Solo Mendelssohn ha sabido capturar en notas musicales la felicidad inmensa de llegar a Italia. Lo hace en su Sinfonía núm. 4, genial testimonio del viaje que el compositor realizó por aquellas tierras entre 1830 y 1831.
Por Álvaro Portillo
Un golpe de pizzicato en las cuerdas, una impaciencia de corcheas en la madera: los violines estallan en una melodía exultante. Cielos azules en la mayor, luz del Mediterráneo. Así dibuja Mendelssohn, al inicio de su Sinfonía núm. 4, la alegría de llegar a Italia.
Fue su padre, quizá en recuerdo de Leopold Mozart, quien lo animó a seguir el camino del sur. Viaje iniciático: cruzar los Alpes, desde el frío sol luterano; comprender, dice Goethe, el significado del mármol. Nada tan provechoso para un joven como despertar, solo, en una ciudad nueva. Es octubre de 1830 y Mendelssohn —apenas 21 años— escribe desde Venecia con entusiasmo: ‘¡Italia al fin! Lo que he estado esperando en mi vida como la mayor felicidad ha empezado, y me regocijo en ello’. Las brumas otoñales de la Giudecca, místicas y sensuales, inspiran a Mendelssohn dos bellísimas canciones gondoleras; dedicatoria para Delphine von Schauroth, amor imposible de juventud.
La primavera recibirá al compositor en Roma, después de breves estancias en Bolonia y Florencia. Roma, la imperial: exuberante y festiva porque celebra la llegada de un nuevo papa. Transparente, luminosa, engalanada: se esconde en sus recovecos y en sus atardeceres, se exhibe en la nostalgia de sus ruinas, en lo imponente de sus palacios. Embriaga. El compositor no es ajeno a sus encantos: la pasea con ávida curiosidad y lee a Goethe. Su Viaje a Italia, maravilloso diario, acompaña al joven.
Es entonces cuando empieza a escribir la Sinfonía núm. 4. Obra vitalista, rabiosamente juvenil, testimonio de aquellos días felices: ‘Todo el país tenía tal aire festivo que me sentí como un joven príncipe haciendo una entrada triunfal’, recordará años después. Se comprende mejor la contagiosa alegría del primer movimiento o el fuego que desata en el saltarello–tarantella final.
¡Qué lejos queda la grandilocuencia espiritual, como de órgano, de su anterior Sinfonía ‘de la Reforma’, con su luterana melancolía, su Amén de Dresde, ese ascenso al Cielo! Mendelssohn escribe ahora desde otra luz, desde otra ligereza, con una voz acaso más humana: ha vuelto a pisar la tierra. El severo dios del norte, todo solemnidad, ha dejado paso a Baco.
En una carta a Fanny celebra: ‘La Sinfonía italiana está progresando mucho, será la pieza más alegre que he hecho, especialmente el último movimiento’. Aunque añade: ‘Aún no he decidido nada para el Adagio, creo que quiero reservarlo para Nápoles’.
Nápoles. A falta de palabras mejores, dejemos hablar a Goethe: ‘Al acercarnos, el aire iba adquiriendo una claridad purísima, estábamos llegando, realmente a otra tierra […] Aquí ya no te acuerdas de Roma; en comparación con la despejada situación de Nápoles, uno se representa la capital del mundo, en el hondo valle del Tíber, como un monasterio viejo y mal emplazado’.
El mar azulísimo del golfo de Sorrento, la terriblemente bella silueta del Vesubio, el cabo Minerva y, al fondo, sobre el horizonte, casi como un anhelo, la Isla de Capri. Es un deslumbramiento: ‘aquí solo se quiere vivir, uno se olvida de sí mismo’, remata Goethe. De Nápoles, el joven compositor rescata, al parecer, una marcha religiosa. No resulta evidente: hay quien, más bien, ha querido ver los rasgos de una melodía bohemia o, incluso, de una canción de Carl Friedrich Zelter, su maestro. En cualquier caso, ni siquiera en este segundo movimiento, más ceremonioso, pierde la sinfonía su carácter eminentemente desenfadado, su espontaneidad.
Una espontaneidad que no debe confundirnos: detrás de ella se esconde una partitura depurada, trabajadísima, que el compositor retoca, acá y allá, hasta su estreno definitivo en Londres (1833), y aún después, en sucesivas versiones. En vano, pues nunca satisfará del todo a un Mendelssohn exigente, perfeccionista.
Esta falta de convencimiento condenará a la sinfonía, por algunos años, al olvido. Poco importa. El tiempo sabrá hacer justicia y hoy no podemos menos que rendirnos ante ella: ante su perfección formal, su mucho oficio, y esa arrebatadora alegría con que Mendelssohn nos lleva, de un plumazo, a Italia, rincón feliz.
Breve reseña discográfica
Muchas son las versiones que, desde hace un siglo, se vienen haciendo de esta sinfonía. Reiterativo sería realizar aquí un repaso de todas. Prefiero citar, tan solo, algunas que escucho con más asiduidad y que, cada una a su modo, logran capturar la esencia y la belleza de esta página.
Aunque Toscanini es un maestro incuestionable de este repertorio, quisiera llamar la atención sobre su discípulo, el malogrado Guido Cantelli, que grabó una enérgica y técnicamente brillante versión (Philharmonia Orchestra, Studio Recording 1955). Un buen punto de partida para aquellos que quieran acercarse a esta sinfonía por primera vez.
Más allá de las ya clásicas grabaciones de Lorin Maazel (Filarmónica de Berlín, DG 1962), Claudio Abbado (London Symphony Orchestra, DG 1984) o Leonard Bernstein (Israel Philharmonic Orchestra, DG 1979), os animo a asomaros a George Szell (Cleveland Orchestra, Epic, 1963). Una prueba más de que la excelencia técnica y la disciplina no han de estar reñidas con la emoción.
En busca de otros colores orquestales, de trazos acaso más mediterráneos, Riccardo Muti (New Philharmonia Orchestra, Angel Records, 1977) nos dejó una interpretación exultante, felicísima. Es, quizá, la que más revisito.
No quiero dejar pasar la oportunidad de mencionar la interesantísima integral sinfónica que ha firmado recientemente Paavo Järvi (Tonhalle-Orchester Zürich, Alpha Classics, 2024). En su batuta, la Cuarta suena fresca y renovada . No os perdáis la magistralmente articulada tarantella final.
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