Por Antonio Márquez
El comienzo
Si un niño quiere llegar a ser un buen bailarín debe empezar lo antes posible. Una buena edad son los seis años. Evidentemente, cuando se es tan pequeño, uno no sabe muy bien lo que quiere de su vida. Por este motivo es tarea de los padres el intuir en el niño un talento musical, un sentido rítmico y las cualidades físicas imprescindibles para introducirle en el mundo de la danza. Cualquier pequeño que tenga un desarrollo normal y un cuerpo sano estará capacitado físicamente. Hay que pensar que, como afición, el baile es muy beneficioso, incluso si al final el niño no se dedica a bailar como profesional; proporciona una formación cultural muy interesante además de ayudar al desarrollo físico mejor que muchos otros deportes. La constancia es una cualidad indispensable para dedicarse a la danza. Al principio es fácil que el niño no tenga esa constancia y deben ser los padres, asesorados por el maestro, quienes le apoyen hasta que pueda decidir por sí mismo. A la hora de elegir un buen maestro o una buena escuela, los padres deben informarse muy bien. Se debe recurrir a los profesionales y no dejarse llevar por amiguismos. ¿Dónde están los centros homologados? ¿Dónde hay maestros que imparten sus clases de forma permanente y no a base de cursillos aislados? No olvidemos que una mala formación inicial hará que el alumno arrastre una serie de problemas físicos y técnicos muy difíciles de solucionar más adelante. Esto hace que la elección del primer maestro sea especialmente relevante y delicada. Un buen profesor debe tener conocimientos pedagógicos y saber transmitir sus conocimientos. No basta con que sepa bailar muy bien; debe poder enseñar a bailar, lo cual es algo muy diferente.
Por otro lado, es muy importante mantener una continuidad en el aprendizaje. Se puede y se debe trabajar con diferentes maestros, pero de forma continuada. Soy totalmente contrario a los cursillos de escasa duración que sirven para sentirse en contacto directo con las grandes figuras pero para poco más que eso. En el corto plazo de un cursillo, el alumno, como mucho, aprenderá a dar cuatro pasos imitando a la figura de turno. Un bailarín no se hace con cursillos sino con trabajo y constancia. Cuando el maestro es muy bueno podrá, aunque sea en pocos días, detectar defectos básicos del alumno y darle las pautas de trabajo necesarias para corregirlos con el tiempo; sólo entonces el cursillo será útil de verdad.
Por último, dos consejos para todo el que quiera ser bailarín: humildad y disciplina. Si no respetamos al maestro y su capacidad para corregirnos, si nos sentimos superiores y no confiamos en su sabiduría, nunca aprenderemos nada y no nos podremos dedicar a la danza. Es necesario trabajar a las órdenes del maestro con esa humildad y con toda la disciplina que nos imponga en el camino del aprendizaje para poder con el tiempo tener un criterio propio. Un bailarín no dice nunca «no puedo».
Los estilos
Antes de elegir su camino, el bailarín debe formarse en todos los estilos: clásico, clásico español, regional, flamenco, etc. Un conocimiento básico, no excesivamente profundo, de todos los estilos, le ayudará a decidir con mejor criterio hacia dónde enfocar su carrera con la ayuda de su maestro, que sabrá desde muy pronto cuál es la especialidad más conveniente según las aptitudes del alumno. En cualquiera de los casos la llave maestra para el resto de los estilos es la danza clásica. Gracias a ella el bailarín se mantendrá mucho más tiempo en un escenario, se sentirá mucho más seguro y más rico artísticamente hablando. Dentro de la danza clásica existen tres estilos básicos: clásico, neoclásico y contemporáneo.
Si se decide, como hice yo mismo, por la danza española, siempre habrá que partir de una base clásica. Posteriormente se abre un amplio abanico de posibilidades: regional (con cada baile característico de las diferentes regiones de España), bolero, flamenco y estilizado. Dentro de estos estilos unos son «más clásicos» y otros «más españoles».
Podemos hablar de estilos puros y también de «fusión de estilos». Yo soy partidario de la fusión, siempre que se trate de algo serio ya que, en este terreno, hay mucha tomadura de pelo al público con la excusa de ofrecer algo nuevo. Cuando se pierden las raíces de lo que realmente quieres hacer, llega un momento en que el baile carece de sentido. Es fundamental que se tenga muy claro cuál es la base original de lo que está haciendo el bailarín. Cada artista tiene, y debe tener, su propia personalidad, una peculiaridad en sus movimientos, pero ha de ser consciente de dónde están los cimientos de su baile y no perderlos nunca, de modo que no pueda confundir a su público. Se pueden variar los vestuarios, disfrazar la música, pero cuando un bailarín de español de verdad sale al escenario, se nota que es un bailarín de español. La fusión no puede convertirse en confusión.
Los grandes de la danza española
Bien es sabido que sobre gustos no hay nada escrito. A la hora de mencionar grandes artistas uno sólo puede hablar de sus preferencias y, aún así, siempre se puede olvidar a alguien. En mi opinión hay una serie de personas que forman la columna vertebral de la historia de la danza porque marcaron un camino definitivo.
Si partimos del flamenco, los «bailaores» siempre han trabajado en el «tablao». Poco a poco se integraron en el teatro gracias a las compañías de danza más que por su propia iniciativa. La Compañía de Pilar López, por ejemplo, era una compañía de danza española y dentro de su espectáculo incorporaba clásico español, bolero, regional y flamenco. De este modo introdujo a los «bailaores» en el teatro.
Después está Antonio. ¿Era bailarín? ¿Era «bailaor»? Cualquier cosa que hiciera estaba bien interpretada. Era un bailarín inclasificable como clásico o flamenco porque lo era todo. Para mí ha sido el más completo de todos los bailarines. Luego existen otros que fueron o son grandes en lo suyo como «Güito», «Farruco», Matilde Coral, Gades, Manolo Vargas, José Greco, José Granero o Merche Esmeralda. Cada uno ha imprimido su sello personal a la danza.
Hoy se vende y se comercializa el flamenco de tal modo que crea una gran confusión con lo que es la danza española que ha sido diseñada por muchos de estos grandes bailarines. Es como si la palabra flamenco pudiera aportar algún valor superior al de la danza española, cuando, en realidad, está incorporado en ella. Bailarines como Joaquín Cortés, Canales o yo mismo hemos elegido nuestro camino más o menos cerca del flamenco, pero somos bailarines. Luego cada uno tiene su personalidad y así debe ser; el bailarín no puede imitar sino que tiene que crear su propio estilo después de beber en muchas fuentes distintas.
El flamenco tiene sus puristas. Creo que el purismo no es algo defendible ya que no podemos saber cómo era en realidad el flamenco hace cien años más que por transmisión oral. Ninguno de nosotros lo hemos visto con nuestros propios ojos. La vida y la cultura evolucionan con el paso del tiempo y la danza va cambiando con ellos. Creo que no se puede mantener que «lo de antes era mejor» o que todo era más puro y ahora sólo hay sucedáneos. No creo en lo puro y lo impuro sino en lo bueno y lo malo. Un artista puede continuar la labor de sus maestros y aportar a la vez sus innovaciones gracias al estudio y al perfeccionamiento de la técnica.
El clásico español
A diferencia del flamenco, sobre cuyos orígenes hay muchas teorías, podemos afirmar que el clásico español es algo absolutamente nuestro, que ha surgido en nuestro territorio. La personalidad del señorito que llegaba con su sombrero, con su traje y su caballo, con esa prestancia que ha dado forma al bailarín de clásico español, es algo absolutamente autóctono. Como es nuestro tenemos que defenderlo. A esta figura hay que añadir después la influencia de la danza clásica, neoclásica y contemporánea, pero el resultado es la danza española, que ha viajado por el mundo entero como emblema de lo nuestro. Más que el flamenco, que lo ha hecho, sobre todo, formando parte de los espectáculos de danza española y muy influido por ésta. De hecho, he visto bailar a gitanos en Rusia y en la India, que se entendían en su lengua con los gitanos españoles, pero que bailaban de forma totalmente distinta, influenciados, como los gitanos españoles, por el folklore de sus respectivos países.
En mi opinión, tenemos la obligación de mantener la cultura de la danza española en nuestras escuelas y nuestros conservatorios, como una cultura propia que es el resultado de las aportaciones de los grandes artistas citados anteriormente. Algunas personas que han visto cincuenta veces «Don Quijote» o «El lago de los cisnes» consideran exagerado el número de representaciones que se hacen del «El sombrero de tres picos» y sin embargo ésta es una obra emblemática de lo que es nuestra danza. Tenemos que cultivar y mimar lo que nos pertenece por encima de las modas, que son pasajeras. De este modo nuestra cultura se conservará y se irá enriqueciendo y haciéndose más grande con el paso del tiempo.
A escena
La grandísima maestra María Magdalena me dijo en una ocasión: «Antonio, cuando sales al escenario tienes al público asfixiado desde el principio hasta el final. Tienes que dejarle respirar». No se puede salir a tope y mantener ese nivel constantemente. Hay que captar la atención con la primera aparición, pero luego es necesario buscar puntos de inflexión. Dejarse llevar por la pasión pero de forma rítmica, sin agobio. El baile tiene, ante todo, un principio y un final y ahí es donde hay que echar el resto. El desarrollo central tiene que estar salpicado de respiraciones: el bailarín debe respirar y dejar respirar al público. Público y bailarín se alimentan mutuamente, no pueden luchar entre sí. Quien lucha con su público es porque no saca su arte de dentro, y todo lo que es arte procede del interior. Pero no todo puede ser visceral; es imprescindible saber escuchar la música y buscar los puntos culminantes. Entonces es cuando te abandonas a la pasión. En esos momentos yo siento la necesidad de sacar el aire por algún sitio porque tengo la sensación de que, si no lo hiciera, me desgarraría por dentro. Por eso, en ocasiones, sobre todo cuando se acercan los finales, se oye un «quejío» que acompaña al movimiento. Es una sensación puramente física que no se busca; sale por sí misma. Y es que el artista no debe buscar el aplauso, debe entregarse al máximo y entonces el aplauso vendrá sólo.