En el año 2008, con motivo de la conmemoración del centenario del nacimiento del genial compositor francés, se llevó a cabo un recuento global de las obras de Messiaen más interpretadas durante todo este tiempo. Los resultados no dejaban lugar a duda, Turangalila había sido su partitura orquestal más programada. Doce años más tarde, sigue siendo su creación para orquesta más tocada en público; todo ello a pesar de suponer un mayúsculo esfuerzo de medios, así como un ingente desafío artístico para directores e intérpretes. Pero, ¿qué es lo que la ha convertido en un hito de la literatura sinfónica?
Por Gregorio Benítez
Messiaen: tradición y consagración (1928-1948)
El 10 de diciembre de 1908 nacía en Aviñón el que estaba llamado a ser una de las figuras clave para entender el variopinto mapa musical de la pasada centuria. Olivier Messiaen no solo sería uno de los compositores más relevantes de su momento, sino una auténtica piedra angular sobre la cual se asentaría gran parte de la música de la segunda mitad del siglo XX. Sin embargo, sus orígenes se encuentran sólidamente arraigados en la tradición musical francesa, más especialmente en la admiración perenne que sentía hacia el universo sonoro de Claude Debussy, de cuya ópera Péleas et Melisande llegaría a aseverar que había sido la revelación más determinante a la hora de decantarse por su vocación musical.
Al hablar de tradición no hay que obviar que su apreciación estética no solo se encuentra timbrada por el acervo musical francés, sino también por el literario. Su madre, Cécile Sauvage, había sido una poetisa que a lo largo de su embarazo había escrito L’âme en bourgeon, un poemario de fuerte carga simbolista donde parece preludiar el devenir artístico de su primogénito. Versos como ‘Voici tout l’Orient qui chante dans mon être/avec ses oiseaux bleus, avec ses papillons‘ (‘He aquí todo el Oriente que canta dentro de mi ser/con sus pájaros azules, con sus mariposas’), se asemejan a un enunciado profético donde se anticipa esa inclinación personal que tuvo su hijo —ya desde sus principios— hacia la cultura musical india, la sinestesia y las aves. Poco antes de morir en 1992, el músico reconocería que estos versos le habían dejado una profunda huella de por vida en su percepción del arte y la naturaleza.
Así pues, hablar de Messiaen no es hablar de un compositor francés, sino de un compositor ‘doblemente francés’. Con ello hacemos alusión a que no solo era francés de nacimiento, sino a que en música ‘francés’ dejó de ser hace mucho un adjetivo meramente locativo y en su lugar también designa una sensibilidad musical. El refinamiento tímbrico, el gusto por el poder insinuador del estatismo, la recreación en el color a través de texturas etéreas donde los contornos melódicos se difuminan, son algunos de los rasgos distintivos que desvinculan a la música francesa del cromatismo sentimentalista germano. En otras palabras, no estamos ante una música que persiga generarnos sentimientos (a menudo con connotaciones trágicas), sino ante una música que trasluce sensaciones; y Messiaen será un maestro de ello, gracias al empleo de una exuberante paleta que, por medio de sus exquisitos empastes armónicos, transporta a la audiencia a una explosión de sonoridades sugerentes que hunden sus orígenes en la herencia debussiana. Este hecho es claramente estimable en la colección que el compositor consideraba su primer opus, como son los Huit Préludes para piano (1928), o en sus Trois Mélodies para soprano y piano (1930), piezas concebidas en su última época como estudiante en el Conservatorio de París, y donde las atmósferas impresionistas embriagan cada uno de sus compases.
Esta vertiente temprana irá eclosionando gradualmente en la década de 1930 en torno a tres pilares básicos sobre los que gravitará en adelante su escritura, como son el ritmo, la relación sonido-color y el canto de los pájaros. En composiciones para órgano como L’Ascension (1933) y La Nativité du Seigneur (1935)se observan las primeras transcripciones ornitofónicas del compositor, todavía camufladas en el entramado del texto musical y carentes del grado de perfeccionamiento que alcanzarán más tarde; pero, sobre todo, se nota una mayor asimilación de los antiguos parámetros rítmicos/métricos de la música histórica de la India y un empleo más sistemático de los ‘modos de transposición limitada’, unos modos de invención propia mediante los cuales comienza a indagar en la apreciación sinestésica del fenómeno acústico.
Por otra parte, no es casual que el órgano sea el destinatario de sus grandes obras durante este decenio, ya que en 1931 sería nombrado organista titular de la iglesia de Sainte-Trinité de París, haciendo de la consola del espléndido órgano Cavaillé-Coll de este templo una verdadera herramienta para la experimentación tímbrica. Será este período un lapso realmente fructífero a la hora de consolidar su lenguaje musical y donde su nombre empiece a cobrar cada vez mayor prestigio entre los distintos sectores culturales del país vecino.
Pese a esta progresión en ascenso, todo se verá truncado drásticamente con el estallido de la II Guerra Mundial. Messiaen es llamado a filas por el ejército francés, capturado por las tropas nazis y recluido en el campo de prisioneros de Stalag VIII-A. Aquí moldeará su Quatour pour la fin du Temps, una de las obras cumbres del repertorio camerístico del siglo pasado, estrenándolo junto a otros tres compañeros de cautiverio ante una respetuosa multitud de cuatrocientos reclusos. En una explanada, acompañados por una desapacible meteorología donde las nubes y la aterida lluvia dibujaban un pavoroso paisaje, Messiaen realizó uno de los estrenos más memorables de cuantos se recuerden en toda la historia de la música. La elocuencia del título, lejos de hacer referencia a un cataclismo exterminador, es —en palabras del autor— un canto a la ‘inmaterialidad y espiritualidad católica’, en el cual Messiaen pretende acercar al oyente a la pérdida de la dimensión temporal por vía de ritmos que rompen cualquier pulso regular y predecible, al mismo tiempo que recurre a tempi muy lentos en algunos de sus movimientos para describir la eternidad de la vida no terrenal.
Este trasfondo religioso, presente desde sus albores compositivos, seguirá siendo cultivado en obras como las deslumbrantes Visions de l’Amen para dos pianos, o uno de sus ciclos más monumentales como son las Vingt regards sur l’enfant-Jésus para piano solo; partituras que serían concluidas en los años sucesivos a ser liberado en 1941 y ocupar —la primavera de ese mismo año— la vacante que dejaba André Bloch por su origen judío en el Conservatorio de París. Por su clase pasarán estudiantes que definirían los itinerarios de la música de las décadas venideras, entre ellos Pierre Boulez, Tristan Murail, George Benjamin o, de un modo menos académico, Iannis Xenakis. En todas estas mentes influyó su calidad artística y humana, al saber abrir nuevas perspectivas en el desarrollo de sus propios lenguajes.
Era pues, Messiaen, en el primer lustro de la década de los 40 un músico afianzado, con un catálogo compositivo que podía jactarse de estar relativamente bien divulgado incluso fuera de las fronteras galas. Esta etapa, que se había iniciado en 1928, terminaría en 1948 al ultimar su trilogía sobre el mito de Tristán, lo que suponía poner la guinda a un período creativo esplendoroso que a partir de 1949 daría paso a una fase mucho más sucinta, en la cual la técnica de su lenguaje se acercará a las corrientes especulativas de vanguardia que dominaban aquel instante.
Messiaen y el mito de Tristán: Turangalila
Gestadas entre 1945 y 1948, Harawi, Turangalila y Cinq Rechants conforman esta trilogía a la que liga un mismo eje temático. Messiaen, al igual que había hecho Wagner, se sirve de la leyenda medieval de Tristán e Isolda para abordar la conjunción del amor y la muerte, aunque la falta de un contenido dramático en estas tres obras la alejan definitivamente de la concepción wagneriana. Mientras el gran operista alemán enfoca el argumento desde el prisma de la tragedia, con personajes sometidos a la ley del tiempo y de la causalidad, el compositor francés —por el contrario— lo abstrae del terreno de las relaciones humanas, transportándolo a un orbe onírico, donde el surrealismo poético suple la ausencia real de tiempo y de cualquier relación causa-efecto.
Aun cuando el propio Messiaen sostenía que estas composiciones aludían a tres aspectos diferentes sobre la historia de Tristán e Isolda, lo cierto es que no existe una continuidad de trama entre ellas, pudiéndose hablar de tres obras autónomas que giran alrededor de una misma temática central y que comparten solo algún material musical común. Tanto en Harawi, para soprano y piano, como en Cinq Rechants, para coro mixto a capela, el músico hace uso de excitantes cánones rítmicos y exóticas armonías para dibujar un texto en el que se encuentran (en el caso de Harawi) vocablos en lengua quechua con un propósito onomatopéyico o incluso un habla inventada que, con su dicción, evoca en Cinq Rechants fonemas característicos de este idioma andino y del sánscrito,ayudando a crear ambientaciones sonoras muy peculiares.
Precisamente, de la unión de dos palabras polisémicas sánscritas, Turanga y Lila, surge el título de esta titánica sinfonía con connotaciones de poema sinfónico, cuyo significado podría ser traducido como canción del amor, del movimiento o de la alegría. De 80 minutos de duración, 2683 compases y una plantilla que requiere más de un centenar de ejecutantes, Turangalila fue el primer encargo internacional relevante que recibía Messiaen y su partitura orquestal más ambiciosa hasta entonces.
La encomienda fue llevada a cabo por Serguéi Kusevitski, a la sazón director artístico de la Boston Symphony Orchestra, manteniendo intensamente ocupado al compositor desde mediados de 1946 hasta finales de 1948. El épico estreno se realizaría en Boston un año más tarde con la misma orquesta, bajo la batuta de un joven Leonard Bernstein, Ginette Martenot en las ondas Martenot (instrumento inventado por su hermano Maurice) e Yvonne Loriod interpretando una complejísima parte para piano que había sido expresamente confeccionada para proyectar sus inverosímiles aptitudes virtuosísticas sobre el teclado. A pesar de que, debido a la libertad que se le proporcionó en el encargo, los bosquejos irían germinando sin una planificación (llegándose incluso a perfilar en los primeros estadios como una sinfonía ‘convencional’ de cuatro movimientos); finalmente, evolucionó hacia diez extensas secciones, donde varios temas cíclicos se unen a otros propios de cada movimiento para crear, así, un elenco estructural basado en la yuxtaposición recurrente de ideas musicales.
Análisis de la obra
En el primer movimiento, I. Introduction, la orquesta irrumpe con vehemencia desde el arranque. Tras un fugaz inciso, se presentará el primer tema cíclico después de un glissando en las cuerdas y ondas Martenot. Este tema pesante, denominado ‘tema estatua’ por Messiaen, es de fácil identificación por su tirana solemnidad y diseño zigzagueante. Trombones y tubas se encargan de exponerlo varias veces, acompañados por unos acordes tremolados en la parte aguda del piano especialmente estridentes. Siguiendo una vertiginosa bajada cromática, el discurso desemboca en un segundo tema cíclico, el sutil ‘tema flor’. Aquí, un dúo de clarinetes se ocupa de mostrarlo lentamente con toda su dulzura. La primera cadenza para piano de la sinfonía recoge el testigo y termina al hacer acto de presencia un bloque de intrincadas construcciones rítmicas, en el cual concurren cuatro pedales rítmicos simultáneos que aportan un carácter extático hasta la conclusión del movimiento.
En II. Chant d’amour 1 se aprecia una división en nueve partes, análogas a los respectivos estribillos y coplas de un rondó. Todo este segundo movimiento es una concatenación persistente de escenarios sonoros antitéticos, como los que encarnan los dos temas que integran el estribillo del movimiento. El primero, ‘rápido, fuerte y apasionado’ se opone por su vigor a la pacífica ternura, tan pausada e imperturbable, que imprimen las ondas Martenot y las cuerdas al segundo de ellos. La séptima sección, por su lado, actúa como un desarrollo en el que los elementos motívicos del primer tema del estribillo se conjugan con armonías de secciones precedentes, en un tutti orquestal frenético al que seguirá el retorno final de un estribillo fragmentado que se complace en una triunfal proclamación de la sonoridad de Fa sostenido mayor.
Sigilosamente, III. Turangalîla 1 se abre con un halo misterioso suscitado por el diálogo entre un clarinete y las ondas Martenot. Este dueto, donde los timbres de ambos instrumentos se solapan con fluidez, traza lo que será el tema principal del movimiento; una melodía que, conforme avancen los compases, exhibirán —robustamente— cuerdas y metales, y se añadirá a otros dos temas secundarios, contribuyendo a la incubación de un poderoso ostinato rítmico que brota hacia la parte final y donde el piano emula los ecos vernáculos del gamelán. Este aglomerado temático será un rasgo común con IV. Chant d’amour 2, un movimiento que —al igual que su homónimo— se halla dividido en varias secciones, aunque en este caso se agrupan formando una variante muy artificiosa de scherzo con dos tríos, difícilmente discernible a simple vista. El temperamento scherzante se adopta desde el comienzo, con un flautín doblado cuatro octavas más grave por el fagot, y al que se agrega luego un incesante patrón rítmico en la caja china. Esta afilada línea melódica, repleta de aristas en staccato, procede —al igual que otros temas de movimientos anteriores— de la interválica de los dos temas cíclicos previos, aunque este hecho no sea del todo reconocible en la audición. Es todo este segundo Chant d’amour un abigarrado mosaico, cimentado sobre la acumulación de enrevesados pulsos métricos, cantos de pájaros libremente interpretados por el piano, y la reaparición de temas preexistentes, dando lugar al que —con probabilidad— sea el movimiento más comprometido a la hora de ser coordinado desde el podio.
Una vuelta a texturas muchos más diáfanas se encuentra en el ecuador de la obra. Tanto V. Joie du sang des étoiles como VI. Jardin du sommeil d’amour forman un binomio de opuestos. Dos movimientos que reproducen climas antagónicos y que simbolizan, en sí mismos, la dicotomía de la música de Messiaen. El quinto movimiento es un delirio rítmico formado por grandes bloques instrumentales que entonan una pegadiza melodía (en realidad, una variación del primer tema cíclico) con un ímpetu exaltado que arrebata desde el primer instante. Por el contrario, VI. Jardin du sommeil d’amour siembra un somnoliento paisaje musical que recrea la inmersión de ambos amantes en un profundo sueño, donde la conciencia de tiempo se olvida. Los plácidos temas secundarios que emanan en el clarinete y la flauta derivan de los temas ‘estatua’ y ‘flor’, mientras las cuerdas y ondas Martenot inauguran el movimiento con un tercer tema cíclico, el ‘tema amor’, que —habiendo sido esbozado parcialmente antes— ahora se descubre en su integridad dentro de una agógica muy sosegada. El piano permanece indiferente a ellos, sumido en vocalizaciones de ruiseñor, mirlo y curruca mosquitera que parecen fluir ajenas al yugo de la batuta, impregnando a este gran movimiento lento de la sinfonía de un indescriptible efecto hipnótico.
VII. Turangalîla 2 supone un inquieto despertar, en una inesperada visión terrorífica de la muerte. El más corto de todos los movimientos es también el más atonal, siendo esto un medio expresivo —junto al importante rol que acapara la percusión metálica y los parches— para trasladar al oído una sensación de nerviosismo, incrementada también por el uso de otros recursos expresionistas, como la Klangfarbenmelodie. Este procedimiento, donde la melodía se distribuye a través de distintos timbres instrumentales, también será utilizado de manera puntual en VIII. Développment de l’amour, movimiento que actúa como desarrollo de toda la sinfonía. Aquí, los amantes han bebido la poción de amor que los unirá para siempre y la música, tras introducir el piano al principio el cuarto y último tema cíclico (‘tema de los acordes’), empieza a explotar todo el material temático previo, haciendo un reparto en los diferentes timbres orquestales de todos los temas cíclicos existentes. Entre todas las transformaciones que experimentan estos temas maleables destacan las enfáticas interrupciones del ‘tema del amor’, que irrumpe en tres ocasiones a lo largo del transcurso de este movimiento. En la última de ellas, se alcanza el punto álgido de toda la sinfonía, en un clímax orquestal que irá reduciéndose escalonadamente hasta el cautivador comienzo de nocturno de IX. Turangalîla 3.
Este penúltimo movimiento se articula alrededor de una serie de mutaciones sobre un tema que darán origen, asimismo, a un crescendo global. La idea genérica se vertebra en la aparición de variaciones simultáneas (y no consecutivas, como suele ser habitual) tras el doble enunciado del tema inicial, dando como resultado una sofisticada textura heterofónica, que irá aumentando su densidad gracias al aditamento sucesivo de capas instrumentales superpuestas. Estos planos tímbricos que recubren las líneas melódicas enriquecen, con sus coloristas armonías, las reminiscencias del tema principal hasta que esta progresión in crescendo parece interrumpirse abruptamente. Tras este desenlace imprevisto, irradia el brío de X. Finale, un ardoroso colofón para toda la sinfonía que consiste, grosso modo, en una disposición formal de sonata bitemática. El primer tema es inédito y queda grabado rápidamente en el oído al poseer un contagioso impulso rítmico que, con aire danzable, avanza hacia el tema secundario, que no es más que una variante acelerada del ‘tema del amor’. Después de un exaltado desarrollo modulante, el tema principal retorna en los metales sazonado por las resonancias armónicas que le aporta el contrapunto de las cuerdas, la madera y el piano. Antes de que una brillante coda ponga el broche de oro a la sinfonía, una recapitulación del ‘tema del amor’ surge apoteósicamente en la orquesta, invadiendo la memoria del espectador efímeramente, al recordar la inconmensurable belleza que supuso este instante del sexto movimiento en nuestros oídos.
Para terminar…
Sería poco honesto acabar afirmado que Turangalila resulta siempre una obra accesible desde su primera escucha. La enorme profusión de temas, los continuos contrastes y la falta de familiaridad con el lenguaje de Messiaen, pueden dificultar el seguimiento de su diégesis musical. Aun así, el oyente debe aproximarse a ella sin ningún prejuicio, pues si bien a priori pudiera resultar abstrusa, es igualmente atrayente por sumergirnos en un mundo de sonoridades y ritmos formidables, que enganchan y fascinan a partes iguales, dejando una impronta indeleble en el melómano que entre en contacto con ella. Quizá, ahí reside la genuina clave para disfrutar de esta joya, en dejarse sorprender por todo lo que nos ofrece una obra maestra que marcó la deriva de la música del siglo XX.
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