Por José Luis García del Busto
Suite es una forma musical. ¿Una? No, en realidad no. Para el músico, para el melómano ilustrado, decir suite, a secas, es decir poco, pero enseguida se clarifican las cosas si, aunque no se diga cuál, se dice al menos de qué, de cuándo, de dónde o de quién es esa suite. Porque, en efecto, suite ha significado cosas varias según la especialidad instrumental, las épocas, la procedencia geográfica… Y no solo llamamos suite a cosas distintas, sino que, para acabar de complicarlo, hay otros términos musicales, en distintos idiomas, que suponen maneras distintas de designar la misma forma musical: así, las lessons, ordres, sonatas da camera, partitas, oberturas, etc., son —siempre o en ocasiones, según los casos— suites. ¿Habrá manera de resumir, pues, qué significado formal, estilístico, estético tiene el término a lo largo de la moderna historia de la música? Aquí se trata, por supuesto, de intentarlo.
Suite designa esencialmente una forma de música instrumental, constituida mediante simple sucesión de piezas. El vocablo, universalmente aceptado, es de origen francés y significa precisamente sucesión, secuencia (es una pena que no hiciera fortuna el término castellano seguida —como sustantivo, no como adjetivo—, que hubiera traducido a la perfección el significado de suite, mientras que sí se impuso, en la música popular, su diminutivo seguidilla).
La suite empieza a ser cuando está muy avanzado el período renacentista, es decir, cuando la música instrumental empieza a pedir paso, independizándose de la música vocal, a la que venía sirviendo compañía, y reclamando para sí vida propia. Tiene su edad de oro durante todo el período barroco, es decir, desde que alborea el siglo XVII y hasta la muerte de Bach (1750). La música instrumental, antes, había empezado a manifestarse en manos de vihuelistas, laudistas y teclistas, a través de páginas breves que, muy a menudo, eran piezas de danza. Poco a poco, en pos de música de mayor cuerpo formal, se van presentando grupos de dos danzas encadenadas, buscando siempre el contraste (una lenta, otra rápida; una en compás binario, otra en compás ternario…). A veces se practica la inclusión de una breve pieza introductoria, que prepare ese díptico; luego empiezan a encadenarse no dos sino cuatro piezas de danza, siempre en la sucesión lento-rápido-lento-rápido que evita la monotonía y da coherencia al discurso musical.
Con ello había estallado definitivamente la suite, la forma más propia de la música instrumental en la plenitud del Barroco, un período en el que, en realidad, la suite no es sino una ‘seguida’ o ‘cadena’ de piezas en su origen destinadas a ser bailadas. Como luego veremos, en el siglo XX tiene perfecto sentido precisar que una suite es ‘de danzas’, pero refiriéndonos a suites barrocas decir ‘de danzas’ es redundante.
Mediado el siglo XVII, Froberger propone la sucesión de allemande – courante – sarabande – gigue como una especie de esquema fijo para la suite, cosa que se adopta con naturalidad durante un siglo y que sanciona con su autoridad inmensa el mismísimo Johann Sebastian Bach. Sobre este esquema de la suite, las variantes que impone la práctica son tan abundantes como se puede imaginar: se cambian unos tipos de danzas por otros, se prescinde de alguno, se añaden muchos otros… Entre los ‘añadidos’ que aparecen con frecuencia está un movimiento introductorio, coherentemente denominado preludio, preámbulo o, con mayor frecuencia, obertura, como sucede en las suites orquestales de Bach, donde, por cierto, la amplitud y significación musical de esta página es de tal calado que muchas veces se denomina oberturas a estas suites.
Como danzas que con frecuencia vemos insertas en el esquema esencial de la suite podemos citar la pavana, la gallarda, el rondeau, la gavotte, la musette, la bourrée, el saltarello, la siciliana, el rigaudon, el minuetto o ménuet, el branle, el passepied… Y, sin ser danzas, a la suite se incorporan a menudo páginas no solo del carácter introductorio ya comentado, sino insertas en cualquier punto, a modo de pausa entre danzas: pueden ser toccatas, fantasías, airs (arias), pastorales… o, en casos bien notables, la passacaglia o la chacona.
Pero ¿quién osa poner puertas al campo? La libertad de los compositores, y su imaginación, enriqueció la trayectoria de la suite barroca por los distintos países europeos y, así por ejemplo, la Francia grande y galante encuentra en Couperin a un magnífico representante que llena sus suites de títulos alusivos a cosas y a situaciones, a sentimientos, incluso a nombres propios o seudónimos de gente concreta, y todo ello recreando personalmente los tradicionales movimientos de danza que se integraban en las suites de cualquier latitud, a la vez que incorporaba otros inusuales. Las suites de Couperin, para teclado, fueron tituladas por él como órdenes (ordres), lo que da pie para recordar otras denominaciones que en el Barroco se utilizaron para designar al mismo género de música instrumental: en Alemania, además de la obertura que ya habíamos mencionado, encontraremos abundantes partitas (en el mismo Bach) que no son sino suites; en Italia, a la más abstracta y reflexiva sonata da chiesa se opone la sonata da camera que suele ser una secuencia de danzas (véase Corelli), esto es, una suite; en Inglaterra (Purcell) se publican lessons, es decir, obras de orientación didáctica que, para integrarse de pleno en la corriente de moda de la música instrumental, se atienen al esquema de la suite.
Pero llega el período clásico —el medio siglo que va desde la muerte de Bach a la eclosión de la segunda etapa beethoveniana, hacia 1800— y la música instrumental se va a humanizar extraordinariamente, evolucionando desde la expresión galante hasta la expresión dramática. La cadena o libre sucesión de piezas contrastadas se va a sustituir por un esquema formal fijo en tres o cuatro movimientos; la danza se olvida en beneficio de formas musicales más abstractas; los ‘da capo’ o simples repeticiones de secciones van a ceder ante los desarrollos… En resumen, la sonata va a sustituir a la suite como soporte formal predilecto de los compositores. Naturalmente, en la sonata no deja de haber vestigios de la vieja suite. El más explícito es el de la presencia del minuetto, que poco a poco sería sustituido por el scherzo. En efecto, el minuetto no solamente es una danza, sino que su esquema formal (minuetto – trío – minuetto, donde el trío es una especie de subminuetto que se sitúa en medio de las dos apariciones de la sección principal) deriva directamente de un procedimiento habitual en las suites que incluían esta danza, consistente en manejar no uno sino dos minuettos de manera que el segundo se interpretaba entre dos lecturas del primero (igualmente se encontrarán ejemplos de suites en las que ese mismo juego se lleva a cabo con bourrées, gavotas u otras danzas).
La sonata imperará con tal fuerza en el Romanticismo que la suite prácticamente desaparece del mapa durante un siglo. Solo algunos compositores tardorrománticos titulan como suites obras de considerable envergadura, pero cuando lo hacen es bien porque las páginas agrupadas son de carácter menos unitario y más liviano que las propias de la forma sonata (es el caso de las suites orquestales de Chaikovski) o bien porque quieren rememorar un pasado histórico (como sucede en la Suite Holberg de Grieg).
Sin embargo, en el mismo siglo XIX se empieza a utilizar con fuerza el término suite con otro criterio formal: es la suite como agrupamiento de páginas seleccionadas de una obra musical en origen mucho más amplia y, por lo común, de género teatral, bien sea la ópera, la música incidental para ilustrar o subrayar escenas teatrales o el ballet. Obsérvese que, entonces, lo que caracteriza a este tipo de suite no es únicamente el ser una ‘selección’ de momentos especialmente logrados, sino el de ser una sucesión de páginas musicales sin la profunda interrelación, sin el pensamiento unitario de la más trascendente forma sonata: en efecto, al faltar la acción teatral subrayada por cada una de las páginas, o el argumento del ballet al que sirven, lo normal es que falte ilación y que se trate, por lo tanto, de una simple yuxtaposición o sucesión de fragmentos musicales, o sea, una suite. Las suites de La Arlesiana de Bizet o de Peer Gynt de Grieg son prototipos de sucesión de páginas selectas de una partitura mucho más amplia nacida como música incidental; las suites de El cascanueces, El lago de los cisnes y La bella durmiente, de Chaikovski, son ejemplos célebres de ‘resúmenes’ de grandes ballets. En uno y otro caso, con las suites se trata de proporcionar una obra que, por sus dimensiones y lógica estructural, pueda incluirse con éxito en los programas de conciertos.
En el siglo XX hemos vivido la aceleración de los procesos evolutivos, la multidireccionalidad estética y la asunción definitiva de la libertad del creador para manifestarse con su lenguaje y en sus formas. La suite no s0lo no ha dejado de existir, sino que en nuestro siglo recobró presencia, después del abrumador dominio de las formas ‘superiores’ de la música instrumental (la sonata y la sinfonía) en el Romanticismo.
Uno de los motivos por los que las suites han menudeado modernamente ha sido la moda de los retornos, del neoclasicismo, una tendencia que muy a menudo se ha manifestado en la elección de la suite como vehículo formal. Pero en vano buscaremos un modelo de suite del siglo XX. Antes al contrario, lo que sí podemos encontrar con facilidad son ejemplos perfectos de cualquiera de las acepciones que, a lo largo de la historia, había tenido el término. Sin salir ‘de casa’, en Manuel de Falla tenemos prototipos de la utilización del título de suite para referirse a un resumen selectivo de una obra mayor —las suites de El sombrero de tres picos— así como para referirse a una simple yuxtaposición de páginas individuales, esto es, de páginas no pensadas ni elaboradas con un criterio macro-formal unitario: es la suite homenaje.
Por el contrario, nótese cómo, cuando Paul Hindemith hace una selección de páginas orquestales de su ópera Matías el pintor, esto es, una suite, no la titula suite sino Sinfonía de Matías el pintor. ¿Por qué? Porque la interrelación conceptual y musical entre los distintos fragmentos es grande y logra dar sentido unitario al todo: cuando el resultado adquiere ‘trascendencia’ formal, el término suite chirría. Así pues, Matías el pintor es una suite que no lo declara en el título, pero los contraejemplos, es decir, ejemplos de suites del siglo XX que no se titulan suites, son tan abundantes que nos podríamos perder en ello: baste como prototipo Le tombeau de Couperin de Ravel. La vieja idea de suite como cadena de danzas de carácter contrastado fue genialmente recreada por Béla Bartók en su Suite de danzas.
Ejemplos de recreación de la suite barroca a través de lenguajes nuevos nos dejó el mismísimo Schoenberg, mientras que en el catálogo de Benjamin Britten el lector interesado podrá encontrar ejemplos sustanciosos de cualquiera de las acepciones de suite aquí recordadas y aun de otras.