‘La musicoterapia es la confección de un traje sonoro a medida para que las personas se luzcan y brillen’
Por David Gamella
Director Académico del Máster en Musicoterapia de UNIR
El título que precede a un texto es como la puerta que da paso a una estancia. El epígrafe aquí elegido tiene como misión acercarnos a esas sensaciones y experiencias positivas que surgen cuando escuchamos o interpretamos música, particularmente si es de nuestro agrado. Tal resultado obedece al incremento de las señales neuronales especializadas en el placer que van inundando todos los sistemas del organismo. Cuando nos valemos de esta cualidad de la música intencionadamente entramos en el terreno de la ayuda terapéutica a las personas. De esto hablaremos de aquí en adelante.
Los efectos benéficos de la música, aunque lo propio sería decir de las músicas, comenzaron el día que nuestros antepasados dieron orden a los primeros sonidos. Al cabo de los siglos conocemos tantos estilos y modalidades que sería impreciso destacar uno para definirlos a todos. Algunos pensarán ahora que nada como aquel electrizante tema rock, mientras otros tendrán claro que lo definitorio es aquella sublime sonata. Las categorías musicales son tan diversas como equidistantes, por no decir contradictorias, siendo todas ellas precisamente lo mismo: música.
La manera de percibirlas y sentirlas cambian culturalmente. A unos les bastan los primeros beats de un ritmo para entregarse frenéticos al baile. Otros requieren de un abordaje más intelectual y disfrutan de Wagner analizando ese La menor con séptima disminuida con quinta alterada en última inversión que caracteriza al acorde Tristán, antecedente del atonalismo. Sea como fuere, la música nos habla a todos en nuestra propia lengua. Son solo doce notas, como le diría Nadia Boulanger a Quincy Jones. Su carácter aéreo le otorga la ventaja de ser forma informe y camaleónica, capaz de adoptar la más dispar de las combinatorias, utilidades y significados.
Desde tiempos remotos la música ha sido un puente de conexión para llegar a lo inefable. Los cánticos religiosos, como ritos de expiación, servían para conciliarnos con el orden superior y dejarnos así liberados, conjuntados, sanados, readmitidos. La sonoridad musical ha sido una herramienta para identificarnos con el entorno y ponernos en armonía con lo que somos.
Los vestigios instrumentales más antiguos, flautas de hueso de la Cultura Auriñaciense, en el Paleolítico Superior, datan de, al menos, 43.000 años. Esto indica la existencia de un modo protomusical, inspirado, según Darwin, en los cantos de las aves y los sonidos de la naturaleza. Junto al uso de la voz y las incipientes representaciones pictóricas conformaron el primer sistema de signos creado por nuestra especie. A tenor de la ingente e ininterrumpida producción de todas las culturas y sociedades, podemos afirmar que aquello de las artes, de la música en particular, ha sido un elemento imprescindible para hacer de la huella expresiva un signo afirmativo de identidad. Por suerte lo sigue siendo a pesar de las incesantes desatenciones que el sistema educativo depara.
El potencial de la música es evidente. Su carácter referencial y evocador, su disposición estética de alcance universal, su diversidad y capacidad de impregnación y persuasión de las personas, son algunas de sus cualidades. Hablamos de una forma artística tan versátil y multiforme como inagotable. Por ello está presente en todos los espacios de nuestra vida y es un vehículo esencial de comunicación. Cuando nacemos nos acunan las nanas, luego acompaña nuestro desarrollo vital adoptando diferentes envolturas y significados, hasta que finalmente se torna un réquiem sonando solemne en la última despedida.
La música expresa ideas complejas y también cosas sencillas. Refleja estados emocionales y construye livianas metáforas de nuestro particular modo de ser y de estar sobre la faz del mundo. La música nos regala además la bondad de la expresión, esa mágica manera de lanzar fuera todo lo que nos emociona o impresiona dentro. Este gesto nos significa. Nos conecta con nosotros mismos. Nos vincula a quienes nos rodean. Recordemos el confinamiento por la COVID-19. La música fue la bandera sonora de los balcones proclamando que no estábamos solos en medio de ese mar de aislamiento y distancia. Es tan generosa, que cuando la pedimos que nos cuide, siempre responde.
La fortaleza de la música como terapia reside en ofrecer la experiencia compartida de crear a cambio de un reconocible estado de bienestar en momentos de zozobra. Los anglosajones, impulsores contemporáneos de la disciplina, usan dos palabras para definirla: music therapy. Esta conjunción bicéfala remarca que estamos más allá de lo musical. Aunque se disponen los materiales que maneja cualquier músico, en musicoterapia, que es como la designamos en las lenguas romances, la funcionalidad es otra, porque las finalidades son otras. Adjetivar así lo musical significa anteponer la comunicación al resultado estético final.
La música aquí es un medio de encuentro, puesto al servicio de las personas. El musicoterapeuta ayuda a musicalizar la vivencia del momento. Acoge las producciones sonoras de los pacientes dándoles un orden y un sentido en función del objetivo terapéutico que se persigue. Por ello sale del corsé del estilo y la forma musical. Se siente libre para repintar las normas del pentagrama, deformar los compases y acicalar los acentos, si con ello ayuda a liberar tensión, dolor, sufrimiento.
El extenso desarrollo de la medicina y la psicología han provocado un aumento exponencial de la calidad de vida. Tras décadas de especialización y planteamientos alopáticos, cada vez hay más voces trabajando con un enfoque sanitario más holístico. Las evidencias indican que la humanización de las prácticas médicas está en alza. Observar y comprender al individuo en su totalidad es tratar sus células y tejidos y a la vez cuidar el trato ante el sufrimiento y la adversidad. Eso hace mejor a la medicina. Cuando se atienden esas emociones tan poderosas que entorpecen los procesos curativos, como el miedo, la incertidumbre o la tristeza, se redobla la eficacia sanitaria. La musicoterapia juega aquí un rol complementario sumándose al mismo propósito curativo de las disciplinas terapéuticas oficiales.
En EE. UU. lo tienen muy claro. Forma parte del sistema de salud porque, además de aliviar a las personas en el proceso de enfermedad, ahorra millones de dólares al año en medicaciones y tiempos de estancia hospitalaria. En España los pasos van más lentos. También está presente en hospitales y residencias, en numerosos centros de educación especial e instituciones sociosanitarias de diversa índole, pero de forma digamos oficiosa. A pesar de la ingente producción científica reseñando las bondades de la música con fines terapéuticos, en pacientes y familiares e incluso en el personal sanitario sometido a un desgaste elevado, seguimos peleando para salir del listado de pseudoterapias.
En mayor o menor medida, la música nos afecta a todos sin necesidad de saber armonía o solfeo. La neurociencia confirma que nacemos con una innata predisposición al ritmo, los timbres y los tonos, siendo su canal de expresión el cuerpo. Desde la semana 16 de gestación nuestro oído ya lo capta todo. Por eso la voz de nuestra madre es el mejor calmante y el sonido cardiaco de su pecho el insustituible cobijo sonoro; ambos sonidos están asociados al reposo y el bienestar. Luego, la inmersión cultural, el gusto estético y la educación hacen el resto, de ahí que se pueda ofrecer musicoterapia a una gran variedad de personas.
Aclaremos que musicoterapia no es entretenimiento musical a un enfermo, no es tocar para distraer. Más bien nos referimos a la exploración y construcción progresiva de un espacio compartido de sonoridades musicales que está pautado por una relación comunicativa y terapéutica. Esta producción musical responde a las necesidades específicas de cada persona y a un tiempo y situación concreta. Dicho de otra manera, la musicoterapia esla confección de un traje sonoro a medida para que las personas se luzcan y brillen. Como todo buen ropaje implica medidas, creatividad, pruebas, ajustes… A veces basta un acorde para tirar del hilo del sufrimiento, otras veces es una letra creada por ambos la que cierra la herida melódica de lo innombrable. Cada persona es un camino, cada vida un afinación constante.
La música es eficaz en todo esto porque genera múltiples respuestas físicas, emocionales, psicológicas y fisiológicas. Ya lo recogen los primeros tratados musicales de Occidente. Baste citar Elementos armónicos de Aristoxeno de Tarento o Sobre la música de Arístides Quintiliano. Allí se desarrollaba lo que los egipcios llamaron Hy (alegría), lo que los indúes explicaban como representación estructural del universo y los procesos cósmicos de la creación, eso que también los chinos descubrieron en el confín del imperio donde habitaba la felicidad: la música. En esos textos relataban la experiencia proveniente de Mesopotamia y Egipto, de los Sumerios y los Escitas, de los Persas y los Indos, que en su confluencia con el modo de pensar griego y romano sirvió para entender lo bello, lo bueno y lo sublime que la música suscitaba.
Siglos más tarde la ciencia nos ha corroborado tales conjeturas. La neurociencia nos permite saber ahora que antes de que seamos conscientes siquiera de una nota, nuestro cerebelo, el córtex auditivo, el núcleo acummbens, el giro temporal superior o la ínsula, entre otras áreas cerebrales, han sido capaces de desgranar esa señal externa. Esta acción eléctrica promueve reacciones orgánicas por todos los sistemas del cuerpo. Así por ejemplo, catecolaminas como la dopamina, la endorfina o la oxitocina, van aderezando el cuadro de sensaciones placenteras, estímulos y recompensas, que cuando están orientados al beneficio de las personas convocan los tan nombrados efectos terapéuticos de la música.
La música se significa y nos significa. La música nos nutre y se nutre de nuestra experiencia. En estos tiempos tan convulsos nos toca aprender de ella que lo único permanente es el cambio. Estén o no conformes con lo anteriormente trazado, hagan sonar la música que más placer les aporte, siéntense junto a su instrumento si dispusiera de él y liberen el cajón de las notas. Sientan, canten, bailen al son de lo que intuyan. Dejen que la música haga el resto ante la contingencia. La puerta puede quedarse abierta.
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