Por Martín Llade
El pasado 28 de agosto se cumplió medio siglo de la desaparición de Bohuslav Martinu, considerado por muchos el último gran compositor checo y sucesor de Smetana, Dvorák y Janácek (si bien los puntos con la obra de este son menos convergentes). Menos conocido, sin embargo, que estos, Martinu elaboró un impresionante catálogo de 400 composiciones, que todavía atesora muchas obras maestras desconocidas para el público.
Su formación fue curiosa, puesto que comenzó tocando el violín a los 10 años, gracias a las lecciones de un aficionado. Aunque ingresó después en el Conservatorio de Praga, sería expulsado por falta de aplicación y tuvo que buscarse la vida en la Escuela de Órgano de Praga para poder subsistir. Por entonces consiguió que le diese clases Josef Suk, el yerno de Dvorák, aunque ciertamente su aprendizaje transcurrió en buena parte de forma autodidacta. A pesar de ello, la impronta dvorakiana se deja sentir con fuerza en su producción en la década de los 10 a través de diversos poemas sinfónicos en los que también se revela un apasionado seguidor del impresionismo francés.
Martinu compaginó la escritura de estas obras con el puesto de violinista en la Orquesta Filarmónica Checa, pero su deseo de compositor pudo más y en 1923 logró obtener una beca para estudiar durante tres meses en París con Albert Roussel. Este trimestre de estancia en la ciudad de la luz se acabaría prolongando nada menos que 17 años, hasta la invasión de Francia por parte de los nazis.
En la capital gala Martinu comenzó a dar rienda suelta a su fecunda imaginación creativa con un estilo que, por influencia de Roussel, evolucionó de su pasión por el impresionismo hasta aglutinar influencias del jazz, por entonces en boga, del neoclasicismo del Grupo de los Seis y también de los juegos tímbricos y las sonoridades de Bartók. Aunque puede decirse que Stravinski fue una de sus mayores referencias, algo que se podrá apreciar hasta sus últimas obras (y que se observa en algunas de sus sinfonías).
Adscrito al neoclasicismo, al igual que Prokófiev, Shostakóvich o el propio Stravinski, Martinu cultivó todos los géneros. Curiosamente, se introdujo en el terreno sinfónico de forma tardía, a los 51 años, algo que no debe chocar demasiado si tenemos en cuenta que Brahms llegaría a finalizar su primera sinfonía todavía más tarde.
El ciclo sinfónico de Martinu está lleno de luces y sombras, acorde a la etapa de su vida en que fue compuesto. La invasión de Checoslovaquia por parte de los nazis en 1939 conllevó la prohibición de su música en el Protectorado de Bohemia y Moravia. Con el estallido de la guerra, tras la invasión de Polonia, Martinu quiso alistarse en el ejército francés pero fue rechazado por su edad. Su contribución a la causa fue entonces su Misa de campo, dedicada a la banda musical del Ejército Libre Checoslovaco. Ante el avance de los tanques alemanes sobre París, Martinu y su mujer buscaron refugio en Aix-en-Provence. Allí compondría una sinfonietta para piano y pequeña orquesta. En 1941, tras la ominosa derrota de Francia, el músico decidió viajar de Marsella a Lisboa, donde embarcó hacia Estados Unidos, destino común de cientos de artistas exiliados durante la guerra.
Al igual que muchos de ellos, Martinu no encontró en aquel Estados Unidos a punto de entrar en guerra ninguna tierra prometida. Su dominio del inglés era deficiente, el hecho de que su música hubiese sido prohibida en Europa había cortado de raíz los ingresos de sus derechos de autor y apenas era conocido en América. Todo esto, sumado a las terribles noticias que le llegaban de su patria, lo sumió en un estado de depresión. Por fortuna, acudiría en su ayuda el gran director Serguéi Kusevitski, muy sensibilizado con los artistas exiliados, y que acababa de realizar un encargo a Bela Bartók, que se encontraba también en Estados Unidos, al borde de la indigencia. En tales peculiares circunstancias se inauguraría un ciclo sinfónico en el que Martinu plasmaría las sensaciones de su periodo más oscuro.
Sinfonía núm. 1
El compositor checo apenas llevaba un año en Estados Unidos, cuando en 1942 recibió la propuesta de Kusevitski, titular de la Sinfónica de Boston. Con motivo del fallecimiento de su esposa, Natalie, quería honrarla encargando una serie de obras a los músicos más relevantes del momento. A raíz de esta petición, Bartók escribiría su Concierto para orquesta y Stravinski su Oda. Martinu se retiró en mayo a Jamaica, en busca de tranquilidad (la entrada en guerra de Estados Unidos también le impedía concentrarse en su trabajo), y allí emprendió la composición de la obra, que le llevaría quince semanas.
Se ha subrayado cierto carácter romántico en esta partitura, aunque eso pueda responder más a la división tradicional de la obra en cuatro movimientos y a su extensión (es la más larga de las sinfonías que escribiría Martinu). Dominada por sonoridades acuáticas (especialmente por el empleo que realiza del arpa), sobre todo en su movimiento inicial, la sinfonía deriva hacia un colorido tonal teñido de dramatismo, sin duda debido al gran conflicto bélico que está sacudiendo a varios continentes en ese momento y que Martinu, a quien ha obligado al exilio, no puede, por mucho que lo intente, apartar de su mente. El artista aplica aquí y en el resto de las sinfonías, a partir de la Tercera el principio de tonalidad evolutiva (es decir que la obra empieza en una tonalidad y termina con otra, acorde a la propia evolución psicológica de la partitura). La partitura comienza con un Moderato en 6/8 que parte nada menos que del Dies Irae, para derivar en un coral popular checo que invoca la protección de San Wenceslao (coral que será utilizado nuevamente en la Sinfonía núm. 6). Tras este movimiento en el que el compositor apela a sus orígenes, el amplio Scherzo que constituye el segundo movimiento, parece introducir el caos de la mecanizada sociedad de consumo estadounidense que Martinu había encontrado a su llegada del nuevo mundo. Son dos los temas presentados en el Scherzo, uno introducido con contundencia por el piano y otro, por el oboe. El trío constituye un momento de tregua, y en él no participa la cuerda.
En el tercer movimiento, de carácter fúnebre, la cuerda ejecuta una suerte de extenso himno puede ser una dolorosa elegía por la aniquilación absoluta del pueblo checoslovaco de Lidice en represalia por la muerte del sanguinario Reinhard Heydrich, Protector de Bohemia y Moravia, asesinado por patriotas checoslovacos. Solo en el movimiento final, Allegro non troppo, se atisba cierta esperanza, que de alguna manera prefigura lo que será el espíritu de la Sinfonía núm. 4. La magistral orquestación de esta sinfonía provocó que el director Ernest Ansermet exclamase: ‘Martinu puede llegar a ser el gran sinfonista de esta generación’.
Sinfonía núm. 2
Esta obra no sóoo es opuesta en muchos sentidos a la sinfonía precedente, sino al resto del ciclo. Aquí se mantiene la unidad tonal (si bien comienza en re menor y finaliza en mayor) y es su obra de carácter más abiertamente checo. Esto no debe extrañar si se tiene en cuenta que fue encargada por la comunidad checa residente en Cleveland (formada sobre todo por refugiados como él) para celebrar el 25 aniversario de la independencia checoslovaca, el 28 de octubre de 1943. Martinu se puso manos a la obra y la compuso entre mayo y julio de ese año en Darien (Connecticut). Sería estrenada por la Orquesta de Cleveland, a las órdenes de Erich Leinsdorf, junto a Memorial a Lidice, precisamente en recuerdo del pueblo antes mencionado, literalmente borrado del mapa por los nazis.
La obra entera está dominada por un carácter pastoral, de una grata evanescencia, que recuerda al Dvorák de la Serenata para cuerdas y la Sinfonía núm. 8, y es la más checa del ciclo, además de la más breve. A pesar de que comienza con un sosegado Allegro moderato aparentemente articulado en forma de sonata, Martinu prescinde tanto del tema B como de un desarrollo del A. Tampoco en el Scherzo, tercer movimiento, encontramos el habitual trío central, pero sí una curiosa conclusión en la que las trompetas citan textualmente el Aux armes, citoyens! de La Marsellesa, lo que debe interpretarse como un grito de lucha no sólo de la Francia ocupada, sino de Europa entera. El Allegro final, un rondó de ritmos sincopados, parece aludir a la música americana, permitiendo el lucimiento de los metales.
Sinfonía núm. 3
A diferencia de las dos anteriores, la Tercera no fue fruto de un encargo. Un Martinu que atravesaba por un periodo de depresión quiso homenajear a la Sinfónica de Boston, que cumplía por entonces 20 años, y a su director Kusevitski. Estructurada en tres movimientos, parece buscar paralelismos con la Heroica de Beethoven, aunque partiendo de la imagen de los Aliados desembarcando en Normandía. Sin embargo, contiene también homenajes a la polifonía instrumental de los concerti grossi de Corelli.
La obra, de una orquestación descarnada en la que se deja sentir el peso de los metales, experimenta una curiosa evolución, de un comienzo siniestro, en mi bemol menor, hacia la luminosidad que domina la obra desde el comienzo de su segunda mitad. Esto se debe a que durante la escritura de la misma tuvo lugar el Día D.
El primer movimiento es generado a partir de un motivo de tres notas, si bien posteriormente aparecerá un segundo tema enunciado por un solo de fagot, y repetido luego por el oboe, con acompañamiento sincopado. Pese al carácter lírico de este segundo tema, este movimiento destila una intensa virulencia, apostillada después en el Allegro vivo de la coda.
El segundo movimiento, largo, es donde tiene lugar la citada referencia a la escritura polifónica de Corelli en la cuerda. El episodio central, de carácter turbulento, desemboca en un pasaje en el que un solo de flauta, acompañada tenuemente por el piano y los contrabajos divididos, arroja cierta luminosidad a las tinieblas en las que se ha desenvuelto hasta entonces la obra.
El tercer movimiento se divide en dos partes remarcadamente diferenciadas: el Allegro, de gran energía rítmica, y el andante, en el que el solo de fagot del primer movimiento es el punto de partida de un coral para cuarteto de cuerda y una sección final de gran optimismo y vitalidad, en la que Martinu intuye la salida de esa dolorosa etapa de la Historia que le ha tocado vivir y que impregna las dos sinfonías anteriores.
Sinfonía núm. 4
La Cuarta fue compuesta en la ‘primavera de la paz’, entre abril y junio de 1945, y destaca por un lirismo idílico típicamente bohemio, recobrando la tradición sinfónica de Smetana y Dvorák. La obra vio la luz en noviembre de ese mismo año en Filadelfia, con la orquesta de dicha ciudad, a las órdenes de Eugene Ormandy.
El compositor comenzó a escribirla en Nueva York, animado por las noticias que le iban llegando de la liberación de Checoslovaquia. Para cuando pudo ponerle punto final, disfrutaba de una agradable estancia en Cape Cod (Massachusetts), recién acabada la guerra. La partitura es una celebración de la misma por el fin de ésta desde los compases del Poco moderato inicial, articulado a partir de un motivo de tres notas. Tras este movimiento, ciertamente breve (debido a que carece de desarrollo), tiene lugar un vertiginoso Scherzo, en cuyo trío central Martinu alude a la música de su patria a través de un delicioso diálogo entre el piano y el viento-madera.
El tercer movimiento, Largo, en forma ternaria, contiene interesantes solos a cargo del violín y el violonchelo, mientras que el Poco allegro final presenta elementos de bitonalidad y evoluciona de do menor a do mayor, concluyendo de forma exultante.
Sinfonía núm. 5
Tan solo un año después, en 1946, Martinu acometería su siguiente sinfonía, la núm. 5, donde, ya liberado al fin del condicionante bélico, experimenta con la forma, acercándose más en espíritu a la forma concertante que a la puramente sinfónica, y volviendo a los tres movimientos.
La sinfonía fue dedicada a la Orquesta Filarmónica Checa y sería estrenada, a las órdenes de Rafael Kubelik el 28 de mayo de 1947, pero Martinu no llegó a estar presente. Se ha considerado a esta la más extraña de las sinfonías del ciclo, sobre todo por la desasosegante y ambigua combinación de secciones lentas y rápidas que tienen lugar en los movimientos externos. Así, en el primero, que, cosa inhabitual en el autor checo, comienza en Adagio, encontramos cinco secciones que alternan Adagio y Allegro.
El Larghetto, de texturas stravinskianas, nos presenta un Rondó en ostinato, sobre el que se desarrolla un solo de flauta acompañado por las cuerdas, que da paso a un breve pasaje de las trompetas, hasta que un solo de violín retoma el tema de la flauta. El ostinato conduce a este movimiento a una serena conclusión.
La conclusión de la sinfonía, Lento-allegro, es también una concatenación de secciones lentas y rápidas. Las cuerdas presentan un motivo de tres notas sobre el que se construirá todo el movimiento, que concluirá con la nota re al unísono. Se ha comparado la parte del Allegro, sobre todo en sus aspectos rítmicos, al movimiento inicial de la Sinfonía núm. 7 de Beethoven.
Después de esta obra, Martinu sufrió una caída desde un segundo piso, que le privó temporalmente del oído y le produjo pérdidas de memoria. La depresión que conllevó este accidente impediría su regreso a Checoslovaquia, donde le aguardaba el puesto de profesor del recién fundado Conservatorio de Praga. Jamás regresaría a su patria, una Checoslovaquia en la que la dictadura comunista había sucedido a la del III Reich.
Sinfonía núm. 6 ‘Fantasías sinfónicas’
La última de las sinfonías es la más conocida del ciclo y la única que posee un sobrenombre. Martinu comenzó a componerla en Nueva York 1951, después de un paréntesis de cuatro años respecto a la anterior, pero no llegaría a finalizarla hasta dos años después, en abril de 1953. Los meses posteriores sería revisada en París. Fue dedicada al director Charles Munch, con motivo del 75 aniversario de la Orquesta Sinfónica de Boston, y sería éste quien la estrenase en dicha ciudad el 7 de enero de 1955. Cinco días más tarde fue ofrecida en Nueva York, donde le procuraría al compositor el premio del Círculo de Críticos neoyorquino a la mejor obra orquestal del año.
El músico barajó varios subtítulos para la obra, ya que consideraba imprescindible recalcar de antemano la naturaleza específica de la misma, estableciendo una diferencia con respecto a sus anteriores sinfonías. Parece ser que un título que pasó por su mente fue el de Nueva Sinfonía fantástica, aunque lo desechó de inmediato, por considerar que la comparación con Berlioz hubiese condicionado la recepción de público y crítica (incluso hasta al igual que el francés, escribió un programa descriptivo de la obra, que no llegaría nunca a divulgar). Finalmente, se decantó por el título de Fantasías sinfónicas.
La obra, que es la más refinada orquestalmente de todo el ciclo, se estructura en una serie de variaciones en tres movimientos y los cambios de tempo presentes en la sinfonía anterior vuelven a manifestarse aquí de forma obsesiva. Una característica peculiar es una suerte de zumbido de fondo que subyace durante buena parte de la sinfonía, algo que algunos no han dudado en atribuir a la pérdida temporal de oído sufrida por el músico tras su accidente. Por coincidencias de la vida, Bedrich Smetana también dejaría constancia de su propia sordera en el desasosegante silbido de los instrumentos de cuerda que introdujo en su Cuarteto núm. 1.
El Lento-allegro (el primero en 3/4 y el segundo en 4/4) inicial se abre con un enigmático motivo de las trompetas en sordina sobre el murmullo de violas y violines, a los que se suman las flautas y luego el fagot. Pero será el violonchelo el que enuncie el motivo fa-sol bemol-mi-fa, que es el que vertebra toda la sinfonía.
Un trémolo de los violines y los violonchelos, con clústers en las flautas, da lugar al segundo movimiento, un Scherzo ‘poco Allegro’ en 6/8, en el que encontramos citas de la Misa de Campo del propio Martinu, lo que confirma el carácter autobiográfico de la partitura, nunca desvelado en sus íntimos detalles. Melancolía y violencia se entrelazan sin transición alguna en este movimiento, de escritura rítmica de gran virtuosismo, apoyada en un espectacular empleo de la percusión. Un buen ejemplo de la intensa transformación de los motivos que rigen esta sinfonía es la sorprendente metamorfosis del motivo que las trompetas introducían en el primer movimiento, convertido aquí en una cita a una de culto del repertorio checo, el comienzo del Réquiem de Antonin Dvorák.
El movimiento conclusivo, Lento, en 4/4, es una nueva evocación de la tradición musical checa de Smetana y Dvorák, especialmente en su episodio central, que comienza con un solo de clarinete. Esto da paso a un desbordante Allegro, tras el cual tiene lugar una suerte de postludio nuevamente tranquilo (como el preludio con el que se abre el movimiento) que no es sino una alusión al coral de carácter bohemio de la Sinfonía núm. 1. No podía el autor checo haber escogido un motivo mejor para concluir su producción sinfónica, confiriéndole así una coherencia cíclica absoluta.