Por Germán García Tomás
Si hay un número asociado a la sinfonía ese es, sin duda, el 5. Desde la Quinta de Beethoven, todo un viaje de la oscuridad a la luz y paradigma de perfección formal, esta cifra ha dotado de singular popularidad a aquellos compositores que pudieron llegar a concluir más de media decena de sinfonías.
La quinta suele suponer un punto de inflexión en la carrera sinfónica de todo músico, aunque en el caso de Schubert únicamente represente un soplo de aire fresco respecto a su Trágica; en el de Mendelssohn sea una sinfonía previa con la reforma luterana como hilo conductor que fue cambiada de numeración; en el de Bruckner una nueva construcción arquitectónica en su haber orquestal que no goza ni de lejos de la fama de su precedente; o en el de Chaikovski sea el segundo y triunfal capítulo de una trilogía autobiográfica que desemboca en la negrura existencial de la Patética. Luego está Dvorák y su embrollo: su Novena ‘del Nuevo Mundo’ fue editada inicialmente como Quinta, pero su real Sinfonía núm. 5 resulta infrecuente.
La Quinta sí es un hito artístico y popular en la producción sinfónica de autores como Mahler, con declaración de amor a Alma Schindler; o la de Shostakóvich, un acto de reconciliación con el régimen soviético y su resarcimiento artístico tras las acusaciones de ‘formalismo burgués’ de la ominosa Cuarta. Más adelante, el lirismo y el belicismo irán de la mano en la Quinta de Prokófiev, una sinfonía en tiempos de guerra mundial. Precisamente en el arco temporal entre las quintas sinfonías de Mahler y Shostakóvich se enmarca una rara avis del repertorio sinfónico que nos llega desde lejanas tierras nórdicas: la Quinta de Sibelius, un canto al paisaje nevado de Finlandia, y muy en especial, al canto de los cisnes.
Hacia una identidad nacional finlandesa
Como Edvard Grieg en Noruega, Jean Sibelius (1865-1957) es el creador, por derecho propio, de la identidad musical de Finlandia. A lo largo de su dilatada existencia fue capaz de forjar en su país el espíritu necesario para levantar la conciencia nacional frente a la colonización cultural del Imperio Ruso. Ese incipiente nacionalismo alcanzó cotas de gran exaltación patriótica tras el estreno en Helsinki del poema sinfónico Finlandia en 1899, cuyo poder épico y heroico lo convirtió en una especie de himno oficioso del país y sentó las sólidas bases de la ulterior liberación del pueblo finés de la influencia de la Rusia zarista.
Basándose en todo momento en el poder sugestivo y evocador de las leyendas y tradiciones finlandesas, Sibelius fue enriqueciendo su catálogo orquestal con obras como En saga, pero principalmente por medio de una fuente inagotable de inspiración como era el Kalevala, la epopeya nacional que sirvió de base para algunas de sus mejores creaciones (como haría lo propio Mahler con Des Knaben Wunderhorn), entre ellas la tetralogía Lemminkäinen, de la que forma parte la célebre página El cisne de Tuonela —con su hipnótico solo de corno inglés— o Kullervo, una vigorosa mezcla de sinfonía, ópera y oratorio que mira hacia Liszt y que con el tiempo Sibelius llegó a prohibir su ejecución pública; raramente se interpreta en la actualidad. A estas partituras hay que añadir las suites orquestales que extrajo para creaciones más ambiciosas, como Karelia, Pelléas et Mélisande (sobre la pieza simbolista de Maeterlinck que inspiró a Debussy su ópera) y la música escénica para La tempestad de Shakespeare, que nos dan una idea fabulosa de la gran variedad de temas y estilos por los que se llegó a interesar. Su catálogo incluye una única partitura concertante, el Concierto para violín en Re menor, ampliamente asentado en el repertorio y que revela mucho de su personal tratamiento del material temático, así como un discreto abanico de piezas en el terreno camerístico, entre las que despunta el cuarteto de cuerdas Voces intimae.
Tras una dilatada trayectoria repleta de reconocimientos oficiales y artísticos, en 1926 Sibelius dará luz a su última partitura orquestal, el poema sinfónico Tapiola, que vuelve a nutrirse una vez más del Kalevala. Toda una fascinante despedida de la composición, pues abandonará definitivamente el papel pautado para retirarse a la Villa Ainola, al norte de la capital finesa, en lo que se conoce como ‘silencio de Järvenpää’. Quizá esta desaparición pública unida a la inactividad creativa se debió a una concesión a su esposa Aino por tantos años de cuidado de sus seis hijas a solas. O quizá se encontraba descorazonado con las tendencias musicales contemporáneas, viéndose a sí mismo como representante de un arte musical incompatible con las vanguardias imperantes. Casi tres décadas después, Jean Sibelius, auténtico símbolo de la cultura finlandesa, fallecía de un derrame cerebral a la venerable edad de 92 años, el 20 de septiembre de 1957. Diez días más tarde, el presidente de Finlandia, Urho Kekkonen, asistiría a su funeral. Cuando falleció, la Sinfonía núm. 5 se interpretaba en la sala de conciertos de la Universidad de Helsinki.
Sibelius, gran renovador de la sinfonía
En 1915 Jean Sibelius era una autoridad musical en Finlandia. Su 50 cumpleaños iba a ser fruto de un ostentoso homenaje por parte del gobierno, para lo cual le fue encargada la composición de una sinfonía. El autor ya poseía en su catálogo sinfónico cuatro monumentales trabajos, a cada cual más diferente, en ese ánimo por experimentar y aportar una voz propia al género sin abandonar nunca la tradición. La ruptura con la forma sonata clásica en favor de desarrollos libres por medio de la disgregación y el destilado de los motivos melódicos o rítmicos, y los juegos continuos entre tonalidades, armonías y timbres, entronca a Sibelius con Mahler, pues ambos son los grandes reformadores de la sinfonía a comienzos del siglo XX, pero con planteamientos divergentes. Es de destacar el famoso encuentro que protagonizaron en 1907, cuando el finés insistió al bohemio en que lo esencial de la música era ‘la profunda lógica que une todos los motivos internos’, un postulado con el que Mahler se manifestó en completo desacuerdo. Mientras para el autor de La canción de la tierra ‘la sinfonía debe abarcar un universo entero’, para Sibelius ‘está hecha para expresar lo esencial de las cosas’. En definitiva, música pura y abstracta antes y después que cualquier cosa.
Las dos primeras incursiones sinfónicas del compositor son claros exponentes del nacionalismo musical. Con la Sinfonía núm. 1, estrenada el mismo año que Finlandia, Sibelius comienza a configurar lo que iba a ser su posterior estilo, aún no liberado totalmente de la insoslayable influencia de Chaikovski y su Romanticismo inherente. Porque su particular empleo de pequeños motivos musicales como motores e impulsos generadores del entramado musical va a ser una constante en su devenir compositivo. La Sinfonía núm. 2, la más célebre e interpretada de su catálogo, es más espectacular aún si cabe, y va un paso más allá en el campo de la experimentación motívica, imbuida de un halo épico y triunfal en su majestuoso movimiento conclusivo que no hallamos en la sinfonía previa. Menos experimental y alejada de todo romanticismo es la deliciosa Sinfonía núm. 3, una especie de ‘Pastoral nórdica’ en tres insólitos movimientos (el equivalente en Mahler sería la Cuarta), todo un alarde de luminoso optimismo en su directa expresividad, levemente atravesada por momentos nostálgicos y melancólicos, con un trepidante finale.
La enigmática y compleja Sinfonía núm. 4 es su antítesis, una composición árida, austera y tenebrosa, cuya dificultosa escucha desconcertó a sus contemporáneos, y que Arturo Toscanini se vio obligado a repetir en Estados Unidos ante la fría reacción del público, tan gélida como los mismos pentagramas, al borde de la tonalidad. Según parece, Sibelius quiso reaccionar así ante el avance inquisitorial de las vanguardias. Pero llegó de nuevo el contraste con la Sinfonía núm. 5, que, llamativamente, significa un punto de inflexión equivalente al de Shostakóvich unos pocos años más tarde. Sibelius escribiría dos sinfonías más. La apacible y serena Sinfonía núm. 6 es un retorno al equilibrio clásico, mientras que la postrera e hiperestática Sinfonía núm. 7, con la que cierra su capítulo sinfónico, es un único fresco sonoro que culmina el complejo proceso de integración musical. De hecho, fue denominada en un principio Fantasía sinfónica por su autor, lo que evidencia amplias cotas de libertad formal. De todas ellas, únicamente la Segunda y la Quinta, protagonista de este texto, son las que más han obtenido el favor del público.
La Quinta Sinfonía: sangre, sudor y lágrimas
La composición de la Quinta no fue un camino de rosas. Las primeras alusiones a la obra se remontan a septiembre de 1914, cuando el compositor escribe una carta a su amigo Axel Carpelan, en la que hallamos esta significativa cita: ‘Dios abre su puerta por un momento y su orquesta está tocando la Quinta sinfonía’. Una explícita referencia a la religión que será una constante en las revisiones que afectarán a la partitura. La escritura de la Quinta llegará a mezclarse en ocasiones con los esbozos que serían parte de su futura Sexta, mientras componía piezas menores para subsistir en plena Gran Guerra. La amalgama de temas y motivos se le acumula en proporciones cada vez mayores y la sinfonía no termina de tomar forma. Esta vez es su diario el que nos revela nuevos detalles de su batalla compositiva: ‘Es como si Dios padre hubiera arrojado piezas de mosaico desde el fondo del cielo y me pidiera que los pusiera otra vez en su sitio’. Las continuas distracciones del músico le llevarán a manifestar: ‘mi trabajo en esta sinfonía se me hace imposible’. Pese a todas las dificultades y la creciente demanda de obras de circunstancias, que choca de lleno con la trascendencia vital del proyecto sinfónico en ciernes, la poderosa voluntad de Sibelius no cejará en su empeño de concluir su más amada partitura: ‘Mi sinfonía ha de ver la luz del día’.
El dilema de las versiones
Por fin, tras muchas tribulaciones, el 8 de diciembre de 1915, día de su 50 cumpleaños, Jean Sibelius empuña la batuta y se pone al frente de la Orquesta de la Ciudad de Helsinki para estrenar su Sinfonía núm. 5 con los tradicionales cuatro movimientos. El éxito de público y crítica fue incontestable, pero el compositor no quedó demasiado conforme. Su enfermizo perfeccionismo le instó a emprender una serie de cambios menores en la partitura (‘quiero darle a ni sinfonía una forma diferente, más humana, más terrenal, más vibrante’). De nuevo, la estructura formal le llevaría de cabeza, tan interesado en un acabado perfecto acorde con las ideas que le servían de inspiración. El reestreno de la sinfonía se produce en diciembre de ese año, justo un año después de la première, con la orquesta de la histórica Sociedad Musical de Turku, fundada en 1790. La partitura de esta segunda versión está perdida, por lo que conocemos pocos datos sobre sus detalles concretos.
Pero como no hay dos sin tres, Sibelius decide dar una vuelta de tuerca más a la sinfonía, pues aún no satisfacía sus deseos. En 1918, en plena Guerra Civil finesa, consecuencia directa de la Primera Guerra Mundial y del desmoronamiento del Imperio Ruso fruto de la revolución bolchevique, Sibelius vuelve a revisar profundamente la obra hasta que consigue dar con la forma que anhelaba: ‘He batallado con Dios. Mis manos tiemblan tanto que apenas puedo escribir’. La tercera versión veía su estreno el 24 de noviembre de 1919 en la Sala de la Universidad de Helsinki, con la Filarmónica de la capital finlandesa dirigida por el autor. No sería hasta 1932 cuando el gran embajador de la música de Sibelius y de los compositores fineses contemporáneos, Robert Kajanus, realizó la primera grabación de la Quinta al frente de la Sinfónica de Londres.
Sinfonía nórdica en tres movimientos
Hay que remontarse hasta el Clasicismo para encontrar una sinfonía en solo tres movimientos con cierta habitualidad (las sinfonías París o Praga de Mozart, por citar las más célebres), aunque a finales del XIX Cesar Franck diseñó su única contribución sinfónica como un tríptico de carácter cíclico. No obstante, Sibelius ya había empleado esta fórmula tripartita en su Tercera, y, en esa búsqueda constante de la forma ideal para su Quinta, finalmente optará por unir los dos primeros movimientos de la versión inicial (el primero lento y el segundo un animado Scherzo) para constituir el extenso primer tiempo de la sinfonía definitiva.
El Tempo molto moderato-Allegro moderato sigue una forma sonata libre que comienza con una llamada heroica de las trompas a partir de la cual va surgiendo el material musical a modo de breves células. La familia del viento-madera (destacada protagonista en toda la sinfonía) se alterna para enunciar a modo de despertar de la naturaleza sus episódicos motivos bajo un trémolo de las cuerdas que en un momento dado origina un breve ostinato, repetido poco después. La trompeta con sordina y las flautas entonan un tema de fanfarria con intervenciones de las maderas.
En ese momento, los fagotes comenzarán una triste cantinela en sus registros más graves sobre el continuo tremolar de la cuerda, que lleva a un nuevo episodio de tintes ominosos a cargo de la cuerda en notas largas y con vigorosa participación del metal, que impone su tono heroico. Entonces, el tempo se agiliza y la armonía se aclara, empujando la música hacia un mayor dinamismo, que adquiere aires de danza mediante luminosos destellos de flautas y oboes, un carácter pastoril que se irá tan pronto como ha llegado, diluyéndose en una digresión musical de pequeñas células rítmicas en cuerdas y maderas que desconocemos hacia dónde quiere llevarnos. Por fin, y con total ausencia de reexposición, un triunfal crescendo del metal junto al ostinato de la cuerda nos lleva a la apresurada conclusión, que se precipita en un obsesivo impulso.
El muy beethoveniano Andante mosso quasi allegretto es un hermoso, plácido y afirmativo tema con variaciones que se erige sobre el pizzicato de la cuerda y la melodía principal a cargo de la flauta, que irá pasando alternativamente por todos los atriles en un magistral manejo del contrapunto entre el acompañamiento y el aludido tema, adornado y variado rítmicamente en una imaginativa paleta de recursos sonoros, y que lleva a rememorar el Adagio de la NovenaSinfonía de Beethoven. Unos misteriosos acordes del metal en la parte central oscurecen el clima sereno y apacible del movimiento, que concluye de improviso con nuevas variaciones del tema principal.
Sibelius y los cisnes: una relación amorosa
Durante la composición de la obra, Sibelius fue anotando en su diario una idea que llegó a ser recurrente y hasta obsesiva: ‘Es curioso que nada en el mundo entero, ya sea arte, literatura o música, tenga el mismo efecto en mí que estos cisnes, grullas y gansos salvajes. Sus sonidos y su propio ser’. Su fascinación por esas hermosas aves no cesaba: ‘Justo antes de las once menos diez vi dieciséis cisnes. Una de las mayores experiencias de mi vida. Oh Dios, qué belleza’.
El Allegro molto conclusivo, el movimiento más emblemático de toda la sinfonía, comienza con una breve llamada de las trompas que cede paso a un frenético y vertiginoso aletear de toda la cuerda grave, una suerte de perpetuum mobile que nos lleva a un gracioso juego de las maderas, cuyas figuraciones parecen simular graznidos. El paisaje nevado de Finlandia, repleto de glaciares, se presenta vívidamente ante nuestros ojos, y el motivo musical que tanto obsesionaba al compositor en sus apuntes, y que calificó como ‘el incomparable himno de los cisnes’, se impone con vehemencia por encima de cualquier otra sensación o estímulo sonoro.
Entonces, un majestuoso ostinato de tres notas en las trompas representa a esas aves cuya purísima blancura se confunde con lo circundante, y prepara el ambiente para un tema heroico en la cuerda. Siempre sobre ese sencillo diseño, oboes y cornos exponen primero un motivo expansivo, arrebatadoramente expresivo (se ha hablado de contramotivo), que conduce de inmediato a una pequeña rúbrica en la cuerda. Como si de música programática se tratase —intención ajena al compositor en sus sinfonías—, vemos volar a una bandada de cisnes al compás de esta música excelsa, que, tras un nuevo retorno al episodio lúdico de las maderas, que evoluciona a pianissimo transformándose en el ostinato ahora en un modo más sigiloso, con notas titilantes de la cuerda. Después, el contracanto vuelve a sonar, primero en las flautas y luego en la cuerda, ahora más desarrollado e imbuido de una profunda melancolía. Los metales van acaparando el ostinato, que, ya hegemónico y preponderante, abona el camino, para una conclusión triunfal y apoteósica, de un hipnótico estatismo, pero que en un detalle de originalidad Sibelius hace modular, llevando insólitamente la postergada coda a cinco abruptos acordes separados por amplios silencios, que concluyen, de forma rotunda y contundente, la más singular creación sinfónica de su autor.
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