Un artista de la talla de Leonard Bernstein debe ser no ya recordado o valorado, sino paladeado y disfrutado a diario. ‘Lenny’ fue un músico total, un genio de magnitud clásica que se desenvolvió a la mayor altura en los tres frentes principales del arte musical: la composición, la interpretación —por cierto, además de director de orquesta universal y carismático, fue un extraordinario pianista— y la enseñanza.
Por David del Puerto
Apuntes biográficos
Leonard Bernstein nació el 25 de agosto de 1918 en Lawrence (Massachusetts) en el seno de una familia de inmigrantes judíos ucranianos. Es curioso que el otro gran icono de la música sinfónica estadounidense, George Gershwin, sea también hijo de inmigrantes judíos, rusos en este caso, y por tanto, igualmente americano de primera generación. ¡Parece claro que la auténtica —y poderosa— identidad cultural norteamericana solo nace y se explica por vía de la inmigración!
El padre de Leonard, hombre de negocios, se opuso a que cursara estudios de piano, y el joven Bernstein se los costeó dando clases. Tras la high school, estudió música en Harvard con Walter Piston (cuyos tratados de armonía y orquestación reposan en las mesas de los músicos de medio mundo), ingresando después en el prestigiosísimo Curtis Institute of Music, en Filadelfia, obteniendo en su calificación final el único sobresaliente que Fritz Reiner diera nunca en sus cursos de dirección orquestal.
En 1940 entró a estudiar con Serguéi Kusevitski en el Instituto de Verano de la Sinfónica de Boston, en Tanglewood, consolidando una larga relación con el maestro ruso y la Orquesta de Boston. A la muerte de Kusevitski en 1951, Bernstein sería nombrado director de Tanglewood. El último concierto de Bernstein tendría lugar precisamente allí, en Tanglewood, y con su querida sinfónica bostoniana, en agosto de 1990, con los Cuatro interludios marinos de Benjamin Britten y la Séptima sinfonía de Beethoven. Un programa icónico, con una de las más grandes creaciones del repertorio universal, junto a esos prodigiosos fragmentos orquestales de la ópera Peter Grimes, cuyo estreno en Estados Unidos había dirigido el propio Bernstein, en el mismo lugar, en 1946. Unos meses antes, en la Navidad de 1989, Lenny había celebrado en Berlín Este la caída del muro dirigiendo la Novena de Beethoven, y sumándose así a la alegría de los alemanes en este trascendental paso de página de la Europa moderna.
Su faceta de director
Junto a la Sinfónica de Boston, los otros grandes amores orquestales de su vida fueron las filarmónicas de Nueva York, Viena e Israel. En 1943 dirigió por primera vez la orquesta neoyorquina, sustituyendo a Bruno Walter, enfermo, y cosechó un éxito inmediato. Posteriormente sería titular de la formación entre 1958 y 1969, siguiendo luego estrechamente vinculado a ella hasta su muerte. Más de 1200 conciertos y 200 grabaciones dan testimonio de esta relación.
Con la de Israel debutó ya en 1947, año de la resolución de la ONU que consagraba la partición de Palestina y la creación del estado de Israel —unos meses más tarde estallaría la primera guerra árabe-israelí—. Judío militante en aquellas circunstancias, en 1967 el maestro dirigiría en Israel un concierto para celebrar la victoria en la Guerra de los Seis Días. Su tercera sinfonía lleva por título Kaddish, la oración judía del oficio de difuntos, y es una vasta reflexión-oración religiosa con texto del propio Bernstein.
En cuanto a la Filarmónica de Viena, inició su fructífero matrimonio con la legendaria orquesta austríaca en 1970 (aunque ya la había dirigido en los 60, en una época en la que aún había numerosos miembros nazis en la orquesta…). Su relación con Viena tiene dos motivaciones muy personales: por un lado, la búsqueda del reconocimiento y el amor del mundo musical germánico; y, por otro, la reivindicación de la figura de Mahler, del que Bernstein dijo que la Filarmónica de Viena no conocía una sola página hasta que él aceptó dirigirla… algo que realmente no era cierto —Mahler había sido interpretado por muchos de los grandes directores que habían pasado por Viena después la Segunda Guerra Mundial—, y que tenía un aire enérgicamente reivindicativo: un judío en el podio de una orquesta que había mantenido elementos nazis en su seno tras la guerra, dirigiendo a un genio universal judío como Mahler, y haciendo de este compositor una verdadera bandera de la Filarmónica.
Otra piedra miliar en la carrera directorial de Bernstein fue el estreno en 1949 de la Sinfonía Turangalila de Olivier Messiaen, encargo de Kusevitski para la Sinfónica de Boston. Uno pensaría que Lenny, obviamente muy lejano de la vanguardia europea de posguerra, capitaneada precisamente por dos alumnos de Messiaen como fueron Pierre Boulez y Karlheinz Stockhausen, podría haberse sentido muy a gusto con la Turangalila, obra opulenta, espectacular, de una teatralidad no lejana de la música de Bernstein… sin embargo, el maestro americano no volvió a dirigirla nunca después de los dos conciertos de presentación, en Boston y Nueva York, e incluso parece ser que había recibido la partitura con bastante frialdad, pese a que los testimonios de la época indican que el estreno fue brillantemente resuelto por Bernstein.
Una actividad desbordante
El enseñante, maestro, pedagogo, divulgador Bernstein no se queda atrás con respecto a la carrera del director: su actividad en este terreno fue incesante, y le valió en su país una fama inigualada en el terreno de la música de concierto, casi equivalente a la de una estrella del pop. Entre 1958 y 1972 protagonizó en la televisión una serie de conciertos para jóvenes en los que comentaba con su estilo cercano, ameno y carismático, las obras que se interpretaban. Esto supone en realidad el ‘invento’ del concierto pedagógico a gran escala, algo que se ha impuesto como una necesidad ineludible en todas las orquestas y teatros de ópera, como modo de hacer llegar la música a la gente, especialmente al público más joven, y lograr así un sitio para la música más compleja en la sociedad del consumo más simple e inmediato.
La idea que subyace a los conciertos pedagógicos es evidente: la música es para todos, pero hay que llevarla a la calle y ayudar a hincarle el diente, porque vivimos sometidos a unos mass media comerciales todopoderosos y terriblemente simplificadores y —añado yo refiriéndome a la actualidad— porque la educación musical desaparece dramáticamente de los planes de enseñanza general. Básicamente, sin ese empujón educativo nos quedamos sin público en unas pocas generaciones, y el esfuerzo de seducción y acercamiento tiene que provenir del músico profesional.
Lejos de elevarse en un pedestal de oro, el músico clásico actual debe saltar a la calle y buscar a su público, como lo hacen los artistas de otros géneros más populares. Nuestro producto es complicado, mucho más difícil de vender, pero sin el esfuerzo apropiado nos extinguiremos como tristes dinosaurios. Bernstein fue un auténtico pionero en este terreno, y a él debemos muchas de las ideas y actitudes que usamos hoy a diario en las orquestas de todo el mundo para atraer a nuestro público potencial. Su carisma y su capacidad para transmitir de forma sencilla lo complejo fueron inigualables. Hoy día, en nuestro cotidiano YouTube, podemos seguir disfrutando con asombro y alegría de sus lecciones apasionadas, precisas, irresistibles.
El compositor
Su faceta más desconocida, menos pública, menos prodigada, fue, sin embargo, según lo ve quien esto escribe, la más trascendente con diferencia de su actividad musical: la composición. Su obra no es muy amplia, hizo tantas cosas y a un ritmo tan frenético que habría sido difícil que hubiera podido igualar en número de opus a un compositor del pasado. Claro que Bach o Mozart también fueron compositores, intérpretes y profesores, pero no tuvieron que gastar cientos de horas desplazándose por el aire a través del planeta, o esperando a grabar en un plató de televisión. Nuestro mundo es, definitivamente, otro muy distinto.
La obra de Bernstein es, sin embargo, fundamental como producto artístico y como testimonio de una época, el siglo XX, agitada, controvertida, infinitamente variada. Su arte va de la ligereza de la escena de Broadway a la seriedad de la música espiritual más comprometida, sin que esto signifique que el primer territorio sea más superficial musicalmente que el segundo. Perdónenme, pero nada tiene que ver la temática, el tono afectivo o la base literaria de una obra con su profundidad musical. Su catálogo abarca prácticamente todos los géneros: tres sinfonías, dos óperas, cinco musicales, tres ballets, un hermosísimo concierto para violín, música coral, de cámara, canciones, música incidental para teatro, etc. Todo fue visitado por el talento de Bernstein, que seguramente disfrutó con cada incursión en una nueva aventura creativa.
Es tan rico el panorama que nos ofrece su catálogo que es difícil recomendar un lugar para empezar a hincarle el diente a la obra de Bernstein, aunque parece oportuno volver a escuchar, en primer lugar, el magistral musical West Side Story, un Romeo y Julieta del Nueva York moderno, que se ha convertido con todo merecimiento en una de las partituras más célebres del repertorio. Después, y en función de gustos, humores y momentos, tenemos un ancho territorio que recorrer. Podemos arrancar el viaje por la Primera Sinfonía, Jeremías, escrita en 1942, una obra de dimensiones relativamente moderadas (unos 25 minutos), que se inspira en el libro bíblico de las Lamentaciones, de cuyo protagonista toma el título. Una mezzosoprano canta un fragmento del libro en el Tercer movimiento, en lengua hebrea.
La Segunda Sinfonía, The Age of Anxiety (La edad de la ansiedad), es una gran obra concertante para piano y orquesta, de unos 35 minutos de duración, basada en el poema del mismo título de W. H. Auden (colaborador literario de Britten, Stravinski o Hans Werner Henze). Siguiendo la estructura del texto, Bernstein articula la sinfonía en dos grandes partes, la primera de ellas comprende un prólogo lento seguido de un amplio ciclo de variaciones; la segunda se divide en tres movimientos: Largo, Extremadamente rápido y Epílogo: Adagio-Andante con moto. Dejando a un lado el aspecto literario (Auden dijo tras el estreno de la obra: ‘realmente, nada tiene que ver conmigo, cualquier conexión con mi poema es muy lejana’), The Age of Anxiety es una de las grandes creaciones sinfónicas del siglo XX. Una obra variada, compleja, sorpresiva, majestuosa, realmente profunda, en la que aparece lo mejor de la inspiración y el oficio de Bernstein.
La Tercera Sinfonía, Kaddish, es una reflexión personal sobre la muerte basada en un texto del propio compositor. El título alude a la ceremonia de difuntos judía, y fue escrita en 1963 y dedicada a la memoria de J. F. Kennedy, asesinado pocos meses antes del estreno. Es notable el hecho de que la muerte, tema central de la composición, no aparece nombrada expresamente en el texto. La obra está escrita para recitador, soprano, coro mixto, coro de niños y orquesta, y es la más extensa de las tres sinfonías de Bernstein, con unos 40 minutos de duración.
En 1965, y tras la composición de Kaddish, Bernstein retornó a la lengua hebrea, con textos de los Salmos de David en esta ocasión, para escribir su obra coral más conocida y ambiciosa, los Chichester Psalms, para niño soprano (o contratenor), cuarteto solista, coro y una orquesta integrada por trompetas, trombones, timbales, percusión, dos arpas y cuerdas. Encargo del Southern Cathedrals Festival de Inglaterra (un festival anual que aún sigue celebrándose, y que es acogido alternativamente por las catedrales de Chichester, Winchester y Salisbury), la obra fue presentada en la Catedral de Chichester con dirección de John Birch, organista de la catedral, pocas semanas después de su estreno en Nueva York bajo la batuta del compositor.
El Concierto para violín, titulado Serenade, en el que acompaña al solista una orquesta de cuerda, arpa y percusión, fue escrito en 1954, y se inspira libremente —no se trata de una obra programática— en el diálogo El banquete o el Amor de Platón, dedicando cada uno de sus cinco movimientos a los diversos personajes que intervienen en el diálogo, y cubriendo a su vez con ellos el abanico de formas habitual en la sinfonía clásica: el Primer movimiento, Fedro y Pausanias, presenta un Fugato lento seguido por un Allegro de sonata; el Segundo, Aristófanes, es un Allegro en el que se invoca, en palabras del compositor, ‘la mitología del amor’; el Tercero, Erixímaco, es un Presto fugato que retoma la escritura contrapuntística del movimiento inicial; el Cuarto, Agatón, tiene estructura de lied ternario, con la clásica forma en arco ABA; finalmente el Quinto, Sócrates y Alcibíades, es bipartito, como el primero, en correspondencia con los dos personajes en los que se inspira, presentando un Molto tenuto seguido de un rondó Allegro molto vivace, que culmina la obra en un clima festivo. Serenade, hondamente melódica, es quizá la cumbre lírica y emotiva de la producción de Bernstein.
Obra vocal
En el terreno operístico, Lenny firmó originalmente tres títulos, pero fundió dos de ellos en una sola ópera al incluir Trouble in Tahiti en la ópera A quiet place: la ágil teatralidad de Trouble in Tahiti, una ópera breve, de unos 45 minutos, se reconvirtió en el segundo acto de A quiet place, cumpliendo el papel de un flashback dentro de la trama global.
En todo caso, el título estelar de la producción de Bernstein para la escena lírica es la muy conocida, y frecuentemente representada hoy día, Candide, basada en la novela de Voltaire, y compuesta y estrenada en 1956. La obra, presentada como musical en Broadway, sufrió con el tiempo numerosos cambios y adaptaciones. Curiosamente, el libreto original de Lillian Hellman fue sustituido por otro de Hugh Wheeler, más fiel a la novela de Voltaire, conservando la música. El estreno en Broadway fue un notable fracaso, pero la posteridad ha ido llevando en volandas esta obra maestra, que se cuenta actualmente entre las más conocidas e interpretadas de todo el repertorio nacido en Estados Unidos. Opereta, ópera cómica, musical, Candide acepta cualquier denominación aplicable a un espectáculo lírico divertido, rebosante de ingenio musical y chispeante inspiración, con una escritura vocal digna de los mejores títulos del género.
La monumental Misa: una pieza teatral para cantantes, instrumentistas y bailarines es un vasto espectáculo estructurado en torno a la misa católica tridentina, encargado por Jacqueline Kennedy para los actos de inauguración del John Fitzgerald Kennedy Center de Washington. La vinculación del proyecto con los Kennedy explica la voluntad del compositor de partir del oficio católico, pero la idea teatral trasciende con mucho la liturgia: las partes de la misa —compuestas en diversos estilos, con predominio de una escritura polifónica rítmica y enérgica muy bernsteiniana— alternan con canciones de tono popular, meditaciones, musical, góspel, intervenciones ‘espontáneas’ de músicos callejeros, etc., configurando un universo ecléctico en el que está muy presente la música popular urbana. La plantilla que requiere es enorme, con una gran orquesta completa dividida en dos grupos, que incluye además dos guitarras eléctricas, guitarra acústica, dos bajos eléctricos, dos sintetizadores y abundante percusión, y un elenco vocal formado por un barítono solista (el Celebrante de la misa), un niño soprano, coro mixto a ocho voces (de al menos 60 miembros), coro de niños a cuatro voces (al menos 20 miembros), más un grupo de ‘cantantes y músicos callejeros’ de al menos 45 voces y percusiones variadas. Literalmente cientos de personas abarrotan el escenario. Estrenada en 1971, la obra vivió también una intensa peripecia política: el FBI dio aviso de que la partitura podía contener mensajes antibelicistas que pusieran en tela de juicio la política exterior del presidente Richard Nixon. Un consejero de la Casa Blanca señaló que era, en efecto, indudablemente antibelicista y anti-establishment, y el presidente finalmente no acudió al estreno. No obstante, se disculpó diciendo que era la gran noche de Jackie Kennedy y no quería restarle protagonismo a la ex primera dama.
Y de postre…
La limitación de espacio me obliga a detenerme aquí, así que dejo a la iniciativa y la curiosidad personal de cada uno el seguir repasando el catálogo de Bernstein — incluidos sus tres ballets, Fancy Free (1944), Facsimile (1946) y Dybbuk (1974)—, pero no puedo dejar de recomendar, como postre, el magistral tríptico Prelude, Fugue and Riffs, de 1949, un ejercicio de jazz totalmente escrito, compuesto para la big band del clarinetista y director Woody Herman, dentro de una serie de encargos que incluía el Ebony Concerto de Stravinski. Aunque la banda de Herman no la tocó nunca, pues se desintegró antes de llegar a hacerlo, el tríptico fue estrenado en 1955 por la banda de Benny Goodman, que se convirtió en nuevo dedicatario de la partitura.
En fin, aunque muy mal conocida en la vieja y egocéntrica Europa, la obra compositiva de Leonard Bernstein merece una posteridad mucho más brillante.
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