Por Pepe Romero
Ser guitarrista es estar enamorado, enamorado de la guitarra, quererla como la quería mi padre, el guitarrista que con su sublime inspiración encendió la llama del amor que arderá para siempre en mí por la guitarra. La guitarra era él, y él la guitarra. Cuando escucho la guitarra escucho su voz: ‘Tócala siempre con amor. Sin prisas. Que nunca una nota atropelle a otra’.
Mi padre, mi maestro, mi guitarrista preferido escribió un poema poco antes de su muerte, el 8 de mayo de 1996. Yo tuve la gran suerte de estudiar con mi padre. De tenerlo como ejemplo y ver con qué profundo amor tocaba siempre, cuando estudiaba, cuando aprendía una obra nueva, cuando se preparaba para dar un concierto, cuando enseñaba… Su amor por la guitarra era contagioso.
Cuando yo muera
(a mis hijos, Celine, Pepe y Ángel, con mi gran amor eterno.
Yo espero que por el gran cariño que nos tenemos Dios nos dará la gracia de volver a renacer juntos)
Yo quiero, cuando yo muera,
juntar las cuatro guitarras
para que sean tocadas
con las campanas del alba.
Mi guitarra sin sonidos
yo no la quiero olvidada;
la quiero siempre sonada
como fue siempre conmigo.
Yo quiero que por las noches
sueñe con notas muy largas
y que vuelen por el cielo
y vuelvan de madrugada
para dormir en su estuche
hasta otra nueva jornada.
Yo quiero, cuando yo muera,
juntar las cuatro guitarras
para que sean tocadas
con las campanas del alba
y en vibraciones eternas
estén siempre con mi alma.
Yo quiero, Señor, yo quiero
oír siempre a mi guitarra.
La preparación del guitarrista ante el concierto
El problema principal que ocurre durante una actuación pública es que el intérprete se encuentra encadenado por su propio ego, manteniendo el pensamiento en la dificultad de la obra que ha de ejecutar y el resultado que el éxito o fracaso de su actuación tendrá en él. Esto es lo que provoca que el concertista esté pendiente de quiénes forman el público y qué influencia pueden ejercer sobre él. Es un pensamiento que se redobla y se multiplica si la actuación ha de ser perpetuada en grabación. Una ramificación muy perjudicial de este estado de conciencia es la comparación con los colegas y aún consigo mismo, creyendo que hay que mantener o superar un nivel establecido por el público, por los críticos, o por el mismo intérprete. La música no tiene nada que ver con ninguno de estos pensamientos. La música es abstracta, espiritual y sensual. Es fantasía, es sueño que vuela por las alturas del infinito, traspasando tiempos y lugares. Para volar con la música hay que matar al ego y detener los pensamientos negativos antes de que pasen. El intérprete ha de recrear y dar vida a la obra que duerme convertida en símbolos sobre un papel; símbolos que antes fueron sonidos, representando los sentimientos más profundos y secretos del compositor. Cuando una obra ha causado huella en el corazón y alma del intérprete, nos encontramos en un momento decisivo.El concertista ha de decidir si va a incorporar esta obra a su repertorio. Al tomar esta decisión existe un gran peligro: el ego nos preguntará si la obra nos servirá para demostrar nuestras habilidades. Si el concertista permite la menor contemplación de este tema puede tener por seguro que quedará de manifiesto y multiplicado en forma de nervios en el momento que ha de representar la obra ante el público. La pregunta que se ha de considerar es si el intérprete tiene las adecuadas y correctas cualificaciones para efectuar la obra como el compositor la concibió. Si la respuesta es afirmativa, la energía que se ponga sobre esta reflexión también se manifestará en el momento de manifestarse ante el público, pero en esta ocasión será en forma positiva y tranquilizante. Hay que recordar, en este punto, las palabras de Verdi: «la música es para conmover, no para asombrar»‘. El virtuosismo es un don igual que cualquier otro. El artista que lo posee tiene una gran responsabilidad y un gran peligro: responsabilidad de cultivarlo, mantenerlo y utilizarlo para el servicio de la música y de todos los que desean y necesitan escucharla, y el deber de transmitir y enseñar a los jóvenes artistas sin reservarse nada y convertir el entendimiento de su arte en un libro abierto sobre el que los jóvenes artistas puedan construir y desarrollar sus propias habilidades.
El peligro es dar rienda suelta al ego y usar ese don para vanagloriarse y sentirse superior a los demás. Las consecuencias de esta manera de pensar pueden ser devastadoras y han reducido a grandes virtuosos en pobres infelices, ciegos por el velo de los nervios e incapaces de gozar el fruto de la música.
Una vez elegida la obra, el concertista se ha de poner a trabajar su mecánica. Primero ha de encontrar una digitación que enlace perfectamente con la demanda técnica de la obra y las posibilidades físicas del intérprete, pensando siempre en quitar, a través de la digitación, todos los obstáculos que impidan que la obra cante libremente.
Fijada la digitación viene la etapa de memorizar la obra para conseguir lo que llamamos automatismo.
Automatismo quiere decir que se pueda tocar sin pensar en los movimientos de las manos. A este estado también se le puede llamar «memoria tactual», y es fundamental poseerla durante la actuación pública. Para lograrlo hay que hacer muchísimas repeticiones, repasando con el pensamiento consciente la visualización de cada nota, con su correspondiente posición en el diapasón y en cada cuerda, con ambas manos, dándole la misma importancia a cada nota, pero con cuidado de incorporar siempre, por muy despacio que se practique, las dinámicas.
Con cada movimiento hay un correspondiente sentimiento físico y juntos producen un sonido que ha de representar una idea. Este proceso jamás se puede perder de vista y ha de hacerse a una velocidad reducida. Estas repeticiones se llevan a cabo con o sin instrumento; lo recomendable es practicarlas de ambas maneras.
Desde el principio de la preparación hay que trabajar la parte superior, quiero decir, el concepto de la obra bajo el punto de vista estético sonoro. Dar relieve a las dinámicas y formas a las líneas musicales, cosa que tiene que ser dirigida por nuestro subconsciente. Antes de adquirir el automatismo mecánico sólo se debe trabajar esta parte mentalmente, cantando y escuchando la obra dentro del pensamiento sin usar la guitarra.
Una vez adquirido el automatismo se le suma el pensamiento sonoro, pero -como he dicho antes- dejando que las manos trabajen solas y que la vista, en lugar de dirigir, observe los movimientos y posiciones; el oído debe servir para enfocar el sonido que brota del instrumento con el sonido que brota en la profundidad del intérprete, resultando en una sola, limpia y perfecta imagen de acoplamiento entre el interior y el exterior. El resultado es hipnótico y la música en esencia dirige libremente la actuación.
La preparación y calentamiento de manos ha de hacerse gradualmente, trabajando escalas cromáticas, diatónicas, ejercicios selectos para ambas manos, ejercicios de gimnasia y uno o dos estudios de los preferidos por el guitarrista.
Estando ya preparadas las manos se ha de afinar lo más correctamente posible la guitarra. Al hacerlo se está también preparando la sensibilidad del oído. Ahora hay que estar unos minutos solo, respirando despacio y profundamente con los ojos cerrados, pensando únicamente en la contemplación de la respiración.
Por último, se anda con firmeza, seguridad, paz y, sobre todo, fe, hacia la silla del escenario. Se toma asiento y se respira tranquilamente. Hay que dejar que los pensamientos pasen sin acogerse a ellos. Entre un pensamiento y otro hay un espacio de tiempo en que la mente está en perfecto reposo. Es en este espacio cuando da comienzo la música.
El concierto
El concertista ha de cantar interiormente en todo momento y gozar como un espectador más, en lugar de tratar de dirigir la actuación, dejando que la música tome su propia forma y pase libremente por nuestra mente y el propio cuerpo, bañando nuestros oídos con sus potentes y purificadores poderes, siempre manteniendo el silencio interior.
Al salir al escenario nos encontramos frente a un público. La energía que desprenden los espectadores es de gran importancia para el concierto. El intérprete debe recibir esa energía y unirla con la suya, transformándola en luz y vibración que nos rodeará, formando una armadura impenetrable por ningún poder negativo. Esta energía facilita que el músico entre en un estado de super-conciencia y convierta el concierto en lo que el gran Arturo Rubinstein llamaba «momentos del infinito».
El músico ha de ser intuitivo, buscándose dentro de sí. Ha de saber por qué toca la guitarra. Yo la toco porque me gusta. Yo siento un enorme amor dentro de mí. Por eso soy músico. Porque necesito amar y la música es amor. La música une las mentes, los corazones, las almas de los públicos con el intérprete. Incluso une a nuestra época con el pasado ya que transpasa todas las barreras temporales. Éste es uno de sus grandes misterios. Desde niño he tenido la maravillosa oportunidad de ver a mi padre estudiar, interpretar, querer hacer con fidelidad lo que el compositor ha escrito y con él he aprendido que si nos enfrentamos a una partitura con humildad y amor, necesariamente encontraremos el espíritu del compositor con toda su pureza.
La guitarra debe, al mismo tiempo, inspirar al guitarrista. Ella tiene vida, tiene alma. No es un mueble. Las guitarras tienen tal sensibilidad que cada una me dice cómo quiere ser tocada. Dentro lleva todo el amor que le puso el guitarrero; un misterio inexplicable, análogo al del compositor y su obra.
Al interpretar estamos completando ese círculo mágico que existe en la música. La obra tiene que explotar dentro del corazón del intérprete. Durante el concierto el músico transmite al público su inspiración y el público llega al sentimiento divino que inspiró en primer lugar al compositor, cerrándose así el círculo mágico.
Pienso que jamás debemos perder la vitalidad de la obra. No es conveniente guardar tanto respeto a una obra que renunciemos a nuestra propia aportación. Por supuesto que el intérprete debe de ponerse al servicio del compositor, pero no olvidemos que todos estamos al servicio de la música. Y el intérprete es de una importancia vital. Debe estudiar la obra, empapándose de estudios. ¡Pero que los estudios no le apaguen el corazón!
Los guitarristas disfrutamos de una doble bendición además de la música poseemos la guitarra, un instrumento que vibra en nuestros brazos y que no sólo se escucha sino que se siente. El guitarrista siente cómo vibra el fondo, el mástil, la tapa…; es algo que nos abre la puerta a la inspiración. Si al dar la primera nota sentimos cómo la vibración física de la guitarra va unida al sonido y sentimos esa energía que brota del público, es entonces cuando se abre la puerta para pasar a un mundo superior, porque la acción de hacer música es una acción espiritual, una meditación.