Por Andrés Ruiz Tarazona
Después de visitar los museos de grandes —y no tan grandes— ciudades del mundo, los ya numerosos que mis años me han permitido recorrer, he llegado a la conclusión de que nadie —acaso Rembrandt— ha pintado como Velázquez. Claro que esto es ya hoy obvio, pues pocos casos habrá de artistas asediados por un consumo multitudinario como el de Velázquez. Pero durante años, por esas cosas extrañas de la moda y el gusto, el pintor sevillano dejó de estar en esa cumbre que le corresponde, cima entrevista ya, sin embargo por sus contemporáneos, empezando por Quevedo quien le calificó de «diestro cuanto ingenioso». Quevedo habla de sus manchas distantes y de cómo, con ellas, si retrata algún semblante, parece que es el reflejo de un espejo lo que resulta.
Pues bien, aquel «cavalier che spiraba un gran decoro», como dijeron los versos del veneciano Carlo Boschini, no tuvo rival en su arte; y con su carácter apacible y parsimonioso, su juicio sereno, y la siempre digna apostura que le otorgaba autoridad entre sus iguales, se alzó como uno de los más eminentes artistas de la historia. Fue durante el siglo XVII, el gran siglo español de las letras y de las artes. Un siglo en cuyas primeras décadas aún se alcanza a ver figuras de la talla de El Greco, Cervantes y Tomás Luis de Victoria; es el siglo de Zurbarán y de Murillo, de Correa de Arauxo y de Cabanilles, Lope de Vega, Quevedo, Tirso de Molina y Calderón de la Barca; de Góngora, de Gracián y de Francisco Suárez, de Montañés y Pedro de Mena, de Gómez de Mora y los primeros Churriguera; un siglo en cuya decadente postrimería surgen los primeros frutos del pensamiento científico de Feijóo o las óperas y zarzuelas de Sebastián Durón y de Antonio de Literes. Pero estos dos ilustres compositores no pertenecen ya a la época en que vivió Velázquez, es decir, entre el 6 de junio del año 1599 y el 6 de agosto de 1660 y aquí vamos a hablar de lo que fue la música española en ese periodo. El tema es amplísimo pues Velázquez llena tres quintas partes de un siglo especialmente rico en su primera mitad, durante la cual se inicia el periodo que hoy llamamos el barroco. En lo vocal, donde España había brillado tanto a lo largo del siglo XVI, aparece la llamada «seconda prattica», que formalizará la ruptura con la polifonía al modo palestriniano, una práctica fundada en el llamado «bajo continuo», acompañamiento organizado a partir de las notas más graves que sostienen armónicamente a la melodía; porque si hay una posible definición del barroco en la música, es esta: «arte de la melodía acompañada».
El desconocido siglo XVII español
Pese a lo mucho que ciertos estudiosos han investigado y publicado en los últimos tiempos (un Alejandro Luis Iglesias sobre García de Salazar; Mota Murillo sobre López de Velasco; Lothar Siemens sobre Patiño; Luis Robledo sobre Blas de Castro y Juan del Vado; Dionisio Preciado sobre Durón; Pedro Calahorra sobre Ruimonte, etc., etc.), el siglo XVII español sigue siendo un gran desconocido. Y lo es no sólo en lo referente a la historiografía sino en lo que atañe a la documentación y a la propia música, o no estudiada suficientemente, o perdida de modo definitivo.
Un gran desastre fue, por ejemplo, sobre todo en cuanto a la música teatral, el incendio del Alcázar de Madrid en la Nochebuena del año 1734, que arrasó el archivo musical de la Real Capilla.
Pese a tal contratiempo y a otros, además de a la desidia, que ha permitido pérdidas irreparables en muchos archivos, el XVII es un siglo magnífico, que se inicia con las últimas publicaciones del insigne Tomás Luis de Victoria, precursoras de la grandiosa polifonía instrumental del siglo XVII.
A medida que se va conociendo la música española del barroco, originada principalmente en los centros religiosos y en la corte, apreciamos mejor su evolución. La música polifónica venía repartiéndose por igual entre todas las voces, pero en el siglo XVII surge el arte de la melodía acompañada y en esos dos extremos -línea melódica y acompañamiento o bajo continuo- la nueva música cifrará sus mejores consecuciones. El bajo deja de ser una voz como las demás, para tomar la función de fijador, sostenedor de la armonía general.
Hay otras características del nuevo estilo barroco, como son: la policoralidad, el auge del acompañamiento instrumental, una exigencia tímbrica mayor, que implica la desaparición paulatina de la indeterminación instrumental, el aumento del cromatismo, el empleo de falsas o disonancias, etc.
En la polifonía religiosa se empieza a cambiar el viejo estilo contrapuntístico, de tradición flamenca y densidad manierista, por el nuevo contrapunto homofónico, que a veces incluye pasajes solísticos, etc.
Prácticamente en todas las catedrales españolas se cultiva la polifonía religiosa, bien siguiendo las pautas del siglo anterior en latín, o por medio de los villancicos en lengua castellana. Estos últimos van dando paso a un cambio progresivo, estético y técnico, que caracterizará al barroco. Las capillas de las catedrales más importantes viven un momento de esplendor y sus maestros, cantores y ministriles, van de un lugar a otro, se adscriben a una u otra capilla con tal movilidad, que nos recuerda a la de los fichajes de fútbol actualmente.
La música religiosa adquiere por ello una importancia capital. La policoralidad, incipiente todavía en la época del nacimiento de Velázquez, va ganando terreno y llega a hacerse práctica común.
Obras para dos, tres o más coros, empiezan a ser norma y la participación instrumental es cada vez mayor, produciéndose magníficos efectos espaciales ( y de color, contrastes, etc.), lo que hoy llamaríamos estereofonía, tan practicada por los maestros venecianos del siglo XVI.
Un músico importante en este sentido, fue Gabriel Díaz Bessón, nacido en 1590 en Alcalá de Henares. Gabriel Díaz fue cantor en la capilla de Felipe III, donde, al igual que Patiño, conoció seguramente a Velázquez. Estuvo en las catedrales de Granada y Córdoba, en la colegiata de Lerma y en las Descalzas Reales de Madrid. La mayor parte de su obra, inmensa y de extraordinario mérito, se perdió en el incendio del Alcázar, pero conservamos aún varias misas y algunos motetes espléndidos.
Esa policoralidad que se practica en los templos catedralicios y cortesanos (coro en el altar mayor, tribunas del órgano, capillas laterales, etc.) otorga un carácter eminentemente teatral a la música religiosa española del barroco. Esa concepción espacial da lugar a nuevos efectos sonoros.
Aunque su vida creadora pertenece más al tiempo de Felipe III, es interesante la figura del aragonés Pedro Ruimonte (1565-1627), bautizado en la popular parroquia de San Pablo de Zaragoza. En 1595 se trasladó a Bruselas al convertirse en maestro de música de la capilla y cámara del Archiduque Alberto y de la infanta Isabel Clara Eugenia, gobernadora de los Países Bajos. El año 1614 publicó Ruimonte, en la famosa imprenta de Pierre Phalese, su «Parnaso español», donde figuran algunos madrigales de enorme interés por su complejidad polifónica y de temática muy barroca como «Caduco tiempo».
Son numerosos los polifonistas destacados que inician o acaban su carrera en tiempos de Felipe III y de Felipe IV. Recordemos los nombres de López de Velasco, Alonso Lobo, Ruiz de robledo, Diego Pontac, Juan del Vado, Miguel de Irízar, Matías Ruiz, Gómez Camargo, Tomás Micieces, Cristóbal Galán, o Sebastián Vivanco.
Velázquez y los músicos
Resulta ciertamente extraño, o acaso revelador de un escaso interés por la música, la poca presencia que este arte tiene en la pintura de Velázquez. Parece raro que habiendo estado dos veces en Italia, donde pudo conocer a Monteverdi, Frescobaldi, y casi, casi coincidir en Roma con Froberger, y de haber sido pintor real, desde 1623, en la Corte, Ugier de Cámara y Ayuda de Cámara en el Alcázar de Madrid y desde 1652 Aposentador Mayor de Palacio, no pintase Velázquez a los muchos músicos españoles y extranjeros con los que hubo de tratar a lo largo de su vida. Felipe IV fue el rey músico por excelencia. En su «Laura de la música eclesiástica, Nobleça y antigüedad de esta sciencia y sus profesores» (Madrid, 1644), Juan Ruiz de Robledo, prior de la colegiata de Berlanga de Duero, dice del rey: «Desde los primeros años de su edad ha favorecido esta ciencia, no sólo como lo ha hecho siempre la Imperial Casa de Austria con singular afecto, engrandeciendo cada día más sus reales capillas…» y añade, después de compararle con el rey David: «ya ha compuesto admirablemente muchas obras en latín y romance….».
En la biblioteca del Alcázar el rey tenía, según Gómez de Mora «todo lo perteneciente a la mussica, de libros i instrumentos de diferentes suertes y grandeça». Incluso escribió Felipe IV un motete, «Ab initio», motete que, a instancias de Mateo Romero, utilizó el gran polifonista portugués Manuel Cardoso en una de sus misas parodia. Con tal rey no era raro que en Madrid se diesen cita tantos buenos maestros. A muchos los conoció Velázquez.
Compositores como Mateo Romero, llamado por sus méritos Maestro Capitán, Enrique Botelero, Andrea Falconiero, Carlos Patiño, Clavijo del Castillo, a cuyas tertulias pudo acudir recién llegado a Madrid; Juan Hidalgo de Polanco, arpista de la Real Capilla y compositor de zarzuelas y de óperas con textos de Calderón de la Barca; Juan Blas de Castro, fallecido cuando Velázquez regresaba de su primer viaje a Italia y gran amigo de Lope de Vega; Juan Pérez Roldán, a quien pudo conocer durante la época en que este fue maestro de capilla del Monasterio de la Encarnación de Madrid, donde brilló un polifonista de primera línea: Matías Juan Veana.
Música y pintura
En la pintura de Velázquez, a veces tan etérea y musical (recuerdo los versos de Lope «Oh imagen del pintor diestro/que de cerca es un borrón») no hay apenas reflejo del mundo de la música.
Un cuadro juvenil, «Los tres músicos», nos presenta una escena de taberna, o una venta, donde tres personas, dos adultos y un niño guitarrista, tañen y cantan. De los dos hombres, uno de ellos parece cantar o entonar para que otro afine un violín barroco. Son tres tipos muy españoles. En primer plano, sobre una mesa, pan , queso, vaso de vino, y cuchillo clavado (reloj de sol), nos recuerda el veloz paso del tiempo y de la vida, incitándonos al horaciano «carpe diem». El niño guitarrista no toca sino que sostiene en su mano izquierda otro vaso de vino. El cuadro se encuentra en Berlín (Gemäldegalerie). Otro lienzo de Velázquez en el que aparece un instrumento de música pertenece también a su última época, nada menos que el celebérrimo «Las hilanderas» (1657), también titulado «La fábula de Aracne».
Se representa en él la contienda de Palas Atenea, o Minerva y Aracne, cuando ésta tejió los amoríos de Júpiter, entre ellos el rapto de Europa (que se ve en la pintura), adoptando la figura de un toro. Minerva castiga a la doncella Lidia, gran tejedora, convirtiéndola en araña. El veneno de Aracne (la tarántula) sólo tiene un antídoto: la música, y de ahí que Velázquez sitúe una viola de gamba grave, de espaldas, de caja muy gruesa, en el mismo centro del cuadro. Casi nadie repara en ella, pero ahí está, apoyada en una mesita, permitiendo a las tres damas (sirenas, Bellas Artes, damas Lidias), una de ellas vuelta hacia el espectador del cuadro, contemplar con tranquilidad la transformación de Aracne en araña.
Poco antes de pintar Velázquez «Las hilanderas» publicó Andrea Falconiero su «Primo libro de canzone»…(Nápoles, 1650), donde se recogen 50 piezas instrumentales, para violines, violas «overo altro strumento». El libro está dedicado a Don Juan de Austria, hijo natural de Felipe IV y de la Calderona.
Posiblemente en Madrid, Falconieri coincidió con un excelente violinista inglés, Henry Butler, conocido por los madrileños con el nombre castellanizado de Enrique Botelero. Su «Canción, dicha la Preciosa», es perfectamente comprensible que llevara ese nombre.
Velázquez pudo bien conocer a Henry Butler y, por supuesto, trató durante años a Matheo Romero (1575-1647) maestro incomparable de la música religiosa y del villancico, músico que siendo un muchacho de 11 años entró como niño de coro en la capilla flamenca de Felipe II. En ella se formó nada menos que con Philippe Rogier; llegaría a ser un factótum de la música española, profesor de música de Felipe IV llevando su fama hasta Borgoña o Portugal, donde el rey Juan IV recibió en el palacio de Vila Viçosa en 1638. A Romero se le llamó «maestro capitán», «espíritu divino», «maestro de las musas» y fue, sin duda, artista favorito del rey Felipe III y de Felipe IV; amigo de Góngora, de Lope, de Salas Barbadillo y otros ingenios, es raro que Velázquez no le retratase.
En los últimos años de su vida tuvo que tratar Velázquez a Juan Pérez Roldán (1604-1672), el cual sucedería a Patiño como director de la Capilla Real de Madrid, pero que antes ejerció en la Encarnación de Madrid y en su juventud había ostentado el magisterio de la catedral de Toledo y de la de Segovia. Es autor de algunas zarzuelas, entre ellas la titulada «Tetis y Peleo». Su música tiene a veces intensa viveza y dramatismo, como se aprecia en su villancico a San Agustín y a San Francisco, «Al humillado».
Formas musicales en la época de Velázquez
El tiempo de Velázquez es la época dorada del villancico, un género que se fue imponiendo, como la cantata en Europa, contra viento y marea, frente a la severa polifonía clásica. Un género en el que se conoció el nuevo estilo barroco al introducir los primeros aires clásicos con la música española del siglo XVIII.
Contemporáneos de Velázquez tan importantes como Juan Bautista Comes, Ruiz Samaniego, Gómez Camargo, Jerónimo Carrión, Osete, Juan Manuel de Puente y otros, lo escribieron de gran belleza, aunque no es tan fácil interpretarlos bien, como, en general, toda la música religiosa de la primera mitad del siglo XVIII.
La participación de los cantantes varía según los casos. Lo más habitual es el empleo de coros diferentes, con distinta formación, combinando voces solistas con instrumentos o con cantantes de coro. Las voces superiores están encomendadas a los niños cantorcicos y a los «falsetistas». La técnica del canto irá evolucionando a lo largo del siglo y la mayoría de las capillas dan «ración» de voz solista a cuatro cantantes por lo menos (tiple, alto, tenor y bajo). La participación instrumental, cada vez mas intensa, se apoya en los ministriles de viento y, en especial, en los que integran el bajo continuo, imprescindible en esta época.
En el primer caso – cornetas, chirimias, sacabuches- sirven para doblar, sustituir voces o incluso tocar partes específicas destinadas a ellos. En ocasiones, cada voz o grupo de voces requiere determinados instrumentos de viento.
En cuanto al «continuo» -sostén armónico del conjunto- no sólo enriquece tímbricamente el apoyo instrumental sino que centra la afinación, tan complicada en esta época a causa de lo imperfecto y diverso de los instrumentos, de la carencia de un sistema temperado y de la vastedad de los ámbitos donde la música era ejecutada.
Por eso, en lugares amplios, cada coro llevaba su bajo continuo, pues de otro modo era muy difícil controlar las voces dispersas por la catedral.
Era frecuente, además del órgano, utilizar bajones y/o violines, violas da gamba, violonchelos, para doblar y reforzar las partes de bajo de cada uno de los coros.
Otros instrumentos, como el archilaúd, la lira, el claviórgano, eran también utilizados.
Por ejemplo; en el villancico al Santísimo Sacramento, «Si el pelícano de amor», composición de José Ruiz de Samaniego, (que era maestro de capilla de la catedral de Tarazona y luego lo fue del Pilar de Zaragoza), intervienen dos tiples, un tenor, dos violines, guitarra, vihuela de arco y clave.
Otro buen ejemplo sería el bello villancico de Miguel Gómez de Camargo (Avila 1618-Valladolid 1690) para la fiesta de la Virgen (15 de Agosto): «Paraninfos que en dulces motetes», realmente una joya de nuestro barroco, y de un maestro tan prolífico como poco conocido. Fue mozo de coro en Segovia y maestro de capilla en la colegiata de Medina del Campo, en Burgo de Osma, León y finalmente en Valladolid, donde falleció. Este villancico de Camargo consta de responsión a solo y a cinco, coplas a dúo y responsión de cierre.
A comienzos del reinado de Felipe IV, hacia 1630, el arpa se incorpora de modo habitual al continuo y lo hace con tal fuerza que resulta raro ver una catedral sin arpista.
En Toledo, por ejemplo, estarán a fin de siglo el célebre Diego Fernández de Huete y Matías Rodríguez.
El arpa va a comenzar a dejar de ser diatónica para, por medio de los dos órdenes, pasar a ser cromática.
También deberíamos recordar aquí la imparable ascensión de la guitarra, que dará, poco después de la muerte de Velázquez, obras tan interesantes como «Luz y Norte musical» (1677) del burgalés Lucas Ruiz de Ribayaz; «Institución de Música sobre la guitarra española» (1674) de Gaspar Sanz y el «Poema harmónico» (1694) del mallorquín Francisco Guerau, compositor al que Velázquez pudo bien conocer porque en 1659 se incorporó a la Capilla Real.
Vinculado al cultivo profesional del arpa figura el compositor Juan Hidalgo de Polanco (1614-1685), gran músico madrileño que dominó la escena lírica española hasta su muerte. De nuevo extraña que Velázquez no retratase a este fecundo maestro, al decir del duque del Infantado «único en la facultad de la música», pues fue «músico de su majestad en su Real Capilla» desde su juventud. Había ingresado en 1630 o 1631 como arpista y cembralista de la Real Capilla, conociendo de cerca al maestro Capitán, a Patiño, Martínez Verdugo, Peyró, del Vado, Marín, Galán, Francisco Manuel Correa y otros músicos relacionados con la escena. Sus conocimientos y prestigio (construyó un claviharpa, instrumento nuevo), hicieron que sobresaliese entre todos ellos y pronto fuera elegido por el exigente Don Pedro Calderón de la Barca para poner música a sus textos. («El golfo de las sirenas», «El laurel de Apolo», «Triunfos de amor y fortuna», «La púrpura de la rosa», «Ni amor se libra de amor», «El Faetonte», «La estatua de Prometeo» y «Hado y divisa»).
Pero la obra maestra de esa colaboración es la ópera «Celos aun del ayre matan», puesta en escena el 5 de diciembre de 1660, cuatro meses después del fallecido Velázquez.
Es la primera ópera completa que se ha conservado de un compositor español.
Personaje, característico de una época como la velazqueña es el músico José Marín (1618-1699) famoso cantante y autor, personalidad turbulenta y escandalosa, en cierto modo paralela a las de Lope de Vega y el joven Calderón.
Las numerosas canciones amatorias de Marín gozaron de enorme popularidad, y en ellas pueden apreciarse rasgos que aparecerán en la tonadilla de un siglo después. Con su música disfrutamos de los ritmos ternarios, tan peculiares en la música española del XVII; canarios, jácaras, españoletas, etc.
La música instrumental española fuera de España estuvo bien representada por el fraile agustino Bartolomé de Selma y Salaverde «suonator de fagoto» del archiduque Leopoldo de Austria. En su libro «Canzoni, Fantasie et Correnti» (Venecia, 1638), encontramos también interesantes balletti, gagliarde, madrigales, canciones glosadas, etc.
El órgano barroco español
Y vamos a terminar repasando brevemente uno de los capítulos más extensos y gloriosos del barroco español, el de la música para órgano; aquí encontramos a los herederos de aquella gran pléyade de artistas del teclado, del siglo XVI, encabezados por Antonio de Cabezón. Los nuevos organistas emplearon ya algunas innovaciones técnicas que determinan las características del órgano barroco. Hoy parece evidente la interacción entre las novedades técnicas aportadas por los órganos a fines del siglo VI y las innovaciones estilísticas que aportan los organistas en sus composiciones. Entre esas cosas nuevas merecen resaltarse:
- La expansión del teclado en medio registro o registro partido, que favorece cambios estéticos fundamentales e implica alteraciones en la parte interior del órgano.
- Aumento progresivo de los registros de lengüetería y aparición de nuevas mixturas.
- Empleo de falsas o disonancias.
- Sistema de «ecos». Consiste en colocar uno o varios registros en un secreto aparte, encerrados en una caja de celosías que el organista abre y cierra a voluntad, permitiendo el acercamiento o alejamiento del sonido.
- La Trompetería horizontal exterior, por la que se ha distinguido el órgano ibérico de los restantes de Europa. Los registros de lengüeta se ponen en la fachada, «en forma de artillería».
Los compositores son innumerables, pues cada organista estaba obligado a componer un cierto número de piezas.
El gran libro de la época es la obra del sevillano Francisco Correa de Arauxo («Facultad Orgánica», Alcalá de Henares, 1626), pero es justo citar a Diego de Alvarado, Sebastián Aguilera de Heredia, Andrés de Sola, Los Brocarte, Andrés Lorente, Gabriel Menalt, y el gran Joan Baptista Cabanilles. También Clavijo del Castillo fue una gran personalidad en su época, citado por Espinel en «Marcos de Obregón». Comenzó su carrera en Sicilia y Nápoles, luego vino a España (Palencia) y llegó a ser catedrático de la Universidad de Salamanca y organista de la Real Capilla.
En cuanto al ciego de Daroca, como fue llamado Pablo Bruna (1611-1679), es uno de los hitos en la música organística de la escuela aragonesa de su tiempo y su fama se extendió por toda España. Creó escuela en la colegial de Santa María de Daroca, figurando entre los mejores discípulos de Diego Xaraba, su sobrino. Felipe IV solía parar en Daroca en sus viajes a Aragón para escucharle tocar su célebre «Tiento sobre la letanía de la Virgen».
Digamos finalmente que, a partir de la muerte de Velázquez, la música española iniciará un proceso mimético respecto a la europea que muy pocos compositores eludirán.
La música de la primera mitad del siglo XVII, mejor o peor, es la más española de la historia.