Carlos Fernández Shaw (Cádiz, 1865-El Pardo, Madrid, 1911), libretista de ópera y zarzuela, dramaturgo y periodista, fue siempre poeta, desde niño y hasta sus últimos días. La relevancia de su poesía es tal que su hijo Guillermo lo llamó «poeta de transición» en la biografía que de él escribió (Un poeta de transición, Vida y obra de Carlos Fernández Shaw. Biblioteca Románica Hispana. Editorial Gredos. Madrid, 1969).
No tienen estas líneas intención de estudiar la importancia del poeta gaditano ni su carácter de enlace entre generaciones. Tampoco analizar el gran cuerpo poético del escritor (contenido, básicamente, en: Poesías completas. Editorial Gredos, Madrid, 1966), necesitado de un estudio exhaustivo y, desde luego, de una difusión que no tiene. Queda por delante tarea más que suficiente para expertos que sientan curiosidad y deseo de examinar el gran trabajo poético del autor gaditano.
Por José Prieto Marugán
Incluimos la selección musical de poemas musicales que dan soporte a este artículo: pueden descargarse en este enlace.
La música en general
La presencia de la música en la poesía de Fernández Shaw no es numerosa, pero sí muy variada. El poeta la encuentra en cualquier parte: en un barco, en la espesura de un pinar, al lado de un arroyo, en el mar… Producida no solo por instrumentos musicales, sino también por árboles, por agua, por distintas clases de aves y, naturalmente, por hombres y mujeres.
La música reseñada es bella y atractiva, aunque no siempre es poética y encantadora, en ocasiones va asociada a situaciones graves, injustas, tristes. En El poema de «Caracol» su protagonista canta y baila, pero sus brincos y coplas, música al fin, «recursos del hambre son», escribe Fernández Shaw, quien, al final del mismo poema, insiste en la idea: los niños mendigan, con buenos resultados económicos, «por la industria de las coplas».
Parece innecesario recordarlo, pero la música sirve a los hombres sin distinción alguna: en El transatlántico conviven «los himnos de amor y placer» de la zona de primera clase con las canciones nostálgicas y patrióticas de los emigrantes que sufren.
No falta la referencia al arte sonoro, como imagen gráfica; es el caso de las fraguas de Los cíclopes, en las que «resonaron los cantos de yunque y martillo».
Música en la naturaleza
El agua es frecuente protagonista de su poesía. Suena con «voz apacible» en El clásico huerto; el chorro de una fuente le recuerda «música grata, de tenue rumor» (Oh, sabrosos recuerdos); El agua del monte canta «con sones cristalinos» y, cuando llega al huerto, con sus «notas alegres», todo despierta: flores, pájaros… porque el agua es la música que anuncia la vida (La canción que no escribo). Hasta las gotas de lluvia sobre un cristal componen una canción arrulladora, plácida, leve (Canción de la lluvia), quizá muy parecida a la que «arrulla» su siesta (La vana alegría).
Son aguas del campo, del monte, vivificadoras y alegres. También le interesan las del mar, las que surcan los grandes barcos por caminos invisibles, los «palacios flotantes» llenos de gentes diversas en busca de otros mundos y destinos, los majestuosos veleros que esperan al viento para iniciar su singladura, y las barquitas de humildes pescadores que se echan al agua para buscar el sustento. Nada tiene de extraño que Carlos, nacido a la orilla del océano, lleve el mar en el corazón y en el recuerdo.
El suyo es un mar tranquilo en el que «cantan las olas serenas» (Las parejas), que arrulla el sueño del niño protagonista de Ángelus y que «canta» después de una gran victoria naval (El gran día de Lepanto).
No falta la imagen del agua poderosa y espectacular. Las Cataratas del Niágara arrancan del poeta las más expresivas palabras; el espectáculo grandioso resuena como «metálicos clarines».
Los árboles tienen música y Fernández Shaw sabe reconocerla. Los pinos cantan según su edad (Los pinos cantan) y el aire hace nacer en ramas y hojas la música alegre unas veces y triste otras, como lo es «el canto del olvido» (La loca del castillo).
Si hay en la naturaleza sonidos musicales son los cantos de los pájaros, que Carlos escucha y cuya voz reconoce. Verderones, pardillos, jilgueros y el ruiseñor, calificado como el cantor más ilustre, aparecen en El clásico huerto. Alondras y ruiseñores cantan en Tardes de abril y mayo. Pájaros cantores entonan «cánticos de amores» (Canto a mi tierra). El canario («Carceleras» del canario) lamenta estar enjaulado; el jilguero canta al mes de abril (Canción del jilguero) y la alondra al sol («Alborada» de la alondra). Incluso el canto del cuco parece poner «relojes en los pinos» (Cantos del pinar) en metáfora tan certera como original.
Es el ruiseñor el que aparece con más frecuencia. Su canto es alegre o triste (El ave vuelve a su nido) y tanto canta su amor a las estrellas (Cantos del pinar) como a la luna, o a los amores desdeñados («Trova» del ruiseñor); canta enamorado siempre, incluso cuando se pincha con la espina de un rosal (Remember).
En general, las aves trinan con su melodioso canto (La loca del castillo) o «cantan a porfía» (El pinar grande).
No falta en la naturaleza el molesto y monótono canto de la cigarra, que «con sus quejidos» impide dormir (La clásica siesta); ni la música «lentísima» de un rebaño que pasa (Otoñal) y que el poeta escucha recostado en el viejo tronco de una encina.
Música popular
La música que aparece en la poesía de Carlos Fernández Shaw es la más cercana a las gentes sencillas de la sierra y del llano; canciones cortas, profundas, certeras, directas e intensas que el pueblo anónimo ha esculpido con el cincel del tiempo y de la experiencia. Unos pocos compases y unas pocas palabras que destilan las esencias del amor, del odio, de la vida, de la muerte.
Carlos Fernández Shaw echa mano, en algunas ocasiones, de coplas populares que mantienen su frescura junto a sus propios versos, como el conocido villancico «La nochebuena se viene…» (La balada de los viejos) o la copla flamenca «A todos los ojos negros» (La niña de los ojos negros).
En estas músicas hay cantos alegres como el del marino que regresa (¡…Esperando!) o tristes, muy tristes, como La balada de los viejos, que todos conocen y cantan «con un tono siempre igual, con un rancio y plañidero sonsonete de juglar». Son cantos que celebran favores o lloran penas, entonadas al calor y a la luz de las llamas (La noche de las hogueras).
La ronda de mozos solteros a mozas casaderas es una de las más ricas manifestaciones de nuestras costumbres populares, y eso es lo que describe Cantares.
Mucho sabor tiene la Canción de rabel, poema en el que Carlos Fernández Shaw incluye y destaca un onomatopéyico estribillo típico de las canciones populares. En Coplas de pandereta, el poeta alterna estrofas propias con cantos populares que aquí se integran perfectamente en el lamento nostálgico de la historia.
Para hacer estas músicas no es necesario conocer la técnica. Es un don de los hombres. En El poema de «Caracol», el pastorcillo sabe «de músicas y canciones, sin que las notas le valgan, ni le valgan profesores» y «canta que se desgañita» y «baila allí cuanto le piden». Y aunque al poeta no le guste, lleva a sus versos la crítica de una música vulgar, deshonesta, irreverente, de una «canción canalla» que, a pesar de todo, es popular (Profanación).
Los instrumentos
También son de extracción popular los instrumentos recordados. La variedad es amplia: gaitas acompañan al canto nostálgico de los emigrantes (¡Adiós España!); las esquilas tienen un sonar menudo (El buen poeta) y acompañan a los cencerros. Cencerros también se escuchan en Bucólica y en El poema de «Caracol». Un inocente caramillo suena en El buen poeta. El rabel, instrumento pastoril por excelencia, lo encontramos en La noche alegre, aunque su sonido es definido como «ronco son», algo que no corresponde a su verdadera voz, aguda y chillona.
No faltan las castañuelas (El poema de «Caracol»), recordadas a través de un conocido refrán.
La guitarra, que le arrulla en la modorra del descanso tras el almuerzo (La clásica siesta), es instrumento de rondadores en el lado libre de una reja (La niña de los ojos negros) y, cuando se rompe, representa el resultado de la pelea de dos pretendientes encelados (La Leonor).
Vihuelas y guitarras acompañan los andares de la maja madrileña (La maja de los sainetes). Un laúd suena con «notas perdidas y tristes» (¿Volverán?) y la guzla es tocada con indiferencia por el protagonista de La cabeza de la sultana.
Instrumentos asociados a la milicia no faltan. El clarín aparece citado en La jura de la bandera y en El buen poeta y el poderoso sonido ambiente de la gran Catarata le parece al gaditano «resonar de clarines» (Al salto del Niágara).
La trompeta y el tambor anuncian la llegada de la alegre troupe de titiriteros (La música de los titiriteros); cuando se marchen, ¡pobres!, no será necesario que ningún instrumento lo anuncie. Trompetas y tambores, inseparables, se citan en El defensor de Gerona. También encontramos el sonido de estos últimos, «recio y ronco» en La noche alegre y con «redobles vivísimos» suenan en El poema de «Caracol».
Hallamos en la poesía de Fernández Shaw referencia a la corneta, pariente de trompetas y clarines; aparece con su voz «vibrante» en La jura de la bandera y con sus notas resonantes en Crepúsculo.
La música de un organillo es alegre (La buena dicha); «triste» la de la mandolina (Intimidades), y los barcos anuncian su presencia entre las nieblas con «cuernos marinos» (Bajo la bruma).
No faltan instrumentos más cultos, por así decirlo. Violines y violonchelos representan la música alegre, despreocupada y amable de los salones de los transatlánticos (Los palacios flotantes) y el canto mágico, «celeste», de un violín es el protagonista musical de Melodía.
Pero es la campana el instrumento que con más frecuencia aparece en la poesía del autor gaditano. Campanas que dan vueltas y vueltas, «aprisa», «alegres, tocando a misa» (Mañana de junio); que acompañan el paso de dos bellas mujeres (Campanas alegres); de sonidos vibrantes y lejanos (Frente al mar); que «gimen lentamente» (A la memoria de D. Ventura Ruiz Aguilera). Campanas cuyo «son es triste» (Ángelus), que «doblan fúnebres anunciando la llegada de la muerte» (Otoño y primavera), que llenan el espacio con su sonido sombrío y «de pavura el alma humana», o suenan a las 12, hora de misa mayor, en la que los creyentes sienten que «se alegran los corazones» (Canto vernal).
Las campanas tienen repiques cristalinos (Crepúsculo). Suenan en las torres de las ermitas (Dos historias en una) y llaman al peregrino con dulzura o tocan a rebato (El defensor de Gerona).
Son campanas de esperanza cuando tocan a oración (Bucólica); también lo es la pequeña campanilla «pertinaz y doliente» acompañando al auxilio espiritual (El viático) que lleva la confianza y la paz al enfermo en sus últimos momentos.
La campana trae al narrador el recuerdo de sus padres y de un hijo que se fueron (Toque de ánimas). Su sonido monótono, machacón si se quiere, siempre el mismo, una y otra vez, puede convertirse en obsesivo (La obsesión de la campana).
Aunque solo aparece una vez, hay que citar la referencia a una orquesta «mágica» que regala gratas notas para los barcos prisioneros de las brumas y para sus tripulantes (Los buques fantasmas).
Las formas musicales
En el mundo musical entendemos por forma la estructura de una composición. En un entorno poético, la forma musical hace más referencia al carácter de la música que a su entramado técnico.
Para Fernández Shaw, las barcarolas son «alegres» (Salutación), «hechizan y enajenan» (La escuadra inglesa), poema en el que también se escuchan, como nanas, «baladas escocesas». Otras baladas, de «dulces melodías», suenan en Intimidades.
Polcas, mazurcas y pasodobles forman el repertorio de Caracol, al que el muchacho serrano añade jotas, «que son los bailes mejores».
Un pasodoble militar se describe en el poema Paso doble; es la música que anima y acompaña un desfile de soldados. Vals y rigodón baila una moza en Un drama anónimo.
Un zortzico se canta a Las mozas de Iparraguirre; con una jota piden su amor a las mozas en ¡De Aragón!… ¡Qué buenas son!; un pasacalle de Chapí canta a la chulapa madrileña (En la Fuentecilla) y las alegres seguidillas representan a las bailarinas en Por tierras de Manzanares. Hasta «dulces malagueñas» se escuchan en Canto a mi tierra.
El villancico es forma sencilla propia del tiempo navideño y en poemas de esta temática lo encontramos. Buen ejemplo es «La nochebuena se viene…» que Fernández Shaw reproduce en La balada de los viejos, poema dramático que contrasta con La noche alegre, donde los villancicos cantados por niños son «preciosos».
Los himnos en la poesía del autor gaditano son variados: «de amor y de placer» los que suenan en los salones elegantes de El transatlántico; «de amor y gratitud» el que canta la alondra al sol en «Alborada» de la alondra y «religiosos» los que entona en el coro de la iglesia el sepulturero protagonista de Ángelus. «Cantos religiosos», que no son otra cosa que himnos, se escuchan «desde los minaretes» en La cabeza de la sultana.
Coplas y canciones son formas en las que el creador, poeta o músico, tiene entera libertad para crearlas. Coplas de amores cantadas por rondadores suenan en La Leonor, los cantos populares de La musa de la sierra son «libres», como las aves, van y vuelven, de boca en boca, «sabidos siempre por alguien», son cantos «que huelen a flores y coplas que a mieles saben».
No faltan citas exactas de canciones populares que se traban, con toda su fuerza, con la no menos potente poesía de Fernández Shaw. Es el caso de La niña de los ojos negros, donde el poeta gaditano incluye la letra de un conocido tango flamenco: «A todos los ojos negros, los van a prender mañana…».
La patria
Es una idea, un concepto y un sentimiento profundamente arraigado en Carlos Fernández Shaw. En su poesía está muy presente la España histórica y heroica, retratada en amplios poemas al Sitio de Girona, a la victoria de Lepanto y a la derrota de Trafalgar.
Pero no solo en las grandes gestas se detiene el gaditano. También en las pequeñas actividades cotidianas encuentra motivos para recordar a la tierra madre. La música campestre es «grata, como un canto de amor» para quienes han de dejar su patria (¡Adiós, España!) y en El transatlántico se recuerdan las «patrias canciones» que entonan los emigrantes que en él viajan.
Canción para Noche-Buena está dedicada «al soldado español» y en ella la diversidad regional de nuestros soldados, se expresa con la referencia al zortzico, a la sardana, a las jotas… «músicas diversas, más con un alma siempre igual».
Personajes de ficción y músicos
En el corpus literario de un poeta nunca faltan seres fantásticos que le sugieren aventuras o historias inverosímiles que son, en definitiva, compañeros de muchas horas solitarias frente al desafío de un papel en blanco, mientras hierve la cabeza de ideas y palabras que nacen y mueren.
El poeta cita las xanas (personajes fantásticos de la mitología asturiana y leonesa, especie de hadas que suelen habitar en aguas puras y cristalinas) que «cantan con dulce voz« (La fuente de las xanas); hadas (Canción de otoño) cuyos «cantos tienen vaga armonía»; sirenas cuyas canciones mágicas el poeta recomienda escuchar (Los cantos de la sirena) y gigantes de un solo ojo (Los cíclopes) en cuya fragua resuenen «los cantos de yunque y martillo, con hórrido estruendo».
No son demasiados los músicos dedicatarios de poemas de Fernández Shaw, a pesar de la relación que tuvo con varios de ellos por su condición de libretista teatral. El poeta gaditano escribió para Eduardo López Juarranz, Ramón Solís, Manuel Fernández Caballero, Ruperto Chapí Emilio Serrano, Ricardo Wagner y Emilio Arrieta, además de un poema dedicado a Margarita la tornera, la heroína de la ópera del mismo título musicalizada por Chapí y escrita por el propio poeta gaditano.
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