Cuando solicité a varios amigos y, en mi opinión, grandes expertos en la materia, que escribieran un artículo ofreciendo su visión personal sobre el estado de la nueva creación musical en nuestro país, no habíamos entrado todavía en la lamentable situación en la que se encuentra actualmente el mundo en general ni, como suele suceder cuando las cosas van mal, el penoso momento para la cultura y la música más en concreto. Aunque me extiendo más sobre el asunto en el editorial de este número tan especial de Melómano, lo cierto es que si el panorama habitual no es nunca demasiado favorable a la música contemporánea, la situación por la que atravesamos pone las cosas aún más difíciles a todos.
Por Alfonso Carraté
Sea como fuere, nuestros colaboradores en este reportaje tienen, como van a comprobar ustedes, diferentes formas de ver la situación y, lo que es de agradecer, lo hacen desde ángulos muy diferentes, aunque sus conclusiones no difieran tanto. Me atrevería a resumir sus palabras con una sentencia que comparto plenamente: la nueva creación tiene muchos alicientes y ha ganado muchos puntos en España pero todavía nos queda mucho camino por recorrer hasta que el público y nuestros compositores vivos se reconcilien como la historia de la música merece que lo hagan. Acontecimientos tan desastrosos como la desaparición del Festival de Música de Tres Cantos, que lleva veinte años defendiendo la música española de nuestro tiempo, por decisión de políticos que no saben valorar lo que tienen, acontecimientos como este, digo, son extremadamente perjudiciales no solo para la ciudad de dichos políticos (lo crean ellos o no), sino para la cultura y la música en general. Por suerte para todos, muchas otras ciudades e instituciones mantienen su apoyo a la música contemporánea por encima de pobres intereses y con una visión más rica de lo que ha de ser el presente y cómo este ha de influir en el porvenir.
No cabe duda de que ciertas tendencias compositivas del pasado reciente se ganaron a pulso el distanciamiento del respetable público. Yo he escuchado decir a alguno de los considerados grandes maestros de la composición del siglo XX (en una entrevista realizada para Melómano por mí mismo) que su música era demasiado intelectual para ser comprendida por todos y que no le importaba si le gustaba o no al público. Con afirmaciones como esta no creo que la reconciliación de la que hablaba unas líneas más arriba se pudiera llevar a cabo con facilidad. Sin embargo, es cierto que esta entrevista tuvo lugar hace casi veinte años y que las cosas han cambiado bastante desde entonces. Una nueva corriente de compositores, algunos ya no tan jóvenes, encabezan toda una revolución consistente en escribir simplemente como a ellos les gusta hacerlo, y no al dictado de vanguardias que lo fueron hace casi cien años y que ahora, cumpliéndose el primer quinto del siglo XXI son tan antiguas como el Barroco o el gran Romanticismo. A ellos no se les rompen los esquemas si su obra incluye un acorde de Do mayor, o una melodía tonal reconocible. Todo ello sin renunciar a las técnicas compositivas, recursos y conocimientos que la evolución de la música ha puesto a su disposición a lo largo de los siglos. No buscan el reconocimiento fácil pero tampoco huyen de la audiencia para sentirse más intelectuales (más listos que su público, en una palabra).
Tenemos la opinión de dos de ellos en este reportaje, pertenecientes a dos generaciones, la veterana y la floreciente: David del Puerto y Pablo de Diego. Si añadimos la visión de uno de los intérpretes más cercanos a los compositores, como es el pianista Mario Prisuelos, y la polifacética visión de una programadora, intérprete y docente como Noelia Gómez, creo que podremos arrojar un poco de luz y esperanza sobre este asunto.
Luces y sombras
Por Mario Prisuelos, pianista
Decía el filósofo Michel Eyquem que «encuentro tanta diferencia entre yo y yo mismo como entre yo y los demás». Esta reflexión guarda cierta relación con la variedad de estéticas y recursos que conviven actualmente en la música de creación en España. Diferentes formas de concebir la composición que transitan entre estéticas diferentes desde música concreta a música espectral, futurista, minimalismo, influencias del flamenco, el jazz, influencia oriental, caminos de carácter conceptual, instalaciones sonoras, electrónica, vídeo, inteligencia artificial, neotonalidad… En fin, un inmenso cajón en el que prácticamente todos los recursos que han ido apareciendo durante el siglo XX y comienzo del XXI tienen cabida.
Desde el punto de vista del intérprete esta situación nos produce la fascinación de tener todo un mundo de distintas estéticas a nuestro alcance entre las que poder elegir. Una vez pasada la segunda mitad del siglo XX y principios del XXI que mantenía ciertos focos creativos en lugares como Darmstadt o París, entre otros, y que guiaban de alguna manera con mayor o menor acierto el camino a seguir, hoy en día el creador bebe de muy distintas fuentes, consecuencia de lo cual también en España contamos con un amplio abanico de compositores muy interesantes de distintas generaciones, con distintas influencias y que en general busca comunicar con el público con sinceridad y sin prejuicios.
A nivel creativo e interpretativo creo que la calidad en España es muy elevada, con compositores bien formados y que saben lo que quieren decir e intérpretes que se toman con gran seriedad la interpretación del repertorio actual, mostrando nuestra música en prestigiosas salas de numerosos países con importantes éxitos. Otra cosa es que esto tenga una aplicación directa en las programaciones en nuestras salas en España y que el público esté recibiendo estos estímulos.
Esto nos lleva a reflexionar sobre el enorme trabajo que queda aún por hacer para mostrar las nuevas obras al público. Las instituciones, los gestores y los propios intérpretes tenemos que creer más que nunca en la música que se crea en nuestros días, por lo que necesitamos una inercia programática que incluya la creación actual con mayor naturalidad, con una estructura de política de encargos y programación de obras nuevas no solo localizada en ciclos especializados, sino que conviva en la programaciones generales y no tenga miedo de exhibir nuevas propuestas. Sería deseable en nuestras salas un hábito real a la hora de programar y apostar con firmeza en presentar nuestra música no como una perezosa cuota a cumplir entre el repertorio tradicional, sino como una excitante necesidad artística fundamental de nuevos caminos de comunicación de nuestro tiempo.
Así están las cosas
Por David del Puerto, compositor Premio Nacional de Música
Recientemente hemos podido asistir a dos hechos de signo contrario que nos recuerdan en qué medida la música española se columpia entre dos extremos. Por un lado, la Fundación Juan March estrenaba la recuperación de la espléndida ópera de cámara de Conrado del Campo El pájaro de dos colores, en una versión maravillosa en todos sus aspectos, que culminaba el importante —trascendente— esfuerzo que Miguel Ángel Marín, Miquel Ortega y la FJM han realizado para salvar del olvido (del típico olvido «a la española») esta magnífica obra escénica. Por otro lado, pocos días después, el Festival de Tres Cantos moría (en el año en que habría cumplido su vigésima edición) por la negativa del Ayuntamiento a seguir apoyando una propuesta musical consolidada, que acercaba cada año a esta localidad madrileña a la flor y nata de la creación y la interpretación musical actual. En efecto, la música española vive instalada en esta esquizofrenia entre el amor y la indiferencia (o la franca hostilidad).
Hace no tantos años, los músicos hispanos nos educábamos en la idea de que, con escasas excepciones —Victoria, el Padre Soler, los consabidos Falla, Granados y Albéniz…— no existía una «historia de la música española» comparable a la de ninguno de nuestros vecinos europeos. Pues bien, ya sea en nuestro Barroco, que crece exponencialmente en estatura artística a medida que echamos luz sobre él (Durón, Nebra, Literes, Torres, Guerau, Ortells…), sea en el Clasicismo y el Romanticismo (Garay, Ramírez de Ledesma, Marcial del Adalid…), o en pleno siglo XX (me remito al ejemplo de Conrado del Campo, pero podemos ampliarlo a María de Pablos, Pepito Arriola, la generación de la República, la justa revalorización de Joaquín Turina…), el rescate, la revisión y la defensa de un arte musical olvidado y mirado hasta hace poco con desprecio por sus paisanos, nos ha permitido reconstruir una historia absolutamente diferente a la que a mí me enseñaron. Dicho de otra forma, esto de componer no se nos daba tan mal como nuestros compatriotas de otras generaciones y nuestro público menos informado querían creer. Y es que, en fin, el sempiterno «complejo de las consonantes» (cuantas más se juntan en el apellido de un artista, mayor es su calidad) nos la jugaba una y otra vez.
En nuestro tiempo, y acostumbrados poco a poco al hecho de que los grandes intérpretes de la música clásica pueden tener apellidos muy familiares para el público de Granada, Reus o León, se nos presenta una espléndida ocasión para remediar un tratamiento tan injusto de nuestro patrimonio: la escena de la creación musical en España es, sin triunfalismos innecesarios, muy vigorosa; la pervivencia de una vanguardia académica de viejo cuño, seguidora de cuantos estilos a la moda van apareciendo (y desapareciendo) en el panorama europeo, no ha impedido el desarrollo de una música verdaderamente nueva, que está siendo creada ahora mismo por compositores que miran y escuchan sin prejuicios todo aquello que les sirve para desarrollar su lenguaje y que no tiene empacho en palpitar al ritmo del mundo en el que habita. Esta música, viva y necesaria, tiene un público potencial que se merece conocerla, pero requiere para llegar a dicho público una respuesta que supere la polarización a la que asistimos en nuestra vida musical entre un extremo conservadurismo intransigente, bastante sordo, y el sostenimiento (con respiración asistida) de una pseudomodernidad envejecida, que conserva todo el áspero sabor de los años 50 en sus planteamientos «de élite» y su orgullo historicista.
Este es un buen momento para pensar seriamente que no debemos volver a permitir la marginación y el apartamiento de un arte que se merece mucho más, y para darnos cuenta de que sería una torpeza imperdonable tener que esperar de nuevo 100, 200 o 300 años para valorarlo…
No nos pidan fórmulas: los músicos no podemos dar las soluciones, pero sí señalar los problemas y radiografiar el estado de la cuestión con conocimiento de causa. Nada más que a eso aspiran estas palabras.
¿Dónde estamos?
Por Pablo de Diego, compositor
Hace un año el amor y la preocupación por la música de concierto y su situación entre los compositores, intérpretes y público en general me llevó a plantear una pequeña pero intensa investigación sobre las causas que nos han traído hasta aquí, y el posible desenlace en los próximos años. Como no podía ser de otra manera, era una investigación centrada justamente en esos agentes activos que crean, construyen y disfrutan de esa música de creación actual. Pero esta preocupación natural, propia de alguien que empieza a recorrer camino, tenía ya antecedentes en nuestro panorama musical español. El 11 de diciembre de 1999 se publicaba, en el periódico EL PAÍS, un artículo en el que se recopilaban diferentes opiniones de compositores españoles ante el controvertido libro de Alesssandro Baricco El alma de Hegel y las vacas de Wisconsin (publicado en 1992). José Luis Turina decía: ‘la creación hoy debe tener un pie en el futuro y otro en el pasado, para no cometer errores que ya se ve que no conducen a ninguna parte’, respaldando las palabras de Baricco: ‘La música contemporánea es el fastidioso precio con el que se compra en el presente el salvoconducto para el pasado. […] La cuestión es volver a establecer una relación con las lenguas vivas que hoy pronuncian la modernidad y buscar una sintonía con el sentir colectivo’.
La cuestión central de la polarización que sufre hoy nuestro arte creo que es, precisamente, la consideración a ese sentir colectivo. Que el arte nace, en un primer y único momento, del individualismo, creo que es compartido por todos los que creamos. Pero que cada una de las personas que crean tienen un bagaje, un entorno, unas influencias… es también importante y marca un sentir (que puede ser, o no, compartido). Es curioso entonces que precisamente aquellos que aparentemente tanto luchan por este individualismo, en muchas ocasiones, formen parte de un mismo lenguaje a veces indistinguible (en cuanto a técnicas, recursos, procesos, sonoridades…). Un sentir que, a algunos de nosotros, nos puede sonar antiguo y, sobre todo, desconectado con el mundo en el que vivimos. Hoy en día, únicamente el 13 % de la música que se interpreta en las grandes orquestas sinfónicas españolas pertenece a autores vivos (muchos pertenecientes al mundo de la música para cine que se acercan al concierto a través de las suites de sus películas más taquilleras), y solo el 2 % son encargos de las mismas orquestas. Y es que parece que muchos creadores e intérpretes se sienten cómodos con estas cifras, porque consideran que la música de creación actual debe ser un bien para unos pocos. Hay, además, quien piensa que cuanto más incómoda sea la sensación en la escucha, más profundo se habrá llegado a la pura emocionalidad. Decían, incluso, que éramos como físicos nucleares trabajando en un laboratorio, en secreto, con alta tecnología.
Tras estas palabras parecería entonces que los creadores de música de concierto (la mal llamada música clásica) debemos aspirar a las cifras de taquilla de Rosalía, Sabina o cualquier otro artista español, y que por eso debemos transformar nuestra música al antojo del oyente medio. Nada más lejos de la realidad.
Crear es y debe ser siempre el fruto de una reflexión personal en un tiempo concreto. Nos hemos dejado llenar la cabeza del ideal artístico del siglo XIX donde la obra es tan grande que supera a su propia época. Un privilegio y un don solo digno de unos pocos (y que únicamente el tiempo otorga), pero que parece que todo aquel que hoy agarra un lápiz posee. No haría falta decir que nuestra sociedad en poco se parece a la coetánea de Beethoven. Además del frenesí en el que vivimos, propio de un mundo cada vez más globalizado, nos hemos criado en una sociedad que igual escucha a Mozart para estudiar por las mañanas que trap para bailar por las noches.
Ese sentir general no nos viene dado; lo construimos las personas y, en gran medida, los artistas. Ahora bien, se hace desde dentro, y no a través de nichos que se van encerrando cada vez más en sí mismos conforme se distancian (distancia que aumenta cuanto más cerrados son estos).
Ser músico hoy es danzar sobre la fina, y casi invisible ya, línea entre lo popular y lo culto. Es recoger la emoción del mundo y llevarla al papel tras el ineludible filtro de nuestro ser para que, posteriormente, se escuche. Sí, para que se escuche y se disfrute (atendiendo a las múltiples maneras de disfrutar la música). Un genio nos avisó del peligro de construir una cultura musical basada en la gran complejidad y el cientificismo, propios de un país quimérico incontrolable. Escuchemos con amor y ternura el pasado para construir un futuro basado en el ahora.
¿Creación contemporánea?
Por Noelia Gómez González, coordinadora de la Fundación Don Juan de Borbón
En un principio, cuando me invitaron a escribir sobre el estado de la creación contemporánea en España, dudé en hacerlo, pues no me considero especialista en el tema. No obstante, decidí aceptar porque es un acto de responsabilidad moral que quienes estamos involucrados de una u otra forma con la cultura musical expongamos nuestras perspectivas. A estas alturas me parece oportuno compartir algunos datos de mi persona para dar contexto a la subjetividad de mis opiniones. Mi experiencia con la música me involucra como intérprete, docente y programadora. Como violista, he estrenado alrededor de una decena de obras y actuado en festivales de música contemporánea; como docente, he trabajado a nivel superior durante seis años; y, como programadora, tengo una experiencia local en España, coordinando la Fundación Don Juan de Borbón en Segovia desde hace dos años, después de haber organizado otros festivales y ciclos, principalmente en México. Cada una de estas facetas me ha proporcionado visiones diferentes sobre la nueva creación.
Mucho se ha escrito sobre la importancia de promover la apreciación de las artes desde edades tempranas a través de la educación obligatoria. La escasa atención que la música recibe en los planes educativos puede ser una de las causas del reducido interés general hacia lo que entendemos como música clásica. Más aún sufre de este desinterés la creación contemporánea, que exige a la audiencia en muchos casos una apertura hacia nuevos paradigmas y, por tanto, un esfuerzo intelectual añadido. Incluso en el caso de la educación musical en los conservatorios, desde mi punto de vista, el tratamiento de la creación contemporánea es marginal, siendo frecuentemente en la formación académica del alumno una experiencia accesoria y no una actividad troncal.
Desde el punto de vista del programador, la tarea es muy compleja. El balance entre comprometerse con la innovación y asegurar el éxito de los eventos, medido frecuentemente en base a la afluencia y satisfacción del público, es muy delicado. Más aún se dificulta el atrevimiento de los programadores cuando se suman intereses de patrocinadores (que son legítimos) o aparece la amenaza de posiciones políticas que cuestionan la pertinencia de la creación contemporánea, atendiendo a criterios electoralistas y balances cuantitativos que la comparan con la cultura de masas.
En el caso de Segovia estamos reforzando la parte pedagógica de nuestros ciclos y favoreciendo la discriminación positiva de la música contemporánea y de la creación realizada por mujeres, esta última muy necesaria, además, como acto de justicia histórica. Son fórmulas que están funcionando para ampliar la oferta de festivales y ciclos, consolidados a través de los años, hacia nuevos horizontes, abrazando los retos que nos impone la realidad contemporánea. Desde la experiencia en Segovia es difícil establecer una opinión sobre el estado de la creación contemporánea a nivel nacional, ya que los escenarios difieren sobremanera. Lo que parece claro es que este es un sector cultural frágil y vulnerable, que requiere de sensibilidad y compromiso por parte de las instituciones y de los responsables políticos para sobrevivir. Un festival o ciclo de música contemporánea resulta fácil de eliminar por no provocar inconformidad social masiva, pero esto constituye un acto de irresponsabilidad mayúsculo que tiene lamentables consecuencias para el desarrollo socio-cultural.
Apoyar la creación contemporánea es apostar por la innovación, comprometerse con el presente y contribuir a alimentar la cultura de nuestro tiempo, que será parte de la historia en el futuro. No todo trascenderá ni será elogiado. La calidad de la producción contemporánea será filtrada con el tiempo; mientras tanto, a nosotros nos corresponde fomentarla, divulgarla y protegerla.
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