En la novela de E. M. Forster Una habitación con vistas (A Room with a View, 1908), su joven protagonista, Lucy Honeychurch, pianista aficionada, descubre la verdadera disposición de sus intenciones amorosas siempre que se sienta al teclado. En un determinado momento interpreta la Sonata opus 111, y quienes la escuchan señalan: «Si la señorita Honeychurch llega a vivir como toca, su vida será muy emocionante, tanto para nosotros como para ella». Beethoven despertaba aquí una extraordinaria insatisfacción que necesita ser colmada por la búsqueda y entrega de lo novedoso. Pocos años después, Virginia Woolf, en su satírica novela Fin de viaje (The Voyage Out, 1915) nos ofrece a otra joven pianista aficionada, Rachel Vinrace, que interpreta la Sonata opus 111; ambas se presentan ante sus oyentes varones con el dominio de la música en sus manos, subversoras de una sociedad en la que el pensamiento es solo cosa de hombres.
La Sonata para piano núm. 32 opus 111 ha fascinado especialmente a hombres y mujeres de extraordinaria sensibilidad. Thomas Mann le dedica largas páginas en su Doktor Faustus (1947) y nuestro poeta del silencio, José Ángel Valente, escribió su extraordinario poema «Arietta, opus 111» en Interior con figura (1973-1976). Ahora bien… ¿qué secreto explica las razones de tanta fascinación?
Por Juan José Pastor Comín
Profesor titular en la Universidad de Castilla-La Mancha
Codirector del Centro de Investigación y Documentación Musical (CIDoM, Unidad Asociada al CSIC)
De la necesidad… virtud. Génesis de la Sonata núm. 32 opus 111
En la década de 1820 la situación económica de Beethoven sufrió un agravamiento por el empeoramiento de su salud y las necesidades derivadas de la concesión final de la custodia legal de su sobrino Karl. El tiempo invertido en las grandes composiciones que se había fijado —una misa y una sinfonía, ambas sin precedentes— no podía ser remunerado adecuadamente por contrato editorial alguno y necesitaba comprometerse en pequeñas obras que aseguraran la manutención y los gastos corrientes cotidianos. Había dejado de obtener ingresos como intérprete y la necesidad le obligó a ofrecer a sus editores obras no concluidas e incluso no comenzadas, llevado por la perentoria obtención de ciertos adelantos.
En este contexto, durante el verano de 1819, la familia judía de editores berlineses Adolf y Moritz Schlesinger —este último inspiró a Monsieur Arnoux en La educación sentimental (1869) de Flaubert— había acordado con el genio alemán la publicación de su opus 108, los Schotische Lieder, por 70 ducados, y de tres sonatas para piano por otros 90 ducados, no sin unas duras negociaciones con Beethoven por su reserva sobre los derechos de sus obras en Escocia e Inglaterra. Aquel compromiso, interrumpido por la ictericia y las fiebres reumáticas, tuvo un lento cumplimiento con la entrega secuenciada y tardía de las que serán sus tres últimas sonatas: los opus 109, 110 y 111, esta última considerada por Wilhelm von Lenz como su sonata-testamento. Todas, junto a las Diabelli, conmovieron al pensamiento de la época por su enunciación inacabada, dado que sus finales, como bien ha señalado Alfred Brendel, nos conducen hacia espacios que dejan de pertenecer a la misma música: el opus 109 parece enmudecer hacia el ensimismamiento; el opus 110 se precipita en su última fuga prendiéndose fuego a sí misma; y el opus 111 se anega y languidece en un silencio final. Adorno subraya bien esta tendencia hacia lo incompleto: «Si en Beethoven oscurece, entonces es como la noche, nunca como el crepúsculo».
La fecha manuscrita del 13 de enero de 1822 sobre la partitura sella la conclusión de la Sonata núm. 32 en el mismo año en el que concluirá su Misa Solemenis, escribirá gran parte de las Variaciones Diabelli (opus120), comienza la Novena y recibe desde San Petersburgo por parte del príncipe Nikolai Galitzin el encargo de su Cuarteto de cuerda núm. 12 opus 127. Asistimos, sin duda, a un momento de extraordinaria imaginación musical, tan solo turbada por el descontrol del compositor sobre sus propios compromisos, ofrecidos a varios editores simultáneamente.
La experiencia editorial con los editores berlineses fue, finalmente, desagradable: omitieron la dedicatoria de las sonatas a Antonie Brentano —esa «amada inmortal» según Maynard Solomon—, y se sintió estafado en el pago final, escatimado en decenas de florines. Así nos consta en una de sus cartas a Moritz Schlesinger: «Según parece, estoy condenado a sufrir desagradables experiencias con vos y con vuestro padre […] No había experimentado nunca en mi vida tan insultante racanería». La gran obra surgió, según vemos, de la necesidad extrema.
¿Una sonata con solo dos movimientos?
Compuesta en dos movimientos, Maestoso y Arietta, algunos han llegado a pensar que las tribulaciones económicas pudieron comprometer de algún modo la forma final del encargo. El mismo Beethoven pudo dar razones para ello, pues aprovechando la estancia de su discípulo Ferdinand Ries en Londres había llegado a proponer la publicación de la Hammerklavier totalmente descoyuntada, sin importarle, al parecer, gran cosa su coherencia formal: «…puedo mandar otra; o puedes omitir el largo y comenzar directamente con la fuga, que está en el último movimiento y luego el adagio,y luego, para el tercer movimiento, el scherzo —y omitir completamente el núm. 4 […]—. O puedes tomar solo el primer movimiento y el scherzo y dejar que formen la sonata entera». El mismo Anton Felix Schindler lamentó la ausencia de un movimiento final y no supo entender el sarcástico comentario de Beethoven: «No he tenido tiempo para escribir un tercer movimiento». Esto ha contribuido a que ciertos hagiógrafos como Romain Rolland consideraran que la sonata había contado originariamente con tres movimientos, de cuya estructura original solo habría llegado un Maestoso notablemente transformado.
No era la primera vez, sin embargo, que nuestro compositor abordaba una sonata en dos tiempos. Ya las dos sonatinas del opus 49(1798), de marcado carácter didáctico, habían prescindido del movimiento lento central. El opus 111, sin embargo, corona la secuencia de los opus 54 (1804), opus 78 (1809) y opus 90 (1814), también en dos movimientos. Si bien en las sonatas opus 54 y 78 los segundos movimientos presentan un cierto travestismo formal —con idéntica tonalidad para ambos números y con una armonía fuertemente inestable para el segundo de ellos—, en las sonatas opus90 y 111, el segundo movimiento, siempre de naturaleza estática, transfigura al primero en un viaje del tono menor a su paralelo mayor, tal y como sucede de Do menor a Do mayoren el opus 111—, esto es, de la tensión a la resolución. Ambos esquemas se contraponen de un modo deliberado: si bien el opus 78 comienza con una suspensión lírica y termina con el desarrollo de un ingenio fantástico, el opus111 comienza en una dramática turbación y acaba con el rapto meditativo de sus variaciones.
En consecuencia, si bien las primeras sonatas resultan, en el sentido bajtiniano, físicas y carnavalescas, las segundas obedecen a la disposición poética y metafísica de ciertas obras coetáneas de Wordsworth, Coleridge, Keats y Hölderlin, colmadas de paz y trascendencia. Como en numerosos poemas románticos estructurados en dos secciones —entre ellas su apreciado Wilhelm Meisters de Goethe (1795), cuya canción de Mignon Beethoven compondría en su opus 75(1809-10)—, el segundo movimiento aquí es la transfiguración y expresión contrastada del primero. Esta comunión con la disposición artística de los poetas contemporáneos nos parece mucho más plausible que las justificaciones que años después Hans von Bülow desde la teología hindú —un primer movimiento representación del dolor humano que en la senda de la metempsicosis avanzan hacia la disolución en el no-ser del nirvana en sus variaciones finales—, o la explicación de Wagner —«¡Es toda mi doctrina! El primer movimiento es la voluntad que residen en el dolor y en el deseo heroico; el segundo es la voluntad aplacada, aquella que poseerá el hombre cuando se haya vuelto razonable y vegetariano»— trataron de dar a su conformación irregular.
Maestoso: la conciliación entre la fuga y la sonata
Exponente singular de su estilo tardío, la opus 111, en Do menor, no puede entenderse, en palabras de Edward Said, como el desarrollo natural de su trayectoria precedente, sino antes bien «como un incendio que prende en el extremo». A pesar de su radical novedad, sus primeros bosquejos aparecen en los cuadernos de 1801-1802 y sus esbozos manuscritos copian los sujetos de las fugas del Réquiem de Mozart y del Cuarteto de cuerda núm. 23 en Fa menor (opus 20-5; Hob. III:35)de Haydn. La obra reconoce así sus modelos, los consuma y proyecta sin ambages hacia el futuro, tratando de conciliar la forma sonata con la fuga de un modo más ambicioso del que lo hicieran sus maestros: para ello no la integrará únicamente en la sección de desarrollo, como ya hiciera en su opus 101, en el movimiento final de la Hamerklavier (opus106) o la opus 110, sino que incorporará y combinará la textura fugada en cada una de las secciones de sonata de este Maestoso inicial.
Los dieciocho primeros compases recuerdan a la Patética (opus 13) escrita más de veinte años antes. Esta lenta introducción a la exposición de tres frases se apoya sobre los tres acordes inestables de séptima disminuida en una relación de quintas descendentes —fa#(c. 1), si (c. 3) y mi (c. 9)—; un ritmo nervioso —corchea con doble puntillo y fusa— conducirá a un ostinato de corcheas en la pedal de dominante y fuertes disonancias de segunda menor, desarrolladas después melódicamente sobre los trinos sol-laby lab-sol(cc. 17-18). El enérgico tema inicia en ff se presenta en Allegro con brio ed appassionato, indicación que parece remitir a lo terrenal, enloquecido y antiheroico, formulado de un modo turbulento, desarticulado y furioso: un exilio del Olimpo al que el camino del segundo movimiento, semplice e cantabile, ha de conducir.
El tema principal esboza la tríada de fundamental con la sensible como segunda menor añadida —sol, do, mib, si—. Este diseño tendrá un valor fuertemente constructivo en toda la obra. Desde una perspectiva psicológica y lineal, el tema presenta el mismo perfil que la melodía del lied «Atlas» de Franz Schubert —en Sol menor—, sobre un poema de Heinrich Heine, incluido en su Canto del cisne (Schwanengesang,D 957), y cuyo autógrafo manuscrito procede de 1828. Sus versos describen bien el temperamento melódico beethoveniano: «¡Yo, desdichado Atlas! Un mundo, / el entero mundo de los sufrimientos he de padecer. / Soporto lo insoportable, y rompérseme / quiere el corazón en el cuerpo. / ¡Tu, orgulloso corazón, lo has querido! / ¡Querías ser feliz, infinitamente feliz, / o infinitamente desdichado, orgulloso corazón, / y ahora eres desdichado…».
Rotundo rítmicamente, el tema se expone tres veces: doblado en octavas con cambios de ataque (cc. 19-28); articulado sobre un acompañamiento homofónico, propio del lied en la melodía acompañada (cc. 29-34); y en una última ocasión en un estilo heroico, sobre La bemol mayor, con la textura de doble fuga con un sujeto en semicorcheas. Los constantes poco ritenente que suspenden el tiempo son la expresión de esa resistencia melódica donde el lirismo configura, pese a todo, el aluvión torrencial de expresión virtuosística.
Dos breves compases (cc. 48-49) con el salto de dos blancas sobre casi seis octavas en un nuevo acorde de séptima disminuida nos conducen hacia un segundo tema presentado una única vez mucho más lírico, en La bemol mayor (c. 50), sobre la tríada (mib, do, lab)que descansará la apoyatura de su última nota en una segunda menor (sol),en un paralelismo económico con el primer tema muy sutil. Inmediatamente el tema se descompone rítmicamente hacia el adagio en grupetos de doce fusas, seis y cinco semicorcheas (cc. 52-53) y languidece hasta que es interrumpido violentamente por una cascada de terceras partidas en semicorcheas que resuelven de modo ascendente cromáticamente (cc. 55-56) y da paso al tema militar de la coda (cc. 58-66), en La bemol mayor,derivado del primero, una tríada continuada por segundas: lab, do, mib, re, mib, fa, sol, lab (cc. 64-65). La exposición concluye con dos unísonos en sforzando en un salto nuevamente descendente de seis octavas (c 69).
El desarrollo transita hacia Sol menor (c. 72 y ss.) sin modulación alguna, con una nueva doble fuga sobre la aumentación rítmica del primer tema (cc. 76 y ss.) que desemboca en los seis compases de la pedal de dominante (cc. 86-91) y que anticipa el tema principal antes de afirmarlo sobre el ff de la reexposición. Expuesto nuevamente tres veces en octavas, luego en octavas en stacatto desplazadas a distancia de semicorcheas sustituyendo a la melodía acompañada de la exposición, y, finalmente, en una doble fuga, Beethoven amplía la transición hacia el segundo tema, en Do mayor, a través de una secuencia de décimas, sextas y terceras paralelas (c. 109-113) cuyo bajo ascendente por segundas conduce a los saltos de blanca de seis octavas (cc. 114-115) sobre un nuevo acorde de séptima disminuida.
Primero en Do mayor(cc. 116 y ss.) y luego en Fa mayor(c. 123 y ss.), el segundo tema se desmayará hasta que una breve evocación mozartiana —he aquí la asunción y consumación de la tradición señalada por Rosen de la Sonata K. 319, cc. 132-133— conducirá a la coda sobre el tema militar (cc. 135-144), que es interrumpida por el tema principal esbozado en sforzandi sobre acordes de séptima disminuida en tiempos débiles y sobre la pedal de tónica (cc. 146-149). Los últimos nueve compases (cc. 150-158) diluyen sobre un esquema armónico plagal el final del movimiento.
Arietta: Adagio molto semplice e cantabile
Sin duda, la Arietta está influida por ese otro valsde 1819, germen del colosal opus 120, sus Variaciones Diabelli. Las correspondencias entre las cinco variaciones de nuestra sonata y las treinta y tres de las Diabelli es clara, tal y como Pierre Brunel subrayó, al hallar cómo el tema de este segundo movimiento se despereza en la Variación XX de su última obra epigonal para el piano. El tratamiento de la forma se presta confiado a la fuerza cohesiva del tema. Ahora bien, ¿cómo surge esta melodía? Adorno señaló que en Beethoven uno de sus medios formales más grandiosos era la sombra. Tras la umbría del primer trágico movimiento apenas se pronuncia una melodía parlante, enajenada de la convención y emancipadora de la opresión precedente que, como subjetividad, toma su ser de algo ajeno a sí misma. En el tema escrito en Do mayor y 9/16 sobre casi un ostinato de dominante, atendemos al ascenso melódico gradual y asimétrico —do, re, mi sol (c. 7)— que se precipita en apenas tres compases hacia el final de la frase. En su segunda frase la flexión hacia el sexto grado (cc. 9-12) es suspendida por el estatismo de la dominante en estado fundamental (c. 13), fuertemente expresivo en su total desnudez rítmica, armónica y melódica, y que abre una cadencia de acordes fundamentales para su conclusión (cc. 13-16).
A partir de este sencillo esquema se sucede la secuencia de variaciones: la primera transforma las corcheas con puntillo en juegos rítmicos sincopados de tres semicorcheas; la segunda acelera el esquema anterior en dos grupos de semicorchea y fusa; la tercera —anticipadoras de cierto sentido jazzístico—transforma el ritmo a cuatro grupos de semifusa y fusa, con sforzandi en partes débiles; la cuarta mantiene los ataques melódicos en tiempos débiles mientras la mano izquierda acompaña con el patrón uniforme de nueve fusas.
Finalmente el regreso a la melodía principal en la quinta variación —para algunos coda (cc. 160 y ss.)—supone la disolución de su dimensión temporal: el trino disuelve la articulación rítmica creciente, evoluciona hacia el trino triple —que le dio fama como joven concertista—y la inmovilidad sin medida se instala con toda la fuerza de una suspensión. Críticos e intérpretes han encontrado en esta última conclusión la fuerza del que mira hacia atrás cuando se despide, donde la última mirada agranda lo vivido hasta lo desmesurado.
La forma que concede Beethoven a este último movimiento altera la percepción de todo lo sucedido, de su propio pasado, y abandona a la música en un presente que ingresa en el silencio con el recuerdo de su memoria ya inalcanzable. Quizá por esta razón Thomas Mann recoge en el capítulo VIII de su Doktor Faustus (1947) la siguiente reflexión sobre esta pieza:
«El carácter distintivo de la frase es la gran separación entre el bajo y el distante, entre la mano izquierda y la mano derecha, y llega un momento, una situación extrema, en que el pobre motivo, solo y abandonado, parece flotar sobre un inmenso abismo, un instante de pálida sublimidad, seguido inmediatamente de un gesto de miedo, de espanto y de terror ante el hecho de que semejante cosa haya podido ocurrir. […] El trillado motivo, que se despide de nosotros y se convierte él mismo en despedida, en un gesto y un grito de adiós […] es como una última mirada clavada profundamente en nuestra pupila. Es como una bendición sobrehumana después de la terrible sucesión de formas violentas. Una despedida al oyente, un adiós eterno, de tan gran blandura para el corazón que arranca lágrimas a los ojos. Se cree estar oyendo palabras que dicen: ‘Olvida el tormento’ […] Y de pronto todo se interrumpe. […]»
Y este parece ser el secreto esencial del opus 111: el adiós de una música a sí misma que se sabe sin retorno.
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