Afirma Eugenio Trías en El canto de las sirenas que muchas de las mejores composiciones de Brahms son verdaderos poemas sinfónicos. La Sinfonía núm. 4 de Johannes Brahms está sin duda dentro de las mejores composiciones del alemán pero, ¿contiene algún tipo de descripción en sí misma? La respuesta rápida consistiría en un ‘no’ rotundo. La respuesta soñadora, optimista e imaginativa albergaría, al menos, el beneficio de la duda.
Por Mario Mora
El punto culminante de la sinfonía romántica
La figura de Johannes Brahms (Hamburgo, 1833-Viena, 1897) se relaciona rápidamente con diversos conceptos que podrían ser debatibles. El primero, el de su conservadurismo musical, que Schoenberg elimina de un plumazo en su escrito ‘Brahms, el progresista’. Otro, el de que su música es íntegramente música absoluta, lo que la sitúa automáticamente lejos de las descripciones, las imágenes y, por ende, de los poemas sinfónicos.
Entonces, ¿por qué Trías contempla la existencia de estas descripciones programáticas en las obras de Brahms? Podemos entender esta idea desde el punto de vista expresivo y narrativo. Aunque el compositor no quiera describir una historia en el tiempo, su música no está despegada de la narrativa emocional: caracteres y emociones, libres de representación, conviven, se apoyan, luchan y culminan ordenadamente historias sin paralelismo semiótico, pero con la misma fuerza comunicativa que la mejor de las novelas románticas.
Las sinfonías de Brahms representan el punto culminante del desarrollo de la sinfonía en la historia de la música. Si anteriormente Ludwig van Beethoven es el impecable responsable de llevar este género del Clasicismo al Romanticismo, y posteriormente Gustav Mahler es quien se echa a hombros esta tarea del Romanticismo a los lenguajes del siglo XX, Johannes Brahms representa el centro de este rango temporal: la solidez, el asentamiento y la culminación de este género en el lenguaje romántico. Su Primera sinfonía opus 68 es la continuación casi lógica del catálogo de Beethoven, y su Cuarta sinfonía opus 98 prepara el terreno a un joven Gustav Mahler, con quien compartió además una cercana amistad, a través de la cual debatieron sus pensamientos musicales en largas conversaciones de verano en los últimos años de la vida del de Hamburgo.
Brahms reserva la composición de sus sinfonías a su mayor momento de maduración como compositor. Las cuatro están compuestas entre 1876 y 1884, es decir, entre sus 43 y 51 años de edad, o lo que es lo mismo, entre veintiuno y trece años antes de su muerte. Sin lugar a dudas, cada una de las sinfonías es el resultado de un compositor sobresaliente, pero también la creación de un ser humano experimentado en el dolor, en las prohibiciones, en el éxito y, en definitiva, en los devenires de la vida.
Brahms: una referencia en la sociedad cultural del momento
La figura de Johannes Brahms en el mundo de la música se forjó a fuego lento, pero de manera muy sólida. Existe un interesante paralelismo entre esta progresión y su estilo musical: no existen fuegos de artificio, no pretende captar la atención en los primeros segundos, pero el poso que deja su música suele ser especialmente intenso. Su carrera fue similar: exenta de marketing —que por entonces también existía y promulgaban algunos músicos—, lejos de engaños o espectáculos, el joven compositor fue presentando sus composiciones y, poco a poco, dio que hablar entre los habitantes de Austria y Alemania.
Los críticos comenzaban a apuntar su atención hacia el joven rubio, primero como pianista: ‘La manera de tocar de Brahms es siempre atractiva y convincente’, escribía en Le Signale su corresponsal en Viena. Con sus primeros estrenos camerísticos, su apellido comenzaba a estar más y más presente en boca de toda la sociedad musical: ‘Una tarde escuchamos el sexteto de Brahms después de haber asistido a un concierto con extractos del Tristán de Wagner… pareció que fuimos transportados repentinamente a un mundo de pura belleza’, escribía el crítico Edward Hanslick.
La comparativa no era cualquier cosa. Wagner y Brahms supusieron en el siglo XIX una de las luchas musicales más encarnizadas: el primero, representando la evolución y la ruptura; y el segundo, defendiendo el asentamiento de la tradición como camino natural para continuar el Romanticismo. Cierto es que el ruido fue provocado más por sus seguidores que por ellos mismos, pero esto nos deja entrever cómo Brahms era ya símbolo y estandarte de un gran grupo de personas y, por ello, referente para la sociedad cultural.
Año a año, Johannes Brahms fue posicionándose como uno de los compositores más solicitados del momento. En la década de 1880, Brahms tenía noticias continuamente de la interpretación de sus obras por toda Europa, era galardonado por las universidades más prestigiosas y su carrera no necesitaba más impulso. Se permitía aceptar o rechazar lo que creía conveniente, y así sus creaciones fueron cada vez más el reflejo de sus inquietudes artísticas.
Su Tercera sinfonía se estrenó en 1883 con gran éxito. Solo un año después, impulsado por la inercia de sus logros, comenzó en uno de sus apacibles veranos la composición de la Cuarta. Era un periodo tranquilo, ausente de tragedias y, retirado en una generosa estancia en los Alpes austriacos, libre de grandes distracciones, comenzó a escribir los primeros compases. Sin prisa, sin fechas límite. Avanzaron los siguientes meses y Brahms vivía el momento más plácido de su vida: asistía a celebraciones, era invitado a grandes recepciones —’ha venido vitado a grandes recepciones —’ha venido or titular, David Afkham llevarha venido Brahms’, se escuchaba entre murmullos— y mostraba su lado más amable a todas sus amistades.
A juzgar por su situación, esperaríamos una luminosa sinfonía, su ‘Primavera’ o su ‘Heroica’. Sin embargo, la obra que Brahms fue construyendo nota a nota, mes a mes, y que finalizó en el siguiente verano de 1885, fue en realidad su ‘Nostálgica’, una de las creaciones musicales más oscuras del siglo XIX.
La Cuarta: una explosión de nostalgia
La Sinfonía núm. 4 opus 98 de Johannes Brahms es una de las obras más emocionales compuestas hasta el momento. Es difícil comprender cómo el feliz contexto en el que el compositor vivía dio como resultado una obra especialmente melancólica, como si penetrase en los más oscuros recuerdos del compositor. Una obra que va de gris a negro, una ‘marcha fúnebre’, según Jan Swafford. ¿En honor a quién? ‘A su legado, a sus memorias, a un mundo que vivía en paz, a la amable Viena que él conoció, a sus propios amores perdidos’.
Pero, ¿narra esta sinfonía algún capítulo concreto de su vida? O, volviendo a la reflexión inicial de Trías, ¿hay un poema sinfónico escondido? Si existe un programa, no lo conocemos. Pero nadie puede dudar de que detrás de esta música hay un contexto, mucho más profundo que una simple explicación teatral, y mucho más filosófico que para ser entendido por cualquiera. En esta obra, las emociones suceden, son provocadas, modificadas y su estructuración es coherente. A qué responden o cómo se ordenan queda ya en el misterio del compositor, o en el juicio de cada oyente.
El primer movimiento —Allegro non troppo— encapsula en los primeros compases la oscuridad descrita en los párrafos anteriores. Esa nostalgia brahmsiana, que algunos tildan de culpable por el amor prohibido, otros de feliz por el recuerdo de los tiempos vividos, y que nos lleva, como tantas veces con su música, a posarnos frente a una chimenea en una de sus casas de retiro en los lagos austriacos. El primer tema, tan interesante al oído inexperto como a la mente analítica, muestra esa cascada de notas (siempre terceras, siempre descendentes) que van reposando, las unas sobre las otras, con un atisbo de expresividad contenida propia de la madurez que le otorgaba la cincuentena.
El segundo tema, con una de sus bellas melodías en los violonchelos, va presidido por un ritmo curioso, cercano a un tango oscurecido y sobrio (que me perdonen los puristas) y que crea el contraste necesario para reconocerle su identidad propia. La luz aparece tan solo en un tercer tema, a modo de fanfarria, anunciado por maderas y trompas, y que recuerda una de esas llamadas campestres tan recurrentes en la música del siglo XIX. Estos tres personajes en forma de melodías —la nostalgia, la sobriedad y la luz— se darán paso a lo largo del movimiento con momentos realmente sublimes, y cuya unión desembocará en un clímax final provocando un grito desgarrador que finalmente no ha podido ser contenido.
El segundo movimiento —Andante moderato—presenta una forma algo caprichosa. Lo que parece a priori una forma tripartita, sencilla, se convierte en algo más extenso y complejo con la inclusión de una tercera sección diferenciada, en un momento en el que naturalmente habría llegado el cierre del movimiento. Comienza la trompa, que introduce los primeros motivos con un ritmo algo decadente, en una regresión a esa nostalgia inicial que reina la obra y que será recurrente en las últimas piezas del compositor. La sección intermedia presenta una bellísima melodía en los violines, que nos conduce desde la nostalgia culpable hacia la nostalgia feliz, y que nos invita a compartir los recuerdos más preciados de la vida del compositor. Lágrimas de felicidad, bailes alrededor de esa chimenea con vistas al frondoso bosque, pero en soledad. La vuelta del primer tema nos trae de nuevo al presente y nos recuerda que los momentos vividos se quedarán ahí, grabados en un tiempo pasado, pero nunca más tangibles a un presente que se esfuma. Solo esa tercera sección añadida, indicada como poco f espressivo, vuelve a endulzar el sabor de la nostalgia, que será de nuevo interrumpido por la llamada de la trompa, que anuncia el final y pliega el movimiento con el inicio, como si nada de lo que hubiésemos vivido en estos minutos de felicidad hubiese ocurrido de verdad.
En el tercer movimiento —Allegro giocoso—encontramos una composición a caballo entre un scherzo intermedio y un rondó final. El carácter es del primero, lleno de juegos (giocoso), ritmos entre tradicionales y arriesgados, articulaciones, acentos, apoyos, sorpresas y un ambiente más bien festivo; pero la forma nada tiene que ver con un scherzo, sino con un rondó sonata que suele ser el responsable de finalizar este tipo de estructuras sinfónicas. Sin embargo, Brahms, en su faceta de arquitecto perfeccionista, sostiene con este movimiento la sinfonía completa: aporta el carácter optimista y presente (lejos de nostalgias y recuerdos) que todavía no habíamos podido disfrutar, pero deja hueco para un movimiento final con el que va a romper todos los esquemas sinfónicos, estructurales y tradicionales.
El cuarto movimiento —Allegro energico e passionato— merece un capítulo aparte. Y es que, precisamente en Brahms, el último movimiento no suele ser un epílogo ligero y conclusivo, sino que, como dice Trías sobre su música, ‘el comienzo está en el fin’. La intensidad, la identidad y la autonomía de este movimiento es tal que incluso algunos amigos suyos, como el escritor Max Kalbeck, intentaron persuadir al compositor para eliminarlo de la sinfonía y publicarlo como una obra aparte. Y es que la originalidad del mismo dejó dubitativos a los primeros conocedores de la obra, que reaccionaron con más desconfianza que aprobación.
Fue la verdad musical, artística y creativa de nuestro compositor la que le llevó a concluir la obra con estos diez minutos de música que son un homenaje a otro compositor, a otra época. Pero Brahms no concedería el privilegio de formar parte de esta ceremonia final a cualquiera. Quizá solo a dos apellidos: Beethoven, a quien por extremo respeto no recurrió en exceso; y Bach, a quien Brahms construye un altar cada vez que puede. Es precisamente el caso de este último movimiento, en el que una passacaglia de ocho compases (apenas catorce segundos) es presentada en los vientos de manera enérgica y con indicación forte, como si de un órgano caído del cielo se tratase, y es mostrada posteriormente en 32 variantes, a las que llamaremos variaciones, en un alarde de originalidad propio de la imaginación abierta, nunca conservadora, del de Hamburgo.
El guiño a Bach no es una coincidencia. Su música aparece de vez en cuando en su catálogo, de manera explícita (transcripción de su Chaconna en Re menor, BWV 1004, original para violín y reescrita para la mano izquierda) o implícita (en la Sonata núm. 1 para violonchelo y piano opus 38, en algunos de sus estudios para piano o en el final de esta Cuarta sinfonía). En muchos de estos recuerdos implícitos, Brahms no necesita citar algún extracto del autor (¿sería demasiado obvio?), pero sí se encuentra con él a través de reproducciones de su estilo o sus recursos: cánones, fugas, o en este caso, una passacaglia, un modelo muy utilizado por Bach en el Barroco y que consistía en proponer una frase de ocho compases cuya estructura armónica se expone repetidamente en múltiples variantes.
Las 32 variaciones que propone Brahms en este movimiento funcionan de un modo muy caleidoscópico. Pequeños elementos van cambiando o rompiéndose para que las distintas variaciones vayan sucediéndose con la misma fuerza narrativa de una estructura tripartita. Las 32 repeticiones armónicas no provocan una sensación de monotonía, ya que la fuerza expresiva es tratada eliminando las barreras estructurales entre cada frase, y construyendo un movimiento tremendamente expresivo, a la par que oscuro. El negro, que partía desde el gris inicial, ha llegado para quedarse.
Sería inútil comentar una a una las variaciones, pero cabe destacar que son un juego de orquestación digno de ser analizado por jóvenes compositores. Brahms demuestra un control total del uso de la orquesta combinando las distintas cuerdas e instrumentos, como trompas con timbales y pizzicato de cuerdas (var. 1), cuerdas apoyadas por dos fagotes (var. 4), juegos de pregunta-respuesta entre la totalidad de la cuerda y de la madera (var. 10), introducción de contramotivos en la cuerda que luchan contra la fuerza del viento (var. 16), secciones puntillistas (var. 22) y otros muchos ejemplos que hacen de estas páginas una de las aportaciones más interesantes del compositor.
Estreno
La sinfonía vio la luz a finales de 1885 en Meiningen, una ciudad al sur de Alemania. Fue primero interpretada en un preestreno para tres personas, entre las que se encontraba Richard Strauss. Tras revisar algunas cuestiones, la obra fue estrenada dentro de los conciertos de la orquesta de la ciudad. El público, deseoso de volver a recibir una nueva obra de Brahms, la recibió positivamente. Los asistentes aplaudieron de manera entusiasta después del tercer movimiento, pidiendo con el gesto una repetición del mismo que no sucedió, y finalizó con un aplauso convincente al terminar el cuarto y último movimiento.
Pero las interpretaciones en Meiningen, que sucedieron más de una vez, serían las únicas realmente exitosas en estos primeros estrenos. Poco tiempo después la obra viajó a Viena, donde cautivó los corazones de los críticos, pero no tanto el del público, que fue especialmente frío en la recepción de la obra. El incómodo silencio después del primer movimiento y los aplausos poco efusivos al final de la obra parecían anunciar el aprobado (raspado) que una sociedad con Mozart, Haydn y Schubert como referentes daba a una obra que tenía los méritos suficientes para ser estrenada en la capital, pero no para provocar los mayores halagos de uno de públicos más críticos del momento.
Solo el tiempo hizo que la obra fuese ganando en aceptación. Como todo en la vida de Brahms, la maduración fue imprescindible, y su Cuarta sinfonía se convirtió, en pocos años, en una de las obras referentes para toda Europa. 130 años después de su estreno sigue siendo una de las sinfonías más interpretadas de la historia, y una obra referente para los compositores que vinieron detrás de él.
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