
Música y arquitectura viven dos realidades físicas muy distintas. Sin embargo, la manera en que son imaginadas las acerca hasta tocarse de formas que no sospechamos. El tiempo y el espacio no son, para el universo de la mente, más que dos pretextos para expandirse y transmitir pero, ¿cuál es la clave para comprenderlos?
A través de la comparación entre los estilos creativos de Béla Bartók y Le Corbusier, este artículo pretende desentrañar cómo ambas disciplinas se funden bajo un mismo fuego: el concepto de proporción.
Por Diego Mata Pose
Las ideas y la nada
Casi todas las formas de expresión artística se organizan por yuxtaposición de ideas pequeñas fácilmente interpretables. Estas unidades, a su vez, son divisibles en entidades todavía más cortas y provistas de un significado propio que corresponden con la forma en que pensamos y, según muchos autores, con la estructura de nuestro lenguaje. Este modo de concebir un resultado entero a partir de la unión de piezas menores obliga a la repetición de las partes y fuerza la aparición de ciclos. Dentro de este conglomerado, buscar similitudes facilita la comprensión del texto artístico. Cuantos más componentes no-iguales (o parecidos) se incluyan, más difícil será esta de aprehender, porque resulta difícil de memorizar al exigir pensar en más ideas diferentes.
Parece lógico afirmar que una correcta cohesión se logra contrapesando cuánto hay de material nuevo y usado en esta amalgama. Entre ítems semejantes existe, por tanto, un porcentaje de diferencia que los priva de ser iguales. Surge una relación. Algo que puede ser muy próximo o muy lejano, pero con gradientes. Este es el nexo invisible que analizaremos en este artículo.
Pensemos en las primeras músicas o las primeras arquitecturas que conocemos. El ritmo yambo, por ejemplo, uno de los tipos más antiguos de pies silábicos griegos, surge de la unión entre una sílaba breve y otra larga. Comparativamente sabemos que la sílaba breve lo es porque tiene una duración menor que la otra y ambas son diferentes. Así, podemos distinguirlo del espondeo, con dos fracciones iguales y largas; del troqueo, su contrario, o de cualquier otro ritmo en dos tiempos. De la misma manera, en las primeras construcciones de la prehistoria, una piedra más grande que las demás podía destacar para marcar un hito en el camino y convertirse en un menhir. Tanto si pensamos en un símil o en el otro, la diferencia que nos permite distinguirlos es meramente dimensional.
Cuando en el principio de los tiempos no existía nada, los primeros creadores tuvieron que imaginar formas con las que acotar los elementos que iban añadiendo al lenguaje de sus primeras arquitecturas y músicas. Si estos elementos se repiten originando ritmos, pensaron, es posible equilibrar su importancia comparándolos entre sí. La sílaba larga contra la corta, el menhir contra la piedra anodina. Solo entonces se descubrió el metro porque, ¿qué es medir sino comparar?
La proporción, el sentimiento transversal que todo lo une
En los diálogos del Timeo, Platón aseguraba que era imposible juntar un elemento con otro sin la ayuda de un tercero. Decía que, para que eso fuese posible, era necesaria una ligadura, la cual sería más bella si hiciese unidad de sí misma y de los elementos unidos por ella.
Medir llegó de la mano de representar y pronto aquel tiempo y espacio abstractos se convirtieron en realidades mucho más palpables y abordables por los creadores. No obstante, un mayor conocimiento de estos mecanismos demandará, a su vez, un mayor control sobre todas las piezas que conforman el puzle creativo. Las relaciones de tamaño, de importancia, que todos los elementos de la composición iban adquiriendo necesitarían ser sometidas para garantizar la coherencia interna de todo el discurso narrativo.
Visto que el metro era la única herramienta que cuantificaba esta magnitud, los autores de toda la tradición occidental no tuvieron más opciones que emplearlo de modo activo para dominar mejor todas sus obras. Las primeras relaciones establecidas en la arquitectura y la escultura eran eminentemente geométricas, con lo que la lectura más rápida que se puede efectuar arroja que los ratios de proporción más practicados eran los dobles y cuadrados de los números 2 y 3 (2, 3, 4, 6, 9, 12, etc.), valores sencillos y muy divisibles entre sí.
En el siglo VI a. C. Pitágoras consiguió codificar la interválica de las escalas griegas como razón de dos números enteros. Él descubrió que cualquier cuerpo, vibrado en toda su extensión, produce un sonido fundamental que puede variar su frecuencia en función directa de la masa efectiva sobre la que se aplica energía. A efectos prácticos, si coartamos por la mitad el movimiento de una cuerda que atacada al aire produzca un sonido fundamental determinado, obtendremos la octava justa aguda sobre la nota inicial. Si lo hacemos a un cuarto de la misma, obtendremos la cuarta justa, etc.
Lo interesante del hallazgo matemático, amén del descubrimiento del desajuste del círculo de quintas (comma pitagórica), fue apreciar que las relaciones más eufónicas entre notas surgían a razones más sencillas. Así, los intervalos considerados consonantes por los griegos, como el diapason (octava justa = 1:2) o el diapente (quinta justa = 2:3), tendían a expresarse en fracciones simples; mientras que aquellos asociados tradicionalmente con un carácter disonante, como el diatessaron (cuarta justa = 3:4) o el tono pitagórico (segunda mayor = 8:9), no lo harían.
A lo largo de los siglos, esta doctrina basada en proporciones sencillas se extendió a disciplinas extramusicales como la astronomía e influyó en cómo los pioneros de la ciencia moderna entendían el orden cósmico. Esta corriente sostenía la idea de que las órbitas de los cuerpos celestes que circundaban la tierra estaban regidas místicamente por los mismos números que Pitágoras había descubierto. Este pensamiento dominó buena parte de la Edad Media y arrastró a muchos humanistas que, al amparo de Kepler, defendieron a capa y espada la justificación del todo en los sólidos platónicos.
A pesar de que la mayor parte de las proporciones clásicas eran fácilmente cifrables como razones de números enteros, había otros valores geométricos que se resistían a este abordaje por no tener una traslación matemática tan directa, como por ejemplo la diagonal de un cuadrado de lado uno (√2 ≈ 1,414213) o la de un cubo también de lado unitario (√3 ≈ 1,732050).
Concretamente, existe un valor que es muy especial porque no solo vincula los elementos entre sí, sino que consigue relacionarlos con su crecimiento conjunto: la sección áurea.
La sección áurea es el corte de un segmento en dos, de forma que la relación de longitud del mayor con el todo es la misma que la del menor con el mayor ( , con lo que la relación establecida a:b resulta: ). Se trata de otro valor irracional, difícilmente expresable en formato decimal (, pero que se puede acotar mediante las razones entre los sucesivos términos de la secuencia Fibonacci (1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, etc.) a la que estos tienden infinitesimalmente.
Esta particularidad que tiene el número de controlar la agregación en módulos fractales fue aprovechada contemporáneamente por dos autores coetáneos y cuya producción se confronta siendo un reflejo mutuo de cómo música y arquitectura se estructuran en base a este pensamiento.
Crear sin creador: ¿puede el arte autocontrolarse?
Bartók era un naturalista empedernido y pionero en la investigación musicológica sobre el folclore de su país. Su afán por descubrir cuál era la razón del atractivo que para él tenía la música tradicional húngara le llevó a investigar sobre sus orígenes; equiparando sus irregularidades y singularidades con la morfología de los organismos naturales como plantas y moluscos (En los orígenes de la música folclórica, 1925).
Por su lado, Le Corbusier desarrolló casi toda su obra arquitectónica bajo el contexto bélico del período de entreguerras. La necesidad de respuesta a una crisis mundial precisaba de una arquitectura rápida para la reconstrucción, lo que obligaba a centrar todos los esfuerzos en estandarizar y universalizar la respuesta habitacional para poder implantarla en las mayores localizaciones posibles.
Ambas trayectorias convergen en un mismo punto y deducen que la mejor forma de seriar el proceso creativo, manteniendo un control estético y funcional sobre el resultado, se da a través de dominar su orden interno. Los dos concluyen que la conquista de la proporción les dará la clave para producir resultados libres de la carga de decisiones del autor. La sección áurea comienza a emplearse en el trabajo con un sentido proyectual propio, es decir, de forma que esta herramienta puede ya asumir o facilitar la creación en sí misma de una forma autónoma.
Béla Bartók y Le Corbusier, dos caras de una misma moneda
Realmente, todas las formas de expresión artística son un conjunto de reglas que por sí mismas trazan un orden luego cuestionado y resuelto por la evolución del discurso con el fin de avanzar en la narración. Los antiguos órdenes griegos, por ejemplo, eran una serie de normas que resolvían desde el detalle más pequeño de ornamento del capitel, hasta la relación de proporción existente entre los elementos sustentados (entablamento) y los sustentantes (columna) a lo largo de todo el edificio. Bartók y Le Corbusier recuperan esta idea de dejar al medio expresarse por sí mismo para convertir la creación, en sus respectivos campos, en un proceso científico e independiente.
Para materializarlo, los sistemas de representación de música y arquitectura se adaptaron a dividir el infinito tiempo y el infinito espacio en base a una nueva escala de proporciones áureas. En la partitura, Bartók ideó un sistema duplo para encajar este modelo de subdivisión tanto en el eje horizontal como en el vertical que contiene el pentagrama. Para ordenar la obra en el tiempo se usaron, como unidad de subdivisión, agrupaciones (secciones, frases, motivos) basadas en la secuencia Fibonacci, de forma que toda la red estructural de una pieza se dividía en secciones que guardan la misma relación entre ellas que con su desarrollo. Trazar un metro semejante en el eje vertical, por el contrario, implicaba cambios en la afinación, lo que tendría consecuencias directas sobre su armonización. Para extender el número a esta segunda componente, Bartók aunó su teoría de ejes armónicos con su visión de la música tradicional húngara y un nuevo sistema melódico. Este nuevo plan tomaba de nuevo la secuencia 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, etc., traduciéndola en escalas o células que utilizan el semitono como unidad de medida. Así, no es infrecuente ver que en los motivos de su música se emplea a menudo la segunda menor (1), segunda mayor (2), tercera menor (3), cuarta justa (5), quinta aumentada/sexta menor (8), etc.
Basta pensar en la estructura del tercer movimiento de su Música para cuerdas, percusión y celesta Sz. 106 (1936) para encontrar esta ley natural uniendo la extensión de los elementos de su lenguaje interno. En esta página musical, el clímax de la fuga ocuparía el compás 55 de un total de 89 tomando como referencia una subdivisión de negra. Aunque el guiño posiblemente más obvio para muchos pueda ser la entrada a solo con el xilófono en una misma nota repetida. Sus golpes se agrupan en conjuntos de 1, 1, 2, 3, 5, 8… notas, anunciando la intencionalidad del autor.
Por su contra, Le Corbusier, trasladó este principio de escala basada en los números de Fibonacci a las tres dimensiones del espacio sobre las que se mueve la arquitectura con un sistema métrico y compositivo conocido como Le Modulor (1948, 1953). Dado que la sección áurea modula el crecimiento en base a una constante, el arquitecto franco-suizo descubrió que cualquier composición cuadrada o cúbica de piezas realizadas con estas dimensiones devolvía un nuevo cuadrado o cubo también áureos. Estas combinaciones ofrecían ventajas en cuanto a la estandarización y fabricación en serie de elementos arquitectónicos, al tiempo que aportaban un plus estético al presentar un aparente desorden regido por la regla divina de la proporción.
La Unité d’habitation de Marsella (1945) es uno de los muchos edificios sobre los que Le Corbusier encofró esquemas del Modulor para enseñar con orgullo cuáles eran las ideas que soportaban su arquitectura. En sus planos se emplean dos escalas de Fibonacci (serie roja y azul) para acotar desde las medidas generales del inmueble (la altura libre de los apartamentos es de 366 cm y la balaustrada, de 183 cm, se divide espacialmente en módulos de 43 y 53 cm) hasta el despiece de los muebles de cocina (en rectángulos áureos de 113 x 96 cm).
Le Corbusier tenía fe ciega en la nueva era maquinista que traían los avances de principios de siglo XX. Dedicó grandes esfuerzos a teorizar y a explicar sus teorías, mientras que Bartók era muy receloso de su forma de componer y nunca explicó su medio creativo. No es la primera vez que la sección áurea se aplica como instrumento regulador en música o en arquitectura de un modo consciente. Crucial es el análisis de Roy Howat (Debussy in proportion, 1983) sobre cómo inadvertidamente Debussy fantaseó con el número de oro, y de vital importancia es el valor que este número tenía para todos los arquitectos del Renacimiento que siguieron la estela del libro de Luca Pacioli (De divina proportione, 1509).
Sea como fuere, lo realmente interesante de estas propuestas es que la coherencia y trabazón internas que adquieren la piezas corroboran que este sentimiento de proporción puede atravesar todos los estratos en que una obra de música o de arquitectura es concebible. Béla Bartók y Le Corbusier fueron creadores, sin saberlo, de un mismo mecanismo en el cual el único fin radica en el diálogo de importancia y cantidad que se produce entre sus piezas.
¿Cuál puede ser la clave para comprenderlas sino el disfrute de la belleza estética de la proporción en sí misma?
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