Por Encarnación López de Arenosa
Un día más, el fiel aficionado a los conciertos entrega su localidad y accede a su asiento en la sala sinfónica. Breves saludos a los amigos melómanos.
Hay un regusto al arrellanarse por fin en la butaca. Fuera, el tráfico, las prisas y el trabajo pendiente. Nada de eso llega aquí. Ahora, solamente escuchar y disfrutar de la música.
Abre con calma el programa de mano para empezar a imaginar, anticipadamente, lo que pronto será realidad sonora llenando el recinto y los oídos, poniendo en marcha las neuronas ad hoc en formas aún insuficientemente exploradas.
El amplio escenario lleno de sillas y atriles comienza a poblarse. Hombres y mujeres con atuendo esmerado salen por los laterales. No van solos, lleva cada uno un curioso objeto al que denominamos brevemente instrumento y matizamos, precisando, instrumento musical.
Nada de eso despierta ya nuestra curiosidad. Es todo un ritual aceptado que se repite en cada ocasión en que la orquesta es protagonista.
Sin embargo, si un día ese aficionado que espera el momento del inicio entrase con ojos nuevos y curiosidades intactas, se asombraría al ver las peculiares formas que adoptan los instrumentos musicales, su variedad de aspectos, de tamaños, de materiales de construcción, la diversidad de procedimientos requeridos para hacerlos sonar; su ubicación precisa y, dentro de ciertos límites estable, dentro del grupo orquestal, y la mente de nuestro melómano imaginario se poblaría de cómos, cuándos y porqués.
Desearía entonces acercarse para ver y palpar esas formas de apariencia caprichosa que son, sin embargo, el producto de siglos de refinamiento y de cultura. ¿Existe algo más leve, más bello y sofisticado que un violín?
Le gustaría apreciar sus voces individuales, sus registros de mayor eficacia, sus agudos y sus graves, su timbre único y característico. Entendería la razón de las ‘familias instrumentales’ percibiendo las identidades y diferencias de cada uno de los miembros de tal parentesco, desde los solemnes y opulentos, de voces graves y pastosas, hasta los miembros más livianos, casi incorpóreos de voces agudas y penetrantes.
Observaría las gráciles aberturas en la tapa de los instrumentos de cuerda, los puentes, los mástiles —en bella imagen marinera—, los arcos, las boquillas, lengüetas, embocaduras y cañas en los instrumentos de viento, las baquetas, las sordinas.
Nuestras sociedades, con su alto grado de evolución, hacen que aceptemos los diferentes recursos que encontramos en nuestro derredor como un producto acabado que está ahí y que cumple una finalidad determinada. No nos preguntamos más porque son demasiadas las cosas a preguntarse. Sabemos que un enchufe y un pequeño mando nos ponen en situación de oír, ver, lavar o secar, dependiendo del aparato de que se trate. Nos instalamos en los vehículos terrestres, marítimos o aéreos entendiendo como natural que aquello se desplace con la velocidad y la dirección que corresponde, por la ruta establecida.
Las cosas, los objetos están ahí y a nosotros nos toca beneficiarnos de sus prestaciones. Así de fácil.
Nos hemos olvidado, hemos prescindido de la gestación, el proceso, el estudio, la búsqueda, la experimentación, la paciencia, la ilusión, los hallazgos, todo ese mundo que ha hecho posible que nosotros, hoy, como ese aficionado del que hablábamos, nos encontremos con el excepcional potencial sonoro que es la orquesta moderna.
La orquesta que conocemos, ¿nació así?
No nació así. Todos sabemos, aunque con frecuencia lo olvidamos, que seguir a los instrumentos en su evolución, conocer sus ancestros, saber cuál es el momento en que dejando de sustituir o reproducir la voz humana toman carta de naturaleza en grupos instrumentales de varia constitución, es seguir paso a paso, también, la historia de la música.
Pensemos que el mero hecho de poder coexistir y ‘acordar’ ha requerido, no solo un perfeccionamiento del instrumento en sí mismo, sino, antes que eso y como ineludible premisa, encontrar unos sistemas de afinación que hicieran posible los agrupamientos, que permitieran las superposiciones sonoras que después llamaremos acordes.
El mero hecho de identificar un sonido en la gama infinita de los posibles, fijarlo en un número determinado de vibraciones por segundo, denominarlo, representarlo gráficamente y hacer después factible que cada instrumento pueda ‘cantarlo’, siempre el mismo, aunque con su voz y timbre peculiares, constituye, por sí misma, una larguísima e interesante peripecia.
La elección de las voces instrumentales
En el largo devenir histórico, el uso cualificado de los instrumentos se inicia esporádica y tímidamente en época no muy remota: eventualmente Dufay, como también Giovanni Gabrielli en su Sacrae Symphoniae (1597) indican los instrumentos que han de ser vehículos de su pensamiento musical.
Monteverdi, en su bellísima Favola d’Orfeo (1607) hace un primer uso colorista de los instrumentos, vinculando su timbre a personajes o situaciones, algo como un ‘figurativismo’ tímbrico dentro del madrigalismo o figurativismo melódico o rítmico propio de la época. Reconoce sagazmente con este procedimiento la excepcional capacidad de identificación y asociación, la singular personalidad que se deriva de la cualidad tímbrica de los instrumentos. Los pequeños violines son integrados en la naciente orquesta. No tardarán en hacerse fuertes dentro del grupo.
Es, sin embargo, todavía excepcional la elección de instrumentos precisos, más bien interesan registros y posibilidades técnicas. Frescobaldi escribe obras ‘para cualesquiera instrumentos’, mientras Giovanni Gabrielli busca combinaciones sonoras de doblamientos de voces armónicas que se acercan más a la concepción moderna de la orquestación.
El mundo del color instrumental va, tal vez, más vinculado al mundo de la escena cuando la música tiene que reforzar, sugerir, caracterizar la acción y los personajes. La historia de la orquesta no puede prescindir de nombres como Lully, Charpentier, Rameau, Glück, Haendel…, figuras de amplio espectro con una vertiente importante de su creación vinculado a lo escénico.
Pero, lo instrumental, per se, reclama su espacio. La vitalidad de los instrumentos que alcanzan cotas de evolución excepcionales hacen que las obras a ellos confiados se comiencen a gustar con satisfacción creciente e invita a los creadores a utilizar solas esas nuevas voces.
La forma musical
La sonata de chiesa y la de camera, la suite y el concerto, el concerto Grosso van consolidando su presencia. El que así sea no ha requerido solamente un enriquecimiento y evolución de los instrumentos como tales, sino también un notable salto cualitativo en lo que se refiere al propio lenguaje de la música. El texto, con su dimensión y su concreción, por una parte, y la frase musical cuadrada inherente a la danza por otra, han sido elementos sobre los cuales los compositores han apoyado las estructuras, lo que conocemos como forma musical. Su abandono ahora, supone un reto de enorme interés en el quehacer de los compositores. Es el precio de la independencia.
La unidad, el hilo que conduce la comprensión del oyente, ya no está originada por el significado y dimensión de un texto litúrgico o profano. Son ahora las voces de los nuevos protagonistas, los instrumentos, quienes han de llevar su mensaje abstracto y hacerlo inteligible.
Pero las lentas y laboriosas etapas que la música ha recorrido hasta entonces han dejado sus sedimentos: repetición, contraste, imitación, variación, que, además de procedimientos en sí mismos, serán los elementos que ordenados de diferente manera originarán diversas formas musicales. Serán las claves de entendimiento entre el creador y el oyente destinatario de la obra.
¡Apasionante tarea!
Y lo armónico… ¿qué?
Lo armónico tiende también a su consolidación. El mundo modal se va batiendo en retirada práctica —aunque no teórica todavía— y observamos ya comportamientos simultáneos cada vez más próximos al mundo de la armonía propiamente dicha. Observamos también las cadencias alcanzadas a través de la sensibilización de las notas vecinas, los apoyos en acordes mayores y, en consecuencia, la proliferación de alteraciones que buscan eficacias sonoras generando, por su repetición y progresiva funcionalidad expresiva, el acorde clasificado que oficialmente nos llegará de la mano del tratado de Rameau en 1722, fecha por cierto de especial significación musical ya que coincide con la publicación de El clave bien temperado de Johann Sebastian Bach.
La eficacia morfológica, de aclaración del discurso que percibimos en las diferentes cadencias, lideradas por la que supone la cima de las finales, la cadencia perfecta que produce el enlace de los dos polos tonales opuestos: dominante y tónica, va a ir dando posibilidades nuevas de ordenación del discurso musical, tareas en las que el compositor se aplica con bellísimos y conocidos resultados.
Son tantas las atenciones y tan nuevos los elementos a manejar que puede decirse que una vez conformado, grosso modo, el grupo orquestal ya muy bien apuntado en Rameau (1683-1764) —flautas, oboes, fagotes, contrapuestos al quinteto de cuerda, más clave en el bajo continuo; añadido de trompas, trompetas y timbales ‘cuando es necesario’, y hasta la novedosa presencia del clarinete, instrumento este que vemos aparecer con cierto retraso incluso en la sinfonía clásica— las novedades son más en el mundo de la armonía y de la forma, y nos admira la riqueza modulatoria que el sistema armónico propicia y convierte en pieza vital del lenguaje.
Otra vez, los instrumentos. Su importancia en el grupo orquestal
Con toda la imprecisión que la generalidad comporta, podría decirse que una vez consolidada la orquesta vemos cómo el grupo de cuerda toma el liderazgo y alterna en ocasiones en diálogo con el grupo de viento, principalmente la madera. La trompa acaricia y empasta, el resto del metal truena o ilumina. Con el correr de los tiempos y desde el período llamado clásico bien consolidado, observamos cómo cada vez es mayor el equilibrio entre los grupos instrumentales de cuerda y viento y se va produciendo un diálogo de igual a igual.
A la altura de 1830, Berlioz nos da un fuerte aldabonazo con la orquestación de la Sinfonía Fantástica. Él, como Rimski-Kórsakov, cincuenta años más tarde son autores de sendos tratados de instrumentación y orquestación, lo que habla por sí solo del interés que para ellos tenía el universo de la sonoridad y, aunque atendiendo a concepciones musicales muy distantes, ambos nos dejan muchas claves para el estudio.
El siglo XIX aporta, asimismo, en cuanto al desarrollo de los instrumentos, la aplicación de llaves a los de viento madera y las válvulas a trompas y trompetas, ampliando sus posibilidades y facilitando su ejecución.
Dos poderosas escuelas o corrientes en este terreno de la orquestación van a coexistir: Richard Wagner y sus seguidores, en general el mundo germánico, potencia las formaciones orquestales de enormes dimensiones en las que el metal afianza su posición. Citar la mahleriana Sinfonía de los Mil bastará para mostrar las preferencias por las grandes masas orquestales.
Francia, por otro lado prefiere el uso de la paleta traslúcida donde el color deja de ser un ‘además de’ para devenir parte inherente. Si los ejemplos aquí pueden ser muchos no me resisto a caer en los nombres tópicos, por inevitables, de Debussy y Ravel. El modalismo, la novedad de las superposiciones armónicas, la simultaneidad más sensual que funcional, no podría llegarnos con la misma intensidad si el vehículo instrumental no estuviese escogido con esa exquisita delectación. Si en la masa orquestal wagneriana se observan dobladuras o asignación de iguales cometidos a instrumentos de diferentes familias, lo que enmascara la tímbrica, la escuela francesa de la época a la que ya es inevitable llamar impresionista, no utiliza tales doblamientos y cada timbre nos llega nítido e individualizado.
Lo descriptivo. El poema sinfónico
El compositor nunca renuncia del todo a la descripción incluso en el mundo del concierto o la sinfonía, y el universo de los pájaros, los truenos, el viento o los relámpagos hacen recorridos desde la ingenuidad al asombro. El poema sinfónico cuya paternidad se atribuye a Liszt ofrece, además de un mundo sinfónico paralelo al de la sinfonía o formas más estructuradas, una ilimitada ocasión de describir y relatar con o sin un texto subyacente. De él harán un amplio uso los compositores nacionalistas.
Otro Ricardo, esta vez Strauss encarna la versión germana, inmensa, densa y envolvente dentro de los compositores de poemas sinfónicos. Baste comparar, por ejemplo Also sprach Zarathustra con el Prélude à l’Après midi d’un faune, separados por dos años 1896, 1894, respectivamente, para apreciar las diferencias entre estos dos egregios representantes a la hora de imaginar sus descripciones sonoras.
¿Y ahora, qué?
La historia no es estática. ¿A dónde pueden conducir caminos tan roturados? Solamente a la ruptura. La tendencia, especialmente cuando se produce también la ruptura del mundo tonal, va hacia las formaciones orquestales pequeñas, escuetas, y de diversa constitución en cuanto a los timbres y combinaciones instrumentales.
En ese sentido es inmensamente rico y rompedor el comienzo del siglo XX. Algunos ejemplos nos darán idea clara de la varia situación: la ya aludida Sinfonía de los Mil de Mahler se estrena en 1910; el Pierrot Lunaire de Schoenberg se escribe en 1912; La consagración de la primavera de Stravinski ve la luz en 1913 con una masa sonora tantas veces disonante que dinamita aficiones adormiladas. El mismo autor concibe en 1918 La historia del soldado en la que siete instrumentos usados en registros extremos representan la antítesis de la cantidad sonora.
Sin movernos de casa, nuestro más universal representante —don Manuel de Falla— va desde el colorismo y la brillantez de El amor brujo, de las Noches en los Jardines de España, de El sombrero de tres picos al ascetismo conmovedor del Concierto de clavicémbalo.
La Escuela de Viena está dejando sus improntas. Allí vemos acuñado un término nuevo y que nos ilustra mucho respecto al tema que nos ocupa. Schoenberg habla de la ‘melodía de timbres’. El timbre ocupa ya posiciones estructurales.
La percusión. Lo más antiguo y lo más nuevo
En el principio fue la percusión. No podemos dudar que las percusiones encarnan los primeros embriones del instrumento musical, su forma más antigua y rudimentaria. Es la hermana mayor de los instrumentos. Su presencia en la orquesta no va tan lejos. Otra vez Monteverdi, en su Orfeo, parece haber integrado por primera vez los timbales. Se instala, pues, desde el siglo XVII, y junto a los platillos, esperan, pacientemente la ampliación de la familia, por mejor decir, las familias.
Si hasta el Romanticismo incluido, la presencia de la percusión ha sido minoritaria aunque contundente, la música descriptiva ha ido incorporando instrumentos, colores, ruidos y sonidos; algunos ya nos resultan muy familiares en su timbre y apariencia, otros como el èoliphon o productor de viento, o el rallador de queso que utiliza Ravel en El niño y los sortilegios«, las Ondas Martenot, y una larga lista de instrumentos, incluso de procedencia popular, siguen teniendo algo de curioso e insólito cuando se nos presentan sobre un escenario.
La importancia de este grupo instrumental es fácilmente sugerida por algunos títulos de obras en las que alcanza el total protagonismo: Música para cuerda, percusión y celesta de Bartók, Les Noces de Stravinski, Ionisation de Edgar Varèse.