Desde su estreno en Praga el 6 de septiembre de 1791, la última ópera de Mozart (considerando a La flauta mágica como un singspiel más que como una ópera tradicional) ha sufrido una tortuosa historia en su relación con los gustos del público. Tras un estreno algo frío, las representaciones posteriores consiguieron encender los ánimos del público praguense. Durante los siguientes cuarenta años, la ópera siguió gozando del favor de los teatros europeos, pero más o menos a partir de 1840 esta composición comienza a quedar en un olvido cada vez más profundo y prolongado. Los nuevos gustos románticos cuadraban más bien poco con la serena y fría disposición de la ópera seria, con la temática clasicista y con la continua ruptura del discurso musical que suponían los recitativos secos. Incluso para especialistas en la obra del genio salzburgués, como Einstein, Dent o Paumgartner, La clemenza di Tito consigue tan sólo un puesto de segunda o tercera categoría dentro del escalafón de las óperas mozartianas. La situación ha cambiado, sin embargo, desde hace un par de décadas aproximadamente: la valoración de la música ha primado sobre la del endeble y anquilosado argumento y cada vez son más los teatros de todo el mundo que programan esta verdadera obra maestra.
Por Andrés Moreno Mengíbar
Posiblemente en las ya mencionadas valoraciones negativas influyera cuanto se conocía en torno a la precipitada composición de la obra. Desde los primeros biógrafos de Mozart (Niemetscheck o Nissen, segundo marido de la viuda de Mozart), se venía repitiendo la misma «historia oficial» sobre la génesis de La clemenza di Tito. Se trataría de un encargo aceptado por Mozart más por dinero que por verdadero interés artístico, llevado a cabo mediante un trabajo febril y apresurado, incluso en la posta hacia Praga (dejando los recitativos para el alumno Süssmayr), y finalizando los últimos compases (horas antes del estreno) de una composición que, al fin y al cabo, sería calificada por la propia Emperatriz de ‘porcheria tedesca‘.
Toda esta historia no deja de ser verdad en alguna medida, pero investigaciones más detenidas de Tomislav Volek, Alan Tyson y H.C. Robbins Landon han arrojado consideraciones sorprendentes que despojan a La clemenza di Tito de la etiqueta de ‘chapuza’ mozartiana que había portado durante años. Partiendo de los mencionados especialistas, podemos reconstruir en breves líneas los orígenes de La clemenza di Tito.
En la primavera de 1789, alentado por la gran acogida que las óperas de Mozart gozan en Praga, Guardasoni decide encargarle al salzburgués una nueva composición escénica. El propio Mozart opta por el libreto de Metastasio sobre Tito, aunque requiriendo el concurso de un poeta que pusiese al día y acortase los largos y anticuados versos. Mozart inicia un viaje por tierras alemanas que le lleva a Dresde, donde Caterino Mazzolà residía y trabajaba; ambos se ponen de acuerdo y el poeta inicia la tarea a la vez que Mozart esboza y compone algunos números (el análisis de Tyson sobre las marcas al agua del papel del manuscrito demuestra que dos duetos y un terceto fueron compuestos hacia 1789, aunque asignando a un tenor el papel de Sesto). Pero a las pocas semanas Guardasoni pierde la concesión del Teatro Nacional de Praga, marcha hacia Varsovia y el asunto queda en el olvido.
Dos años más tarde, el empresario vuelve a dirigir el teatro de la capital bohemia y recibe el encargo de una ópera para las solemnidades de la coronación del emperador Leopoldo II como Rey de Bohemia. En el contrato se establece que la música deberá ser obra de ‘un celebrado maestro’ y basarse en alguno de los dos argumentos (sabemos que uno de ellos giraba en torno a la historia del rey sueco Gustavo Wasa) sugeridos por el Conde del Castillo, pero que en caso de que no diera tiempo se podría utilizar La clemenza di Tito de Metastasio. Parece que Guardasoni, dado el poco tiempo disponible, prefirió guardarse las espaldas al sugerir el tema de Tito, recordando el antiguo encargo a Mozart.
La primera intención de Guardasoni, no obstante, fue la de contratar a Antonio Salieri, entonces el compositor de mayor fama e influencia en la corte vienesa y el preferido por los nobles checos. Salieri, sin embargo, no pudo aceptar el atractivo encargo debido al exceso de trabajo que por aquellos días del verano de 1791 tenía en Viena. Su ayudante Joseph Weigl había sido requerido por el todopoderoso príncipe Esterházy para dirigir los festejos musicales en conmemoración de la coronación imperial de Leopoldo II. Haydn, su músico particular, se encontraba en plena fiebre de éxitos en Inglaterra y había anunciado a su patrón que tardaría aún unos meses en volver. De manera que, en una carambola a cuatro bandas entre Haydn, Weigl, Salieri y Mozart, éste acabó recibiendo la comisión de Guardasoni.
Mazzolà, por añadidura, se encontraba en Viena como poeta de la Corte, por lo que la elección de La clemenza di Tito era la opción más factible: el libreto debía estar ya preparado hacía tiempo y Mozart ya lo había empezado a musicar tiempo atrás, hasta el punto de que la gran escena y rondó de Vitellia con parte obligada de corno de bassetto ya había sido estrenada en un concierto en Praga el 26 de abril de 1791, dos meses y medio antes del encargo inicial a Guardasoni.
Aún y con todo esto, el tiempo apremiaba, porque todavía pasaría un mes hasta que el empresario retornase de Italia y le facilitase a Mozart el nombre y las características de los cantantes contratados. Mozart prefería actuar así para adaptar mejor su música a las posibilidades de los intérpretes y evitar cambios de última hora siempre enojosos.
Hasta estar en posesión de tales datos, fue componiendo las escenas corales y de conjunto y transpuso la parte de Sesto para la aguda tesitura de un castrato (aunque la acabaría cantando una soprano). A mediados de agosto ya estaba en Viena Guardasoni con la lista de cantantes: quedaban tres semanas para la fecha de estreno. El 28 del mismo mes llegaba Mozart con su alumno Süssmayr (en quien ha depositado la responsabilidad de los recitativos secos) a Praga. Los tres días y medio del viaje han sido aprovechados para componer los números restantes de la ópera y la semana escasa restante en Praga servirán para completar (aunque apurando hasta horas antes de la representación) la partitura.
Por fin, el 6 de septiembre de 1791 Antonio Baglioni (Tito), Maria Marchetti (Vitellia), la señora Antonini (Servilia), Carolina Perini (Sesto), Domenico Bedini (Annio) y Gaetano Campi (Publio) representaban por primera vez La clemenza di Tito.
Una apreciación mesurada de la obra debería dar luz a las innumerables bellezas que su partitura encierra. Es verdad que después de la trilogía que forman Le nozze di Figaro, Don Giovanni y Così fan tutte, donde Mozart alcanza la máxima maestría en la definición de un lenguaje musical plenamente teatral, La clemenza di Tito parece un paso atrás hacia un género abandonado por Mozart hacía una década. La rígida alternancia de recitativos y arias podría encorsetar a priori la fantasía mozartiana, mientras que la estructura tradicional del ‘aria da capo‘ podría obligar a una cerrada estructuración del discurso musical. Pero en tratándose de Mozart no existían barreras que no pudieran ser saltadas de forma brillante y genial. En primer lugar, la reestructuración del libreto pactada con Mazzolà convirtió el texto en una ‘verdadera ópera’, en palabras del propio compositor: fueron suprimidos los da capo de las arias, el texto fue notablemente recortado y reescrito, trocando la marmórea frialdad de los versos metastasianos en un texto de gran calidad poética, vivo, lleno de calor humano y de pasiones encendidas.
Por último, se insertaron diversos duetos, tercetos y números de conjunto que no existían en origen (el dramático final del primer acto, por ejemplo). Y, sobre todo, está la música de Mozart. Después de las inalcanzables cumbres logradas en sus óperas anteriores, no era esperable en Mozart una vuelta atrás a viejos estilos ya olvidados. Una audición morosa y amorosa de esta ópera descubrirá la enorme sabiduría de los acompañamientos orquestales de las voces, que recuerdan plenamente tanto los de Così fan tutte como los de La flauta mágica. La ternura de algunas arias y duetos sólo es comparable a la de Le nozze di Figaro. En fin, la grandiosidad de los movimientos corales nos trae inmediatamente al recuerdo los acordes solemnes de la música ceremonial masónica.
Los referentes masónicos, por último, no son menos abundantes en la música de La clemenza di Tito que en la de La flauta mágica: tonalidades con tres bemoles o tres sostenidos, intervalos de terceras verticales y horizontales, ritmos ternarios, células rítmicas repetidas tres veces, el protagonismo de las maderas (entre ellas el clarinete y el archimasónico corno di bassetto, ambos interpretados en Praga por el amigo y hermano masón Anton Stadler) o el propio argumento, que ensalza las cualidades de un soberano coronado de todas las virtudes, clemente e ilustrado; es decir, el modelo masónico de gobernante.