El 12 de mayo de 1832 se estrenaba en el Teatro della Canobbiana de Milán una nueva composición de un compositor que por entonces empezaba a sonar en Italia como el claro sucesor de Rossini. Gaetano Donizetti, con treinta y cinco años, se encontraba por entonces al principio del que sería su periodo más fecundo y genial de composición, tras el primer gran éxito que supuso para su carrera Maria Stuarda (1830). Si con esta partitura el bergamasco se ponía al par que Bellini en el género trágico, con L’elisir d’amore y su inmediato éxito tomaba claramente el relevo del gran Rossini en el apartado de la ópera cómica.
Por Andrés Moreno Mengíbar
Como era habitual por entonces, la génesis de esta obra maestra estuvo envuelta en la precipitación y las prisas. Al empresario Alessandro Lanari le acababa de fallar a principios de abril de 1832 la ópera con la pensaba inaugurar la temporada a mediados del mayo siguiente. Ante esta contingencia, se dirigió al joven Donizetti con el reto de componer en el poco tiempo restante una ópera adecuada a las circunstancias. Para el libreto optó por un valor seguro, Felice Romani, el más famoso y aclamado de los libretistas italianos del momento, autor, entre otros, de los textos de la mayoría de las óperas de Bellini. Precisamente por esa fama, Romani se encontraba por entonces francamente desbordado de trabajo y de encargos, pero aceptó el ofrecimiento de Lanari.
Tras desechar con Donizetti varios argumentos, ambos se decantaron por adaptar Le Philtre de Eugène Scribe, una pieza que hacía muy poco (junio de 1831) acababa de servir en París para una ópera de Daniel-François Auber. En la elección de la pieza no debió ser ajeno el cantante H. B. Dabadie, bajo contratado por Lanari, que había tomado parte en el estreno parisino de la mencionada ópera de Auber y que asumiría el papel de Belcore en la obra donizettiana.
Aunque Emilia Branca, viuda y biógrafa de Romani, narrase que todo el proceso de escritura del libreto y composición de la partitura se realizó tan sólo en quince días, las investigaciones de William Ashbrook han demostrado que el periodo de factura debió ser de un mes. Aún con esto, parece asombroso que en tan poco tiempo (teniendo en cuenta que Donizetti tendría que esperar como mínimo una semana para disponer de texto suficiente) pudiera elaborarse una de las piezas más sólidamente trabadas y acabadas de la ópera italiana.
A pesar de ser en buena parte una traducción (a veces incluso literal, aunque no faltan escenas enteras salidas de la propia inspiración de Romani), el texto literario es perfecto, tanto en su versificación como en la disposición dramática. La musicalidad de un verso pensado específicamente para ser puesto en música va prácticamente marcando la pauta del compositor; las escenas de conjunto están firmemente cohesionadas y dotadas de una efectividad teatral que pocas veces encontramos en este género literario.
Desde su mismo estreno esta ópera se instalaría en los teatros de toda Europa como una de las predilectas del público. No es de extrañar, pues estamos hablando de uno de los momentos más inspirados de toda la carrera musical de Donizetti. Dueño de una maestría compositiva incomparable y deseoso de triunfar, el compositor dio lo mejor de sí mismo en L’elisir d’amore: una música atrayente al máximo, con melodías inconfundibles, escenas de conjunto admirablemente estructuradas que llevan al espectador como en volandas hacia el final feliz de la historia. Asombra aún más esta maestría si consideramos el poco tiempo del que Donizetti dispuso para la composición; tal obstáculo sólo pudo ser salvado gracias a la legendaria facilidad de inspiración del músico.
Emilia Branca cuenta una anécdota que refleja adecuadamente esta facilidad. Donizetti había sido una noche invitado a cenar a casa de la familia Branca, pero al llegar advirtió que sólo se podría quedar un momento. De camino hacia la casa se había pasado a ver a Romani para ver si le podía facilitar nuevo texto para L’elisir y el libretista le había entregado un dueto completo. Conforme Donizetti lo iba leyendo por la calle se dio cuenta de que estaba a la vez tarareando la música sin ninguna vacilación. Por eso tenía que abandonar la cena tan pronto, pues esa misma noche orquestaría la pieza completa y al día siguiente la entregaría a los copistas para que sacasen las partes instrumentales.
En contra de lo que suele aducirse en Donizetti, esta composición está admirablemente orquestada, como ha dejado claro la magistral edición crítica de la partitura realizada por Alberto Zedda. Donizetti sabe cómo sacar adecuado partido a una orquesta de reducidas dimensiones recurriendo al color particular de los instrumentos en momentos específicos; sirvan como ejemplos las intervenciones de los cellos en ‘Prendi, per me sei libero‘ o la del fagot en la famosísima ‘Una furtiva lagrima‘.
Donizetti denominó L’elisir d’amore como ‘ópera cómica’, queriéndose alejar del género bufo habitual por entonces. Sin embargo, por su ubicación intermedia entre lo bufo y lo romántico, esta ópera se adecúa mejor a la categoría semiseria, de la que La Cenerentola de Rossini sería el mejor ejemplo. De hecho, la vinculación de Donizetti al modelo rossiniano es aún clara en esta primera etapa de su carrera: el recurso a los crescendi en los concertantes, el canto silábico y acelerado con versos esdrújulos de los personajes más cómicos (Dulcamara y Belcore), los acompañamientos rítmicos, la entrada de Belcore, tan similar en melodía y estructura a la entrada de Dandini en La Cenerentola, etc. Por encima de ello, sin embargo, aflora la personal genialidad musical de Donizetti, capaz de infundir savia nueva a un género archimanido a la altura de 1832.
Especialmente reseñable en esta ópera es la caracterización musical de los personajes. Para Nemorino, el joven simple y crédulo, pero sinceramente enamorado de Adina, Donizetti dispuso una partitura para tenor lírico no excesivamente complicada desde un punto de vista técnico, pues no le obliga a subir demasiado ni a complicarse en los clásicos ornamentos belcantistas.
Esto ha provocado que muchos tenores no específicamente líricos se hayan atrevido con el papel, cantantes que suelen darle al personaje un perfil excesivamente dramático, sin ofrecer la expresividad y delicadeza que una interpretación auténticamente belcantista requiere. Para Adina es necesario el concurso de una soprano lírica de coloratura, aunque su partitura apenas sí exige de adornos complicados más allá del dúo ‘Prendi, per me sei libero‘ del Acto II; la voz debe, por tanto, situarse en un no fácil punto intermedio entre las sopranos ligeras (de escaso cuerpo sonoro) y las spinto, demasiado rotundas. El canto debe evolucionar desde la frialdad desdeñosa del primer acto hasta la progresiva emoción del segundo.
La tradición cómica está representada por los personajes de Belcore y Dulcamara, que forman la clásica pareja bufa de barítono y bajo. Ambos deben dominar perfectamente el segmento agudo de sus registros mediante un legato sabiamente utilizado, además de desenvolverse a gusto en esas endiabladas escenas de rapidísimo canto silábico. Por supuesto que, por añadidura, han de aportar a su interpretación el punto cómico justo, sin caer en la fácil buhonería.