Cuando la música barroca estaba en la cresta de la ola, Vivaldi compuso doce conciertos para violín que vinieron a desbordar los estereotipos formales establecidos con el concerto grosso. El veneciano vierte una fuerza torrencial, donde el solista y la orquesta conducen al oyente hasta terrenos inauditos, llenos de osadías armónicas, cromatismos serpenteantes y una espontaneidad que mantiene latente aquel espíritu con que fueron evolucionando las escuelas centroeuropeas de mediados del siglo XVII. La Stravaganza prendió inmediatamente en países como Inglaterra o Alemania, ávidos de un colorido que encumbrara el final del Barroco y, a la vez, configurase el lenguaje del futuro concierto clásico.
Por Marco Antonio Molín Ruiz
El término ‘stravaganza’ se ha usado a lo largo de decenios en la historia de la música; Macque, Trabaci y sel Buono emplean ‘Stravaganti consonante’, un concepto establecido durante el siglo XVII. Esto consistía en unas rarezas armónicas que llegaron a superar las audacias cromáticas de los madrigales de Gesualdo. Con el Capriccio stravagante de Carlo Farina, de 1627 se emplearon todas las posibilidades técnicas del violín, incluyendo onomatopeyas caninas y felinas.
En el otoño de 1714 Antonio Vivaldi compone La Stravaganza, colección que dedica al noble veneciano Vettor Delfino. Transcurre en una época donde el concierto se encamina hacia una expresión acabada; discurso exuberante cuyo virtuosismo no refleja el delirio técnico que enfrentaba a los intérpretes, sino un procedimiento para explorar aún más en las sorprendentes profundidades de la inspiración. Hay secuencias rápidas y bruscas que marcan esa pretendida ruptura que es imprescindible en la comprensión del concepto barroco: euforia e incertidumbre que en La Stravaganza se pronuncian especialmente con tal de revelarnos la sublime abstracción del arte, cuando la melodía, el ritmo y la armonía llegan a ser un todo palpitante e instintivo. Los episodios solistas reflejan una transición del estilo eclesiástico con escritura contrapuntística al lenguaje moderno, construido a base de frases más desarrolladas y de mayor libertad formal; el violín solista se ensortija con los violines del tutti para producir texturas ricas y brillantes. Junto a las fórmulas de imitación, que aparecen en los movimientos rápidos; hay frases cuyas proporciones y dramatismo hacen vislumbrar la época romántica y nacionalista.
Partitura a fondo
Los movimientos extremos del Primer concierto revelan un entusiasmo a lo largo de un discurso imparable, donde suena un entramado; esto se describe en el primer movimiento, con escritura sinuosa y ondulante, similar a los caballitos de un tiovivo; en el último se teje una música atosigante, con unos tutti que retardan la llegada del solista.
El primer movimiento del Cuarto concierto, en La menor, resume muy bien la inventiva que despliega Vivaldi en esta música: el violín arranca con una frase semejante a un arpegio que luego se diversifica hasta modular, y la orquesta contornea al solista dotándolo de un colorido que más tarde da entrada a unos tutti de notas solapadas al estilo antiguo. Hermosísimo el ritornello de inicio para el Décimo, en Do menor, una tonalidad con la que Vivaldi concibe una música melancólica y sombría, enraizada en el lenguaje centroeuropeo; los primeros episodios unen al violín y al chelo en diseños armónicos que ponen de relieve un carácter que le acercan al Concierto para violonchelo en Do menor, RV 401.
Los movimientos lentos de los conciertos Primero, en Si bemol mayor, y Quinto, en La mayor, son la expresión más diáfana y descarnada de la melodía solista sin rupturas imprevistas del discurso ni armonía que recurra a la disonancia; el del Primero cuenta con un bonito desarrollo, que arropa a la orquesta mediante un ostinato rítmico apacible, mientras que el Quinto es un soliloquio que se inicia con una divagación a la manera de Heinrich Ignaz Franz von Biber, que luego se transforma en frases donde el violín queda ensimismado. Conmovedor el tiempo lento del Tercer concierto, en Si menor: el violín toca una melodía sentimental que solo modula hacia la mitad con el fin de mantener una tensión que se libera en un fa sostenido, cénit para un discurso cerrado con un arabesco cromático.
El movimiento central del Noveno traza una profunda emoción contenida, que va cobrando intensidad en la alternancia del solista y la orquesta; las frases del violín son de una abstracción mística, y las de la orquesta una intriga. El segundo movimiento del Duodécimo, en Sol mayor, comienza con unos tutti celestiales que recuerdan el Concierto para la Nochebuena de Corelli, música contemporánea a La Stravaganza; este lento es una chacona basada en una escala descendente de estilo típicamente barroco; las dos últimas variaciones, en modo menor, se culminan con el tutti del principio.
El tercer movimiento del Segundo, en Mi menor, representa el apogeo del estilo barroco antes de la irrupción de la época galante: frases espléndidas del violín con notas de adorno, trémolos, cambios rápidos de tonalidad y secuencias de dos notas repetidas que se enmarcan en un tutti donde se contrastan bellamente los violines y los chelos. El Sexto concluye con un tiempo subyugante, una secuencia rítmica viva da paso a una frase con intervalo cromático que adquiere un tono lamentoso a la manera del viento, que ulula a través de una rendija, incomparable para un solista que aborda multitud de episodios, cada vez más desarrollados incluyendo trémolos, largas frases en tresillos que marcan modulaciones que ensimisman al movimiento en una abstracción, que culminará en un delirio virtuosista propio de una fermata.
Estilo peculiar
Pórtico barroco inconfundible al inicio del Undécimo, con bucles y escalas que funden al violín solista con miembros de los violines de los tutti. El segundo movimiento exalta esa sensibilidad a flor de piel que ya escuchamos en los tiempos centrales del Primero y el Tercero, largas frases que van cambiando de tonalidad con un dramatismo agridulce, apuntalado por el ostinato del chelo; un bullicioso motivo cierra el concierto. Christopher Hogwood ha descubierto en esta obra similitudes con el Concierto opus 3 núm. 11, cuya escritura de arpegios al principio crea una ambivalencia de relativas mayores y menores.
El Octavo es el concierto que se adecúa mejor al título La Stravaganza, pues oímos un discurso donde la libertad armónica y de tempi nos describen un carácter sin definir del todo. Parece una reminiscencia de la antigua estructura del concierto en cuatro movimientos: unos arabescos del violín, que dan arranque a la obra, insinúan un primer tiempo como si se hubiera reducido a humo, seguido por un ‘Allegro’ enérgico, donde las ensortijadas frases solistas llevan a un frenesí súbito y breve, la antesala a un ‘Adagio’ brumoso similar al Sueño del Otoño, ambiente roto con la danza del ‘Finale’, que enmarca a un violín que va cambiando de tonalidad de manera tan inesperada como impropia.
Vivaldi no deja de sorprendernos, la partitura llega a entrever asignaciones instrumentales distintas, como ocurre en el Segundo. El oscilante trazo del violín en su primera frase tiene rasgos guitarrísticos, más evidentes cuando repite el motivo con notas añadidas en preparación al siguiente ritornello; luego aparecen secuencias con repetición, a lo que sigue unas notas trenzadas que recuerdan la particella de laúd del Concierto RV 540. Tras un lento, a modo de paréntesis, los mimbres guitarrísticos reafloran en la primera frase del tercer movimiento, un contagioso toque popular que conduce al delirio.
Testimonios
El musicólogo Michael Talbot, catedrático de la Universidad de Liverpool, se refiere al concepto ‘stravaganza’ a propósito del abundante uso de cromatismos que hace Vivaldi en sus desarrollos melódicos y en los intervalos de segunda aumentada o tercera disminuida. Apunta el estudioso inglés, que al compositor italiano le gusta recorrer series de quintas creando una circunferencia, transforma inarmónicamente pasajes, y de esta manera sacrifica la perfección formal en aras de una música más espontánea.
Félix Ayo, quien fuera concertino de I Musici di Roma, puntualiza que ya se ha superado aquel prejuicio con que algunos compositores del siglo XX menospreciaban a Vivaldi, y hoy se le reconoce una fantasía que le hace inconfundible. Para el violinista vasco lo más destacado de La Stravaganza son sus cualidades armónicas, así como la originalidad y brillantez de las partes solistas. Le es muy grato recordar las sesiones de grabación que realizaron en La Chaux-de-Fonds, Suiza, en 1963, un entusiasmo de todos los miembros de la orquesta que se vería desbordado por la concesión del Premio Edison.
Christopher Hogwood comenta que Vivaldi ha conseguido refutar todas las expectativas de su público como si hubiera roto las convenciones del concierto tradicional fijado por Corelli o el precedente sentado por el propio Vivaldi. Esta imprevisibilidad está lejos de ser un capricho. Profundiza el director británico en los conciertos Segundo, Quinto, Octavo, Décimo y Duodécimo, diciendo que estos miran no en dirección al concerto grosso; sino hacia la verdadera forma de concierto en solitario.
Simon Standage se detiene en el aspecto de los cambios melódicos y armónicos deliberadamente estrafalarios, que invitan a unas interpretaciones eufóricas y audaces; su experiencia con estos conciertos en el seno de The English Concert haciendo una gira por Nueva York y la grabación en la londinense Abbey Road, en la coyuntura de los años 80 y 90, han marcado una época.
Discografía recomendada
Ayo e I Musici
Aquí se resumen las mejores cualidades del arte interpretativo vivaldiano, con trazos relampagueantes en episodios que van del forte al piano con una perfección admirable; su sensibilidad se colma en unos lentos expresivos y jugosos. En cuanto a I Musici oímos una sonoridad voluminosa y hasta recargada en algunos pasajes, lo que impide apreciar la riqueza armónica de la partitura; se obtiene un provecho excepcional del ritmo y se opta por un órgano para el continuo. Ayo e I Musici encarnan la transición de la antigua escuela interpretativa al estilo barroco moderno.
Huggett y The Academy of Ancient Music
La instrumentista británica nos sorprende con su limpia técnica, llena de frescura y brillantez que conduce a los movimientos lentos a cumbres inefables, y cuya articulación oscila claramente entre el forte y el piano. Le secunda una orquesta rebosante de naturalidad, virtud a la que contribuye unos allegri mesurados que subrayan gustosamente unos ripieni, cuya estructuración de voces se aprecia con claridad. Marca de la casa, la atinada alternancia en estos conciertos del clave y el órgano para el bajo continuo, encanto añadido a la partitura.
Kaine, Loveday y The Academy of St Martin in the Fields
A nivel solista todo se resuelve bien, con sonido penetrante y florido, donde incluso se añade una ornamentación elaborada con tal de evitar la monotonía; además, su estilo, que rehúye el talante virtuosista, redunda a favor de una interpretación conjunta de alto valor camerístico. Por su lado, la Academy of Saint Martin in the Fields suena robusta y con una dinámica de curvaturas estéticas donde no faltan las notas de adorno, inexistentes en el original; el órgano y la cuerda pulsada del bajo continuo aportan un colorido determinante.
Podger y Arte Dei Suonatori
La violinista tiene un pulcro sonido y exquisita ornamentación, con un enfoque virtuoso, que lleva a los movimientos rápidos al frenesí, no obstante, esto favorece a algunos conciertos, como el Tercero, de un entusiasmo inigualable. Dotada de un sentido camerístico, que pone de relieve los violines del tutti, la orquesta se empasta bien sin demasiado grosor y se pule con una cuerda pulsada que favorece a los episodios solistas. En general, gusta esa articulación típica del tercer milenio: sacudidas que hacen al discurso áspero y percutivo.
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