ABAO Bilbao Opera lleva a escena Les contes d’Hoffmann, de Jacques Offenbach, a partir del 23 de octubre. Una producción de la Opéra National de Bordeaux que cuenta con la dirección escénica de Vincent Huguet y la musical de Carlo Montanaro. En el elenco vocal, Michael Fabiano (Hoffmann), Jessica Pratt (Olympia, Giulietta, Antonia, Stella), Simón Orfila (Lindorf, Coppélius, Dapertutto, Miracle), Mikeldi Atxalandabaso (Cochinelle, Pitichinaccio, Frantz, Andrés) y Elena Zhidkova (Nicklausse, Musa), entre otros
Por Alejandro Santini Dupeyrón
Offenbach, el compositor de una época
Rossini —a quien parodiara Il signor Bruschino, incluso un trío del Guillaume Tell— se refirió a él como ‘el Mozart de los Campos Elíseos’, elogio que debió agradarle sobremanera, dada la devoción que sentía por el genio de Salzburgo. Meyerbeer, que en los estrenos compraba butaca de patio y se dejaba conducir por él y acomodar en palco, no desaprovechaba ocasión de alabar en público el talento del compatriota, consciente de que cada parodia (en Ba-ta-clan se citaba un coral de Les Huguenots) acrecentaba su propia popularidad. Francia se descubrió ante el delirante ingenio de Orphée aux enfers: obtuvo la nacionalidad francesa, la Legión de Honor, la protección del ministro más poderoso del Imperio. Europa le ovacionó tras los sucesivos estrenos de La belle Hélène. Con su particular talento hiperbólico Nietzsche reconoció en las bufonerías de Offenbach ‘la forma suprema de la espiritualidad’.
El encomio, pero el rencor también, nunca fueron tan sostenidos como en los días de disolución y derroche del Segundo Imperio. Se quemaron fortunas especulando en bolsa, satisfaciendo veleidades de cortesanas y en mesas de juego. A despecho de la oficialidad descontenta con la campaña en Crimea, donde las bajas, imputables más al cólera que a la metralla rusa, se contaban por miles, Napoleón III se entretenía con las picantes operetas de Offenbach, cuyo velado objeto de crítica eran precisamente la corte de advenedizos de las Tullerías, la bella consorte española o los corruptos miembros del gabinete.
La alegría universal exigida por el emperador en aquel momento de innegable auge económico y militar (Francia recuperaba el lugar perdido como potencia europea) no admitía sombra de desencanto. Había que estar muy sobrio —y los enemigos fueron siempre jurados abstemios— para advertir en el despreocupado alborozo el alcance demoledor de la offenbachiade (término acuñado por Siegfried Kracauer para definir el estilo de Offenbach desde el Orphée), donde ‘la frivolidad no consistía sencillamente en enmascarar la realidad con diversiones estrepitosas, sino en percibir el lado serio de la realidad y, no obstante, tomarlo a la ligera’. El reputado crítico teatral del Journal des débats, Jules Janin, parapetándose en espurias razones estéticas calificó el Orphée de sacrilegio contra la Antigüedad. Cuando se supo que un monólogo de Júpiter reproducía uno de sus artículos, Janin cayó en el descrédito. Abundando en la torpeza, el poeta Théodore de Banvillesermoneó sobre el ‘odio judaico contra la Grecia de los templos marmóreos y de los laureles’. (El antisemitismo envenenó de manera obstinada los ataques a Offenbach, convertido al catolicismo en 1844.)
Berlioz, también colaborador del Journal, intentaba sobrellevar los éxitos del director del Théâtre des Bouffes-Parisiens minimizándolos o ignorándolos por completo: ‘[…] hay otras óperas cómicas de las que no hablamos y de las que haríamos bien en no hablar’ (Journal des débats, junio de 1854). Cuatro años más tarde, a propósito de Orphée, ni una palabra. Desconocemos su parecer sobre el galop infernal que enloqueció a los parisinos, pero es seguro que la ridiculización de las antiguas tragedias de la Comédie Française y de la música de Gluck en especial, maestro espiritual al que dedicaba aún horas de estudio, debió sacar de quicio al precursor sinfónico de la idée fixe.
La ocasión de mojar la pluma en hiel se le presentaría en la Nochebuena de 1860, con motivo de la arriesgada apuesta que Offenbach y los libretistas Eugène Scribe y Henry Boisseaux subieron a escena en la Opéra-Comique: Barkouf ou un chien au pouvoir, farsa donde el gobernador de Lahore era un mastín que interactuaba con los cantantes, lógico por otra parte, mediante ladridos. ‘¿El compositor está perdiendo la cabeza? […] como otros músicos que creen que lo horrible es hermoso, ¿el compositor cree que lo horrible es cómico, divertido, jovial? […] Definitivamente hay algo mal en el cerebro de algunos músicos. El viento que sopla a través de Alemania los ha vuelto locos’ (Journal, enero de 1861).
El otro ‘loco’ al que se refería era, por supuesto, Wagner, cuya relación había dejado enfriar y luego roto definitivamente al advertir en Tristan el potencial aniquilador de la llamada ‘música del futuro’. Resulta risible que a ojos de Berlioz, músicos de talentos y propósitos tan dispares, fueran conciliables como ‘compañeros de locura’. Si había alguien que detestaba Wagner por encima incluso de Meyerbeer, ese era Offenbach. Le dedicaba humillantes rimas burlescas, y sobre la música de Orphèe llegó a decir que ‘exhalaba el mismo calor del montón de estiércol en que se revolcaban todos los cerdos de Europa’.
Pólizas contra el aburrimiento
Excéntrico e inverosímil, casi él mismo un personaje de E.T.A. Hoffmann; sagaz, burlón, atento al cuchicheo y las opiniones del público parisino, las preferencias musicales, comunicadas enseguida por reporteros afines (Hippolyte de Villemessant, propietario de Le Figaro y otras publicaciones, sería un valioso propagandista), Offenbach procuraba mantenerse al margen de la polémica que suscitaba. Sus preocupaciones y ocupaciones eran prácticas. Debía hacer del Bouffes-Parisiens un negocio rentable; lo que significaba componer rápido (se hizo instalar un pupitre en el carruaje para no desaprovechar los trayectos), ensayar con los cantantes, con la orquesta, supervisar las compras de materiales de vestuario y decorados sin reparar en gastos (hecho que a la larga lamentaría) para, una vez dispuesto todo, alzar el telón con la absoluta certeza de que nada estaba asegurado. La opereta podía triunfar o sumir al teatro en un déficit de cientos de miles de francos. Poco había cambiado en la tradición del compositor-empresario desde la aparición de éste en los albores del siglo XVIII. Una tradición a la que Offenbach se sentirá ligado en un sentido que trascendía la mera cuestión crematística. Se consideraba a sí mismo llamado a renovar el género primitivo y alegre de la música francesa, imposible de encontrar ya en la Opéra-Comique. Resucitar la alegría; ésta era su máxima, ‘la gracia más risueña —había escrito Heinrich Heine después asistir a una reposición de Le desérteur, de Pierre-Alexandre Monsigny—, una inocente dulzura, el frescor de un aroma a flores silvestres, la verdad natural, incluso la poesía’ de la música auténticamente francesa. Le desérteur, de 1767, era unos de los modelos a los que recurriría Offenbach, seguro de que en los esquemas de las farsas de Cimarosa y en las viejas piezas de feria parisinas estaba la esencia de la renovación.
Rechazaba la actual ópera cómica por considerarla pomposa y superficial. Su estilo, en cambio, proponía una combinación de ingenio, hilaridad y ternura donde el sentimiento surgía con naturalidad de melodías sencillas y elegantes. Consciente de escribir la música de consumo más alegre del momento, Offenbach solía bromear diciendo que su sueño habría sido fundar una compañía de seguros mutuos para combatir el aburrimiento. Ni imaginaba siquiera la quiebra que habría sobrevenido a dicha compañía al término de la década de La belle Hélène, ni la transformación traumática que sufriría aquella sociedad que aún tuvo ocasión de aplaudirle, despreocupada, el Barbe-bleue yLa vie parisienne (1866), La Grande-Duchesse de Gérolstein (1867), La Périchole (1868) y Les brigands (1869), opereta cuyo inmenso éxito traspasó rápido fronteras.
Adaptada por Salvador Granés y con el título de Los brigantes se estrenaría en el madrileño Teatro de la Zarzuela el 15 de septiembre de 1870. Apenas un mes después, Offenbach, de paso en Madrid, dirigía la obra. Por entonces los teatros franceses permanecían cerrados y el gobierno republicano surgido tras la derrota y captura del emperador en Sedán afrontaba en París las privaciones del sitio impuesto por el ejército prusiano. Días antes del comienzo de las hostilidades, los Offenbach y sus cuatro hijas habían abandonado la capital rumbo a su villa en la costa normanda. Burdeos, Bayona, fueron etapas previas antes de dirigirse a San Sebastián, donde la esposa del compositor, Herminie de Alcain, tenía familia. Visitaron luego varias ciudades de Italia, Viena… En mayo de 1871 regresaban a un París transfigurado por los bombardeos que condujeron a la rendición y los sangrientos acontecimientos de la Comuna revolucionaria.
¡Glu, glu, glu!… ¡Glu, glu, glu!… —Espíritus del Vino y la Cerveza
Offenbach llegó a convencerse de que la disolución del Imperio arrastraría al abismo su propia existencia. Al condenar la corrupción bonapartista, la burguesía republicana condenaba también la frivolidad de la época, tachando la opereta offenbachiana de engendro decadente y al compositor, ‘legrand corrupteur‘, como representante del régimen. La proclama de Emile Zola según la cual la opereta debía ser estrangulada bajo la concha del apuntador, devino en lugar común. Pero la opereta continuó gozando de aceptación. Cambiaron solo las preferencias del público. Se aplaudía a Hervé y a Charles Lecocq, cuyas obras burlescas pasaban por alto la actualidad. Imaginativo, inagotable como siempre, Offenbach seguía componiendo. Le Roi Carotte triunfó en parte por el ostentoso decorado. Fantasio, en cambio, no pasó de las primeras representaciones, cerrándole las puertas de la Opéra-Comique, a la ya que solo regresaría después de muerto, entre el cortejo de espíritus y seres siniestros que habitan Les contes d’Hoffmann.
¿Qué llevó a Offenbach a fijar la atención en las oscuras fantasías espectrales de Hoffmann? ‘En sus últimos años —escribiría Eduard Hanslick—, él mismo, pobre, parecía un espíritu transparentemente pálido y de sonrisa apesadumbrada’. La falta de éxitos consolidados y la desastrosa administración del Théâtre de la Gaîté le condujeron en 1874 a una bancarrota a la que haría frente con su fortuna personal y cediendo por tres años los derechos de autor. La vejez se le echó encima al regresar de gira por los Estados Unidos, empresa de la que apenas obtuvo beneficios, y para colmo la gota que padecía se agudizó. Por aquel tiempo había dejado de ser la celebridad de antaño. Los retratos de Strauss, que preparaba en París la premiere de Der Fledermaus, reemplazaban a los suyos en los escaparates del bulevar. Comenzaba a verse a sí mismo desde la perspectiva de un moribundo. Por eso a ningún conocido extrañó que solicitara los derechos de composición del libreto escrito a partir del drama Les contes fantastiques de d’Hoffmann, estrenado en 1851 en el Théâtre de l’Odéon,ni tampoco que llegara a identificarse con el atolondrado escritor y compositor romántico.
Ya entonces tuvo ocasión de conocer al dramaturgo y libretista, Jules Barbier, a quien manifestó el deseo de componer una opereta cómica sobre el tema. Para Les contes, Barbier se había basado en tres cuentos de Hoffmann: Der Sandmann (El hombre de arena), que serviría para el episodio de Olympia; Rat Krespel (El consejero Krespel), para el episodio de Antonia y Der Geschichter von verlorenen Spiegelbilder (La historia de la imagen del espejo perdida), para el episodio de Giulietta. Los años transcurrieron, sin embargo, y el proyecto nunca se materializó. Ahora, con Barbier a disposición y el libreto en su poder, Offenbach solicitó la adaptación del texto.
El episodio de Olympia estaría precedido por un Prólogo; a Olympia seguiría el episodio de Giulietta y a éste, el de Antonia. Un Epílogo, ambientado con el mismo cuadro del Prólogo, cerraría la obra. Pese a incluir detalles de humor no sería una obra burlesca, tampoco una opereta. Les contes d’Hoffmann, ópera fantástica en tres actos, con prólogo y epílogo subió a escena en la Opèra-Comique de París el 10 de febrero de 1881. Offenbach había fallecido cuatro meses antes, el 5 de octubre, dejando la partitura completa en la versión para piano y sólo parcialmente orquestada. La familia del compositor recurrió a Ernest Guiraud, músico que compuso los recitativos para la Carmen de Bizet. Guiraud concluyó la orquestación y sustituyó la mayoría de los diálogos por recitativos cantados. Offenbach quiso los diálogos para ajustarse al estilo opéra-comique, pero pensaba proceder como Guiraud a fin de representar la ópera en el Théatre Lyrique.
El amor nos engrandece, y más aún el llanto —Espíritus Invisibles
El elenco vocal del estreno fue excepcional. El tenor lírico Alexandre Talazac encarnó al enamoradizo Hoffmann quien, acompañado por su Musa (Marguerite Ugalde, mezzosoprano), transmutada como el fiel Nicklausse, aguardan a Stella, la amada del poeta que canta el Don Giovanni en un edificio continuo, en la taberna de maese Luther (Étienne Troy, bajo). Entre copas de vino y jarras de cerveza, Hoffmann entretendrá a los estudiantes narrando sus transportes amorosos. Pero antes de comenzar, animado por los jóvenes que harán coro, canta el aria burlona ‘Va pour Kleinzach‘ (Va por Kleinzach), dedicada a un enano panzudo y de andar grotesco.
La soprano Adèle Isaac interpretó los papeles de Stella, Olympia y Antonia. Olympia, creación mecánica del físico Spalanzani (Emile Gourdon, tenor), posee unos hermosos ojos fabricados por el diabólico Doctor Coppelius (Emile Taskin, bajo-barítono; cantó también los roles de los malvados Lindorf y Miracle). Hoffmann no puede resistirse a esa mirada. Presentada por el físico a los invitados a cenar, Olympia cantará un artificioso aria de coloratura: ‘Les oiseaux dans la charmille‘ (Los pájaros en la enramada), número al que sigue el concertante ‘Voici les valseurs!‘, (¡Ya empieza el vals!), cantado por los invitados, Spalanzani y Cochenille (Pierre Grivot, tenor ligero; interpretó además los roles de André y Frantz) mientras Hoffmann y Olympia bailan el vals cada vez más rápido. Temiendo un accidente, Spalanzani detiene y se lleva aparte a la autómata. Ya entre bastidores se escucha un aparatoso estruendo metálico. Hoffmann regresa a escena pálido y espantado.
A Antonia le apasiona el canto. Pero padece una enfermedad incurable; su salud es frágil y cualquier sobreesfuerzo podría matarla. Cantará la bella y conmovedora aria ‘Elle a fui, la tourterelle‘(La tórtola ha huido), antes de que su padre, el consejero Krespel (Hippolyte Belhomme; tenor) le prohíba volver a cantar. Hoffmann la ama porque ve en ella el ideal puro de la belleza. Faltando a la palabra dada, Antonia se unirá al poeta en el maravilloso dúo ‘C’est une chanson d’amour‘ (Es una canción de amor). Destacable también, en este episodio, es el aria bufa de Frantz, criado encargado de custodiar a Antonia, ‘Jour et nuit‘ (Día y noche), quien, sin embargo, no podrá impedir la entrada del pérfido Doctor Miracle, deseoso de arrebatar el alma de la joven. En la Escena ‘Tu ne chanteras pus?‘ (¿No volverás a cantar?) Miracle, valiéndose de un retrato invoca la voz de la difunta madre de Antonia y, tocando el violín de manera endemoniada, inducirá a la joven a cantar hasta la muerte.
Hoffmann concluye la triste historia de sus amores. En el instante de abandonarse al sueño de la embriaguez, el poeta reconoce la verdad en las palabras de Nicklausse: todas las amadas son una misma mujer, Stella. Mientras los espíritus danzan en derredor, Nicklausse, transmutado de nuevo en Musa, promete redimir a Hoffmann del dolor del amor. Vivirá sólo para el arte.
¿Y qué sucedió con Giulietta en el estreno? Ni Adèle Isaac ni nadie cantó el papel. En la versión preparada por Guiraud para la Opéra-Comique el episodio de la cortesana veneciana que roba al poeta su imagen en el espejo fue suprimido. La ópera era demasiado larga. ‘Belle nuit, ô nuit d’amour‘ (‘Hermosa noche, noche de amor’), la célebre Barcarolle, se interpretó en el episodio de Antonia. El incendio que devastó el teatro en 1887, donde se perdieron los materiales autógrafos de la obra, y la muerte Guiraud cinco años más tarde, nos han privado de conocer la forma exacta concebida por Offenbach para Les contes; de ahí la necesidad hablar siempre en los montajes de ‘versión’.
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