine.
De otra parte, añadiremos una pequeña aproximación al tratado de las voces en la época del estreno del Orfeo, una materia algo ignota pero reveladora de los usos vocales que se han pretendido alcanzar en las interpretaciones historicistas. Así, en primer lugar, recordaremos que el papel de Orfeo fue interpretado en su estreno por Francesco Rasi, famoso cantante de Mantua que también participó en la Eurídice de Peri, y cuya voz oscila entre el tenor moderno y uno de los más finos bajos, aunque su centro vocal pueda resultar el más cercano a un barítono o tenor abaritonado (figura que se ha utilizado en numerosas presentaciones de esta obra, como en las de Savall, para el rol protagonista).
Otro cantante de los que acudió a esta cita tan importante con la historia de la ópera occidental fue el castrato Gualberto Magli, proveniente de la corte florentina. Pretendidamente un tenor o un sopranista, instruidos estudios han concluido en que se trata de un castrato soprano, que se encargaría del papel de La Música, pero hubo de aprenderse con tan solo una semana de antelación, el de Proserpina y otro de los papeles sopraniles cortos de la obra de cara al estreno. Sin embargo, Eurídice fue cantada por otro castrato, Girolamo Becchini, lo que completa una curiosa circunstancia: toda la demanda vocal femenina fue interpretada por estos castratos. En años posteriores, las sopranos del coro o unas mismas protagonistas ejecutarían tales breves personajes, práctica bastante habitual en las actuales representaciones del Orfeo.