Si la Tercera sinfonía de Beethoven es conocida como su ‘Heroica’, la Tercera de Johannes Brahms (1833-1897) estuvo a punto de haber adquirido el mismo nombre. ‘La heroica’ de Brahms: así se referían a ella muchos de sus contemporáneos. La ‘sinfonía del encanto de la vida silvestre’, apostilló Clara Schumann. Nos adentramos en una de las obras orquestales más imponentes del Romanticismo musical.
Por Mario Mora
Johannes Brahms, una vida de la que brotan obras
La música de Johannes Brahms puede llegar a nosotros como un cóctel romántico perfecto: fuerza, nobleza, contrastes, una belleza que se encuentra tanto en los puntos culminantes como en las melodías más líricas. Pero esa música está escrita por un individuo con una personalidad compleja y una vida privada de la que no sabemos mucho, salvo que afectó enormemente a sus composiciones. Encuentros, experiencias, entornos o viajes que delimitaron el marco de muchas de sus obras, inspiradas por aquello que aquel día sucedió y, sobre todo, por aquel compañero que más tarde fue amigo y que acabó sembrando ideas que se convirtieron en parte de su colección.
En esta lista podemos citar varios nombres propios. El primero fue Ede Remenyi, un violinista húngaro que ofreció a Brahms su primera gira musical, y a través del cual accedió de buena mano a la música gitana que sirvió de punto de partida no solo para sus celebradas Danzas Húngaras WoO 1, sino para otros momentos de su música como el rítmico Rondo alla Zingarese de su Cuarteto con piano núm. 1 opus 25. En esa gira conoció también a un matrimonio que cambió su vida: los Schumann. El número de piezas para piano escritas por Brahms que Clara Schumann inspiró es incontable. Pianista, compañera, amiga y confesora, influyó también en obras junto a su marido, Robert Schumann (‘Variaciones sobre un tema de Él, dedicadas a Ella’ fue el subtítulo de las Variaciones sobre un tema de Schumann opus 9escritas por Brahms.). Por supuesto, el propio Robert, primer gran mentor del joven Johannes, fue altamente influyente para gran parte de su catálogo.
Además de Clara Schumann, hubo más mujeres que marcaron sus ideas compositivas. Una fue la hija de Clara, Julie Schumann, de quien parece que también Brahms cayó enamorado, y su imposible relación propició, además de un largo desconsuelo silencioso, la composición de la pesarosa Rapsodia para contralto, coro y orquesta opus 53. Agathe von Siebold, soprano destacada del momento y una de las únicas (y breves) relaciones que se le conoce a Brahms inspiró, al menos, el soñador Sexteto para cuerdas opus 36. Otras mujeres, en este caso en forma de coro ante el cual estuvo al mando como director, son felizmente culpables de varias obras poco conocidas pero deliciosas como su Ave María opus 12, sus curiosas Cuatro canciones para coro femenino, arpa y dos trompas opus 17, o sus Tres corales sacros opus 37.
Más amigos: sus encuentros con el clarinetista Richard Mühlfeld añadieron en su repertorio dos publicaciones con el clarinete como protagonista (su Quinteto para clarinete opus 115 y sus Sonatas para clarineteopus 120); y Joseph Joachim, uno de los violinistas más importantes del momento, inspiró con su virtuosismo no solo el Concierto para violín opus 77 o sus Sonatas para violín, sino que su amistad, confesiones, encuentros y desencuentros fueron el detonante de algunas obras como el Doble Concierto opus 102, compuesto para provocar su reencuentro después de graves desavenencias entre ambos, o la Sonata F-A-E, que comentaremos después.
La presencia de Joachim no se queda aquí: él y Hans von Bülow fueron dos nombres imprescindibles para entender también la Tercera sinfonía de Johannes Brahms, la obra que protagoniza estas claves para disfrutar de su música.
Música absoluta, pero expresiva
Puede parece una paradoja que la música de Johannes Brahms nos llegue con la máxima expresividad y emoción pese a que continuó la línea que algunos compositores centroeuropeos habían tomado en el siglo XIX y a la que el crítico musical Eduard Hanslick se refirió en 1854, por primera vez, como música absoluta: aquella que prescinde de cualquier aspecto extra musical para la misma, como escenas, personajes o sentimientos.
Hanslick argumenta que los sentimientos necesitan de lo orgánico, de lo vital, y no pueden ser representados como tal en la música. Y Brahms podría estar de acuerdo con esto, pero ello no es incompatible con la expresividad. El musicólogo Eugenio Trías contempla la descripción programática en cada una de sus obras y sinfonías; es decir, según él, es posible encontrar una línea narrativa que sucede a lo largo de cada movimiento con sus tensiones, distensiones, conflictos, resoluciones, temas líricos, temas apasionados, todo ello con un orden que parece cobrar sentido. Pero la clave está en que Brahms, ese sentido se lo otorga únicamente a la música. No existen, según estas teorías, paralelismos con la realidad, y todo lo que sintamos o creamos ver es, como decía aquel, ‘producto de nuestra imaginación’.
Pero entonces, ¿por qué hay tanta relación entre la vida y las amistades de este compositor y la música que produce? Precisamente esto es lo que nos ayuda a entender mejor su música. Brahms rechazaría darnos cualquier descripción física o humana del comienzo de esta sinfonía, pero seguramente no se hubiese alarmado si nosotros visualizásemos a una persona ante los bosques alemanes gritando feliz y entusiasmado. Conocer su momento vital puede ayudarnos a entrar de lleno en esos sentimientos que él no busca reflejar directamente, pero que indudablemente están ahí. Música por el espíritu de la propia música, brotando del espíritu de la propia vida.
Los años 80: la consagración de Brahms
Si los años 80 del siglo XX fueron para Queen y los Rolling Stone, los 80 del siglo XIX fueron para Wagner y Brahms. No mencionaremos aquí la ardua rivalidad que ambos tuvieron, pero es innegable que fueron dos compositores que, a finales de aquel siglo, se consagraron como la referencia para dos mundos que veían la música de manera diferente.
Johannes Brahms, quien sorprendió a todos desde sus primeros pasos, incluido a Robert Schumann (‘Brahms es el elegido […] está destinado a expresar idealmente su época’) se encontraba en un momento inmejorable. Después de sus dos primeras sinfonías, con exitosos estrenos en 1876 y 1877, publicó una serie de obras muy diversas, algunas de gran importancia (su Sonata para violín núm. 1 opus 79 o su Concierto para violín opus 83), y comenzó un periodo de menor producción, con algo de música de cámara y tres colecciones de lieder. Pero, en 1881, el prestigioso director de orquesta Hans von Bulow le ofreció su formación, la Orquesta de Meiningen, como orquesta de ensayo. Brahms podía disponer de ella para lo que necesitase: estrenos, pruebas o ajustes de sus obras. Su Obertura Trágica opus 81 o su Concierto para piano núm. 2 opus 83 fueron las primeras publicaciones que ya estuvieron marcadas con el efecto de este laboratorio que cualquier compositor habría soñado con tener.
La siguiente obra, dos años después, fue su Sinfonía núm. 3 en Fa mayor opus 90. Nos remontamos al verano de 1883. Brahms había planeado unas tranquilas y solitarias vacaciones en Bad Ischl, una ciudad-balneario en los paraísos verdes del corazón de Austria. Preparó el viaje y partió hacia allá, pero en ese camino en el que podemos imaginarle contemplando los paisajes que adornan el sur de Alemania, un golpe de inspiración le hizo cambiar sus planes. Todavía en el país germano, interrumpió su viaje, alquiló una casa en Wiesbaden y comenzó a escribir. Las ideas brotaban sin parar, y un encierro de cuatro meses resultaron en la finalización de esta obra de cuatro movimientos y unos 40 minutos de duración.
Esta concentración en el tiempo y en el espacio explican la inquebrantable unidad temática y la solida construcción de todos sus elementos. Son cuatro los movimientos que sostienen los pilares de esta obra sinfónica:
I. Allegro con brio
II. Andante
III. Poco allegretto
IV. Allegro
I. Allegro con brio
Cómo comenzar una obra de gran envergadura no es una decisión sencilla. El compositor alemán tiende a irse a los extremos con los inicios de sus obras: en unos casos elige la mayor sutilidad para los primeros compases (Concierto para violín, Concierto para piano núm. 2,sinfonías Segunda y Cuarta), y en los otros irrumpe con una fuerza que habrá provocado más de un sobresalto en el público (Concierto para piano núm. 1, Obertura Trágica, Sinfonía núm. 1). La Sinfonía núm. 3 pertenece a este último grupo.
Los tres primeros acordes son, además de sonoramente inconfundibles, muy significativos. Comienzan todos los vientos, sin cuerdas ni percusión, con un primer acorde de relajación (Fa mayor) al que le sigue un segundo acorde de tensión (disminuido) y, después, una vuelta al acorde inicial, al que se suman la cuerda y los timbales. Tres acordes que parecen gritar al cielo el lema sobre el que están compuestos: ‘Libre pero Feliz’ —en alemán, ‘Frei aber froh‘—, F-A-F, que son las notas sobre las que están compuestos estos acordes: Fa-La(b)-Fa.
El lema es una variación de otro lema, ‘Libre pero Solitario’ (‘Frei aber einsam‘), del que también nació otra obra, la Sonata F-A-E, escrita mano a mano por Robert Schumann, Albert Dietrich y Johannes Brahms, y dedicada al Joseph Joachim, autor de esta reiterada frase que utilizó durante su vida y con la que Brahms se sintió identificado en algún momento. Pero ese cambio de ‘solitario’ por ‘feliz’ nos puede dar una idea de la situación en la que se encontraba el compositor cuando acababa de cumplir los 50 años.
De esa soledad feliz emanan, en aquel alojamiento de Wiesbaden, los primeros temas. Uno puede sentir esa sensación de grandeza, de realización, escuchando a los violines tocando forte passionato con grandes saltos, bajadas y subidas que llegan a sumir al oyente en esa ola de éxtasis en la que nos podemos imaginar al compositor. Una transición algo más lineal y estable da paso al segundo tema, que podríamos identificar, aunque no esté así escrito, con un simpático vals. El clarinete y el fagot dibujan una línea juguetona a la que contrabajos, cellos, violas y flauta van acompañando con ese ritmo ‘a tres’ que parece estar bailando el compositor en un rincón de esa solitaria habitación en la que crea los mundos que le hacen feliz. Pero no puede haber felicidad sin un contraste de oscuridad, y esta llega en un tercer tema, breve pero dramático y misterioso que cierra, con la vuelta de la idea inicial, la primera gran sección que en esta forma sonata que domina a la sinfonía se llama exposición.
Después llega, según los cánones que Brahms siempre respetó, el desarrollo, que normalmente constituye una zona de conflicto. Y así es: el vals del segundo tema se vuelve dramático y el primer tema parece eliminar ese adjetivo, ‘feliz’, y acordarse de aquel ‘solitario’ que tantos momentos oscuros protagonizó. Disipada la niebla, vuelven con fuerza los acordes iniciales (reexposición), ahora repetidos dos veces, primero con las cuerdas y después sin ellas, para dar la bienvenida de nuevo al primer tema con toda su felicidad. Una melodía que muchos han insistido en asemejar a la Sinfonía núm. 3 opus 97 de Schumann, ‘Renana’, escrita décadas antes en un espíritu muy similar.
Los mismos temas vuelven a aparecer (el pequeño vals y el tema oscuro) para dar paso al episodio final, una gran coda que reafirma el carácter feliz, pero que, lejos de concluir con fuegos artificiales como podría esperarse, nos encontramos con una melodía que se va disolviendo hasta acabar en unos plácidos acordes tocados en piano por toda la orquesta.
II. Andante
El momento lento de la sinfonía llega con el segundo movimiento. Lejos de ser una sencilla pieza para relajar el carácter, está provisto de una complejidad temática y estructural poco propia de los movimientos de este tipo. Su duración es mayor que el tercer y que el cuarto movimiento, algo también fuera de lo común.
Sí es sencillo su comienzo. Dos clarinetes y dos fagotes presentan un primer tema plácido, tranquilo, en el que podemos ver a Brahms en esos paseos matinales antes de coger la pluma y seguir escribiendo. El tema va despertando, como el sol que asciende por detrás de las montañas, hasta culminar con notas más rápidas y cerrarse en una transición que desvela un segundo tema muy distinto: intrigante, reflexivo y con algún giro misterioso, cantado a dúo de nuevo por un clarinete y un fagot (después por un oboe y una trompa), y en este caso apoyado con el dolce de las cuerdas. El tema se interrumpe para volver, después de una zona oscura, al tema inicial, esta vez desarrollado y con una atmósfera de calidez que solo Brahms sabe conseguir.
El único punto culminante llega en el posterior desarrollo, en el que se van irrumpiendo, impacientes, los temas iniciales para presentarnos una recapitulación de todo el material temático. Pero no todo estaba ya dicho: una nueva melodía, la más soñadora y dulce, aparece al final del movimiento, sin previo aviso, con notas agudas de los violines que algunas orquestas interpretan con portamenti (pequeños deslizamientos del dedo antes de alcanzar una nota) para generar una sensación extremadamente placentera. El movimiento se cierra con los ecos del tema inicial, ya sin evolución, para morir en un esperanzador do mayor.
III. Poco Allegretto
Con el tercer movimiento llega uno de los momentos más inspirados de Brahms en todo su catálogo, con una melodía que todos tenemos la sensación de haberla escuchado alguna vez. Y es posible que lo hayamos hecho aún sin conocer la sinfonía, porque su intensa nostalgia le ha hecho formar parte de anuncios, escenas de películas e incluso videojuegos.
Si uno escucha la música, quizá no acierte a adivinar que el tempo indicado por el compositor es Poco allegretto, algo así como ‘un poco rápido’, pues el dibujo de las notas largas de la melodía nos da una sensación de estaticidad y movimiento lento, lejos de un scherzo al que pertenecería este lugar de la sinfonía. El tema principal, que parece pronunciar preguntas al aire, es presentado por los violonchelos y repetido después por los violines. Más adelante aparece un segundo tema más soñador, dolce, en el que los pizzicati de los graves parecen recordar aquel vals que se escuchaba en el primer movimiento.
La vuelta del tema inicial concluye la primera sección y, tras un acorde sostenido en el tiempo, comienza un capítulo central extrañamente abstracto: no existe una melodía como tal, sino que bloques armónicos se van sucediendo en las maderas. La cuerda toma el relevo en otra sección muy armónica, ahora sí con una melodía que parece volver a regocijarse en ese bienestar que Brahms debía sentir cada día en ese momento de su vida.
Como es propio en la música, llega una recapitulación que vuelve a recordar los temas iniciales y en la cual pueden volver a disfrutarse de manera completa, hasta que una última frase, como un suspiro final que llega incluso al forte, cierra el movimiento.
IV. Allegro
La viveza vuelve de puntillas al movimiento final, que comienza ligero pero oscuro, con una melodía al unísono entre toda la cuerda y los fagotes. Un comienzo sugerente que genera expectación para que, en un momento dado y casi sin esperarlo, los trombones realicen un gran crescendo para llegar a un forte de toda la orquesta que se espera en este tipo de finales.
Desde ahí, luchas con mucho ímpetu desembocan en un amable y viajero segundo tema, pronunciado por trompas y violonchelos en forte con un escueto acompañamiento en piano que genera una textura muy atractiva. La celebrada melodía vuelven a repetirla flautas, oboes, fagotes, trompas y violines en un momento que atrapa a todo tipo de oyentes por su simpatía y brillantez.
Un breve desarrollo con poco peso narrativo vuelve a dar paso a los temas antes escuchados para llegar a una coda final que sí ocupa una gran proporción del movimiento. Lejos de la búsqueda del aplauso fácil con una estruendosa conclusión, Johannes Brahms utiliza este capítulo final para ir disolviendo la energía y los temas que ha expuesto y finalizar con un extenso pianissimo que cierra, con dos acordes finales en pizzicato, la plácida última página de la Sinfonía núm. 3 de Johannes Brahms
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