Texto: Sofía M. Gascón
Ilustración: Iciar L. Yllera
Me llevaban siguiendo los pasos durante horas, azuzando a sus perros y a sus rabias. Buscándome con los ojos inyectados en sangre, deseando verme estrellada en alguna parte. Los ecos de los aullidos resonaban entre los árboles, y una voz de hojalata blasfemaba gritando mi nombre. Estaban cada vez más y más cerca. Podía olerles. Ese óxido en los labios, el humo de su piel, las babas amargas que chorreaban sibilinas colgando de esas sonrisas suyas tan aceitosas y ansiosas de sangre. De mi sangre.
Pego un brinco, y ruedo entre las hojas, que alzan el vuelo en un intento desesperado de cubrir mis huellas, y de un salto vuelvo a mis pies, y a hacerlos correr tan rápido que por poco desgasto el camino, acelerando, como poco, el rozamiento, y puede que hasta la rotación de la Tierra. Todo fluía en silencio a mi alrededor. En aquel bosque húmedo de rocas verdes y de helechos. Y de pronto, mi pecho. Un incesante estruendo, palpitante e inquieto, creando hondas en los charcos, y miedo en mis gestos. Ya vienen.
Las gotas de agua que penden cristalinas de las agujas de los abetos parecen caer al compás de mis latidos, rítmicas y huecas, pesadas sobre el suelo, entonando un tenue pero sonoro “Fa sostenido”. Mientras tanto, el suelo acolcha mis pasos en una densa manta verde de musgos y cortezas. Y los árboles me guarecen a mí y a mis sombras entre el estampado marrón oscuro y crema de sus líquenes que, con actitud militar, se plantan espigados, finos, rectos y en alerta, en un sinfín de especies y formas. Algunos incluso caen y brotan raíces tortuosas, siendo árboles pero esperando ser trampas.
Y de pronto… Un beso a traición sacude mis pies, un judas, un terraplén traicionero me proyecta como un misil fallido barranquillo abajo hasta unas zarzas y una plateada charca. Una mezcla de jugo de mora y sangre se corta entre mis pies. El rastro es cada vez más y más grande, se acercan. Me deshago de todo el lastre de las prendas para liberarme así de mi aroma quedando desnuda, limpia y fría, pero nunca sola. “Te tengo a ti, oboe, que sacas de mí la voz de mi alma. Tú, a quien no se oye con los oídos, a ti que te oigo en el corazón. Tal vez sea que los que nos persiguen nazcan sordos a la melodía y por eso se pasen el día persiguiéndonos gritando ¡Brujería, brujería! Tal vez si te tocara, oboe… tal vez si les tocara a ellos. Tal vez si rompiera las esposas de su silencio… puede que tal vez…”. De pronto, un colosal ciervo irrumpe temeroso entre los bosques, y corre, y yo corro con él, y corremos, y sonamos ya limpios y desnudos, puros y sonoros. Y sigo corriendo, como un cuchillo rasgando el viento, peinándolo a contrapelo, silbándolo en silencio. Y corro y corro hasta acabar el bosque, el suelo, el horizonte, la esperanza… Un agujero. Un acantilado. Un punto y aparte. “Y solo me queda ¿qué?, ¿que me arranquen la voz?, ¿que me extirpen el alma? No, eso no. Y ya vienen”.
Corren, ladran, gritan y arañan. Ya llegan, entre gritos coléricos e impasibles destrozos, al fin… Salen de la espesura. Zumba, tenue, un hilo de voz en sus oídos, desde allá, al borde del precipicio. Aquella chica blanca desnuda y constelada, enredada en el viento y en su pelo, allí parada mirándoles con los tobillos inestables y los talones sobresaliendo de espaldas al abismo. Y allí mismo, entre graves y agudos, tocaba. Puede que con la tonta esperanza de que algo cambiara. De que pararan de correr, de babear los perros, de aullar al cielo, de morder el viento. Que se quedasen quietos, quietos y callados. “¡Callaos! ¡No vais a poder oírlo!”. Qué tonta y pequeña, qué blanca y sonora, qué humana y qué tonta, qué tonta… Ya vienen. “Y solo me queda ¿qué?, ¿que me arranquen la voz?, ¿que me extirpen el alma? No, eso no… eso no”. Y así, sin parar de articular suaves movimientos con los dedos, clavándole las notas al oboe entre suspiros llorados, se dejó caer en el olvido. Y sonó a blanca lechuza en la noche, silenciosa e inmaculada cayendo sin revuelo, en picado desde el cielo. Pero allá arriba, los charcos siguieron danzando en hondas plateadas al compás del ritmo de las gotas que entonan sinfonías húmedas y lluviosas desde los pinos y abetos, precipitándose hasta el suelo. Y los ciervos siguen corriendo al galope, con pisada firme y marcando el tempo. Y entre los peñascos de aquel infinito abismo, un grito ahogado de un oboe siguió sonando.
Deja una respuesta