En 1948 el gran maestro Richard Strauss, en la cima de una experimentada vida, compuso sus Vier letzte Lieder (Cuatro últimas canciones), el último de los grandes capítulos de la lírica posromántica germánica. Setenta y cinco años después de su composición, dedicamos estas líneas a unas de las más bellas partituras de Strauss y de la música universal.
Por Carlos García Reche
Lo último de una vida
‘Yo soy Richard Strauss, compositor de El caballero de la rosa y Salomé‘, fueron las legendarias palabras que Richard Strauss pronunció en 1945 a los soldados americanos que, adentrados en una Alemania descompuesta por la guerra, toparon con la rústica residencia de una de las figuras más significativas de la música. Con esta distinguida presentación, los soldados aliados, que reconocieron al compositor gracias al oficial Tomas Weiss, que era músico, fueron invitados a la tranquila y alpina villa de Garmisch, la casa de Strauss. John de Lancie, uno de los reclutas destinados a la zona, resultó ser oboísta, y esa circunstancia lo llevó a ser protagonista de la dedicatoria de Strauss de su Concierto paraoboe opus 144 (1945), compuesto ese mismo año. La anécdota es recogida en nuestro número 284, dedicado a esta partitura, considerada ‘el mejor concierto para oboe del siglo XX’.
Este es el punto de partida de un Richard Strauss abatido por una durísima guerra, conmovido por ‘la destrucción de 2000 años de historia de cultura germana’, tras quedar en ruinas muchas de las mejores salas de concierto de Alemania y Austria. Sus últimos trabajos, y especialmente el ciclo Vier letzte Lieder (Cuatro últimas canciones), están impregnados de un aire reflexivo y esperanzador. Tal vez fueron para él un último intento de reconciliación entre el mundo, el alma y la naturaleza humanas. Desciframos sus claves en el presente artículo.
Las óperas y el Reich
Como superviviente ‘del bando’ derrotado, estos hechos marcaron profundamente al maestro bávaro, que para la década de 1940 ya gozaba de un nombre predestinado a la eternidad, habiendo cosechado muchos éxitos como director y compositor. Naturalmente, el estallido de la Segunda Guerra Mundial interfirió en su carrera musical, que, aun razonablemente a flote, tuvo que amoldarse a una realidad social atrapada en la duda y en la contradicción. Sus últimas óperas, El amor de Dánae (1940) y Capriccio (1942), tuvieron que lidiar con las restricciones y políticas del Tercer Reich, que condicionaron ensayos y conciertos, como ocurrió, por ejemplo, en el intento de asesinato de Hitler en 1944 —operación Valquiria—, tras el cual los teatros de Alemania quedaron clausurados.
Strauss compuso bastantes lieder, aunque pocas obras de orquesta y cámara durante los años de guerra, destacando su Concierto para trompa núm. 2 y, de manera especial, Metamorphosen (1945), obra maestra que sintetiza el dolor de este infeliz periodo en una monumental partitura reflexiva y trágica.
La admiración de Hitler por Strauss probablemente comenzara cuando este acudió a una función de Salomé(1905) en 1907, ópera exitosa y polémica, que ponía rumbo al titánico reto de suceder en el trono a Richard Wagner. El binomio Hugo von Hofmannsthal y Richard Strauss navegó hacia esa premonición gracias a éxitos como Elektra (1909), El caballero de la rosa(1911), Ariadne en Naxos (1912) o Arabella (1933).
Su acercamiento al partido nazi fue, en el mejor de los casos, forzoso, y, en el peor, una fuente de frustración para los altos mandatarios. En 1933 el maestro fue nombrado presidente de la Cámara de Música del III Reich. Nunca se manifestó en contra del partido de manera pública, pero el cargo le llevó a tensiones debido a la intransigencia de los nazis, que trataron de ocultar y prohibir la música de Mahler, Mendelssohn, Schoenberg, Meyerbeer y otros compositores judíos. La relación se volvió aún más tensa por su amistad con el libretista judío Stefan Zweig, con quien produjo La mujer silenciosa (1935), y la nuera del compositor, también de origen judío. El desacuerdo con el sesgo racial provocó su cese como presidente de la cámara poco tiempo después.
La inspiración española y el poema sinfónico
Una faceta frecuentemente olvidada es la fijación del compositor con la literatura española. Strauss estuvo muy vinculado a España y a su cultura, y encontró en esta una de sus principales fuentes de inspiración. Don Juan (1888) y Don Quijote (1897) son dos de sus ejemplos más conocidos, aunque como apunta Andrés Ruiz Tarazona en España en los grandes músicos, su admiración por grandes maestros como Lope de Vega o Calderón de la Barca fue bastante notable. Además del Sitio de Breda —Friedenstag— de 1938(Día de paz), al compositor le interesaron otras obras de Calderón de la Barca como la Hija del aire, e incluso se barajó la posibilidad de llevar la Celestina a la ópera.
En sus tres visitas a España, se mostró bastante aficionado a los toros, y en las cartas a su padre cuenta cómo le impresionaron las ovaciones en el Liceo de Barcelona tras dirigir Una vida de Héroe o Till Eulenspiegel. Para la historia queda su mítica dirección al frente de la Banda Municipal de Barcelona en 1925, en una Plaza Sant Jaume abarrotada. En Madrid su acogida tampoco fue para menos. Ya en 1898 Strauss había dirigido Don Quijote y Muerte y transfiguración en el Teatro Príncipe Alfonso y con algo de revuelo presentó su Salomé en la bulliciosa Madrid de 1910.
Trascendencia y testigo de cambios
El hecho de gozar de una buena salud le llevó a ser un compositor relativamente longevo. Desde1864, su vida abarcó el final del Romanticismo, la Belle Époque, el auge de los nacionalismos, y dos guerras mundiales. Resulta casi paradójico pensar que Strauss conociera en vida al mismísimo Wagner —en el estreno de Parsifal (1882)— y que ‘casi’ llegara a escuchar, por ejemplo, las primeras grabaciones de Elvis Presley en 1953, publicadas cuatro años después de la muerte del compositor. Ese insondable contraste cultural da cuenta de la vertiginosa velocidad con la que cambió el mundo en poco más de setenta años.
Es frecuente asociar al compositor con el término posromanticismo como sinónimo de conservador. Sin embargo, en muchos sentidos, Strauss fue un vanguardista e incorporó muchas innovaciones al mundo operístico, tanto desde el punto de vista dramático y formal, con Salomé, como desde el punto de vista musical, con el uso de la politonalidad —acorde Elektra—, su desarrollo expresionista, y el uso de una exhaustiva orquestación que influenció a innumerables compositores del nuevo siglo.
El lied de Strauss
Con más de doscientos lieder, muchos de ellos han pervivido hasta ser repertorio habitual. Sus trabajos más importantes llegarían a partir de su opus 10, de 1885. Le siguieron los consecutivos opus 15, 16 y 17 que compuso los siguientes años. Después, llegaría su ciclo más importante hasta el momento, su opus 27, en el que figuran Ruhe, meine Seele —se ha sugerido incluirla en las Cuatro últimas canciones—, la bellísima Cäcilie y la ensoñadora Morgen!, dedicadas a su esposa, la soprano Pauline de Ahna.
Alternó sus lieder con hits sinfónicos, como Así habló Zaratustra, y óperas, mostrando un gran contraste de lenguajes. Quince de sus lieder fueron inicialmente concebidos para orquesta, como Vier Gesänge opus33 (1896) o Nächtlicher Gang opus 44 (1899). A partir de 1918 Strauss dedicará más tiempo a la lírica para piano y orquesta.
Las Cuatro últimas canciones
Strauss recurrió a más de sesenta poetas para sus canciones, desde Shakespeare a Goethe. Sin embargo, descubrió en Suiza un poema de Joseph von Eichendorff (1788-1857), Im Abendrot (En la puesta de sol), que le inspiró enormemente y cuya partitura terminó en mayo de 1948. Meses después llegó a sus manos una colección de poemas de su amigo Hermann Hesse (1877-1962), Nobel de literatura en 1946, y decidió poner música a tres de ellos: Frühling (Primavera), September y Beim Schlafengehen (Al irse a dormir). Los cuatro poemas hablan sobre la aceptación de la muerte y del destino, evocando calma y plenitud a menudo con metáforas estacionales.
Los Vier letzte Lieder, sobre los que no hay evidencia de que Strauss concibiera como ciclo —probablemente solo los tres de Hesse—, constituyen algunas de las más famosas obras del compositor, que fallecería en septiembre de 1949 a los 85 años, y no vivió para su estreno en mayo de 1950. Fue el editor Ernst Roth, meses después de fallecer Strauss, quien decidió agruparlas en una edición —desconociendo el último lied llamado Malven— y sugirió el orden con el que son interpretadas hoy en día. Strauss pensó en la soprano Kirsten Flagstad para interpretarlas, que fue finalmente quien estrenó el ciclo en Londres, con la Philharmonia Orchestra y Wilhelm Furwängler a la batuta.
Encontramos en estos cuatro lieder un retorno al lenguaje posromántico, perfeccionado con una técnica orquestal sabia, con frecuentes cambios de tonalidad y giros expresivos que dan cabida a una música en simbiosis con el texto. Estos poemas, sin partes repetidas, favorecen la adecuación de un discurso musical cambiante pero coherente, que siempre alude a materiales comunes y que se adecúa al texto palabra a palabra.
Frühling es la primera y más breve del ciclo. Un tenebroso y ondulante inicio en modo menor —que evoca a las ‘oscuras cuevas’ del texto— da paso a un brillante despliegue de fuerza natural, en el que la soprano esboza la brisa y al canto de los pájaros a través de largos y flotantes melismas. Un incesante cromatismo da como resultado una actividad armónica muy rica y exuberante, repleta de acordes sorprendentes. Strauss se despide del sueño primaveral con una bella cadencia plagal.
September evoca el fin del esplendor de un jardín de verano que se resiste a sucumbir. La textura en las cuerdas evoca una tímida lluvia fría que se mantiene constante con arpegios, mientras el resto de los instrumentos animan a la voz a través de pequeños juegos. Esas ‘Golden tropft‘ (gotas doradas) son aludidas por las flautas. Encontramos en la palabra ‘Sommer‘ (verano) un pequeño motivo asociado, que también aparece en la palabra ‘sterbenden‘ (moribundo), vinculando Strauss ambos conceptos de una manera musical. Nótese cómo, sutilmente, el tempo se ralentiza hasta que el jardín cierra poco a poco los ojos. Aparece en el ocaso de la pieza un homenaje a Franz Strauss, padre del compositor y reputado trompista, con una nostálgica melodía de despedida.
En Beim Schlafengehen encontramos un inicio grave, lento, y afligido, al que la voz se suma para consolar y dar esperanza ante el destino. Se trata de, seguramente, el lied más melancólico de los cuatro, y consta de muchas sorpresas. Por ejemplo, apréciese cómo Strauss destaca el término ‘gestirnte Nacht‘ (noche estrellada) con un brillante y descriptivo acorde, o cómo emula la ‘caída en sueño’ con una melodía descendente hasta reposar. Otro idiomático ejemplo instrumental resulta el solo de violín que evoca una canción de cuna, y que poco después la soprano imitará, entre dos prominentes ‘respiraciones’ orquestales —dos crescendi— para finalmente adormecerse en la noche.
Im Abendrot, la más larga de las cuatro, comienza con una extensa y sencilla introducción en la que destacan una melodía y una segunda voz, que la complementa, quizá, haciendo referencia al ‘caminar mano a mano’ del texto de Eichendorff. También es la más solemne, por lo que no encontramos tanto virtuosismo vocal, sino una melodía más silábica, y con saltos interválicos menores. También encontramos detalles orquestales, como el trino de las flautas, en representación de las alondras del texto, aunque, por encima de todo, destaca un apacible y contemplativo final que secunda el último verso: ‘¿Será esta, entonces, la muerte?’.
Y así, tras firmar su última gran obra de arte, solo podemos especular si, finalmente, el gran Strauss halló respuesta a esa misteriosa, eterna y humana pregunta, que sabiamente dejó sin responder.
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