Por Roberto Montes López
La obertura es una forma musical de carácter instrumental que se utiliza como preludio o entrada de una obra de grandes dimensiones, ya sea una ópera, un oratorio, un ballet, etc., aunque también puede ejecutarse como obra independiente en los conciertos.
La apertura de una nueva forma
En el comienzo del siglo XVII, la obertura, cuando existía, pues no había formas fijas para este tipo de composición, servía de señal de atención para el público antes de arrancar la obra propiamente dicha. Solían construirse e interpretarse en esta época dos tipos de oberturas:
- La obertura francesa: asociada directamente a su precursor, el compositor galo, nacido en Italia, Jean-Baptiste Lully, maestro en la corte del monarca Luis XIV el ‘Rey Sol’. Originalmente constaba de dos partes: una introducción lenta, solemne y pomposa, con predominantes ritmos con puntillo (definitorios y característicos de este subgénero); después sigue una parte más rápida, de estilo libre y ligero. A menudo concluía este tipo de obertura con una coda lenta, se repetía el comienzo o se introducía un carácter de danza, momento que finalmente terminó constituyendo una tercera parte más de la obra.
- La obertura italiana: introducida por Alessandro Scarlatti, contemporáneo de Lully, mantiene un esquema inverso al de la forma homónima francesa: rápido-lento-rápido. Frecuentemente se le denominaba sinfonía a la pieza precedente a la ópera del siglo XVII, pieza que realmente era la obertura, o, ahondando en un trasfondo histórico, la ‘obertura de canzonas’ veneciana (de autores como Cesti o Cavalli), que sirvió de modelo a las desarrolladas posteriormente por Lully.
La sinfonía de la ópera napolitana llegó a separarse de la ópera, siendo ejecutada en conciertos en las accademias, o compuestas expresamente para tal efecto, cuyo esquema compositivo representa el germen de la secuencia de movimientos de las posteriores sonata, sinfonía y concierto.
En la época barroca, la obertura francesa se utilizaba mayoritariamente para la introducción de la suite (de danza o concierto), tal y como magistralmente las compusiera Johann Sebastian Bach.
Posteriormente, autores del período clásico, como Jean-Philippe Rameau y Christoph W. von Gluck, introdujeron modificaciones en la obertura, sobre todo en el número de movimientos o partes componentes de la pieza, degenerando la obertura francesa en una forma musical semejante a la sonata, como ocurre con la obertura del singspiel La flauta mágica o en la de El rapto en el serrallo, de Wolfgang Amadeus Mozart.
También se empezó a desarrollar una relación intensa entre el contenido o acción de la ópera y el de la obertura, línea de la que fue digno pionero Gluck en sus numerosas óperas. Las cuatro oberturas (Leonora I, Leonora II, Leronora III y Fidelio) que llegara a escribir Beethoven para su única ópera Fidelio, que reflejan ejemplarmente los diferentes requerimientos de la obertura del periodo clásico:
- relación programática con la ópera
- forma sonata
- impacto musical en el público y aumento de la duración
De la ópera al concierto
Poco a poco, la libertad formal que iban infiriendo los compositores a lo largo de la historia a esta forma musical fue acercándose hacia otros géneros propios ahora reconocidos. Así, la obertura de concierto era una pieza independiente, sin relación alguna con una ópera u otra obra musical, de temática libre (cercana en pretensiones al poema sinfónico, retratando imágenes de la naturaleza, impresiones paisajísticas, ideas, etc.), construida bajo la forma sonata, y que frecuentemente ocupaba el primer movimiento de una sinfonía.
Esta forma empezó a darse más intensamente a partir del siglo XIX, y era utilizada como una pieza breve colorista, lucida y descriptiva para eventos extraordinarios como inauguraciones de monumentos o edificios, fiestas, etc., o para abrir los propios conciertos. Destacados autores en este campo fueron Berlioz (obertura del Carnaval romano), Mendelssohn (la de El sueño de una noche de verano), Brahms (obertura para un Festival Académico o la Obertura Trágica), Schumann (Manfredo), Schubert Rosamunda), Liszt (Mazeppa, Orfeo), Chaikovski (Romeo y Julieta, 1812), Dvorák, etc.
Paralelamente, en la obertura meramente teatral, es decir, aquella que va asociada a otra obra de grandes dimensiones (música incidental, óperas, etc.), podían observarse dos claras tendencias: una hacia la obertura de concierto (forma sonata con o sin estructura binaria, con desarrollo de temas originales) o bien hacia una ‘fantasía’ de temas desarrollados (directamente imbricados o yuxtapuestos) extraídos de los que escucharemos posteriormente a lo largo de la obra.
En el siglo XIX surge una obertura o preludio operístico libre, donde abunda la descripción de climas, atmósferas y sentimientos, y que muchas veces redunda en una transición directa a la ópera, como ocurre en Tristán e Isolda y en Los maestros cantores de Núremberg, de Richard Wagner, por ejemplo.
Ya en el siglo XX, la obertura queda rezagada en la ópera a una mera introducción sinfónica, si la hubiere, a la totalidad de la obra, al igual que en las salas de conciertos abundan las interpretaciones de clásicas piezas decimonónicas (junto a los poemas sinfónicos) para el arranque de una velada musical. La obertura se diluye junto al resto de la formas musicales canónicas en el sincrético y divergente devenir de la música realizada durante el ya pasado siglo.
Caso insólito, salvando someras excepciones puntuales que ofrecieran determinados compositores de las diversas escuelas musicales, lo protagonizan compositores como Shostakóvich, inserto en la órbita soviética de exaltación popular de la música: el realismo socialista se traduce en solemnes oberturas de fácil asimilación por los enfervorizados oyentes en pos de la exaltación del comunismo (Obertura festiva, etc.).