Texto: Sofía M. Gascón
Ilustración: Iciar L. Yllera
Tras el inmenso ventanal de la suite del Hotel Reina Sofía, una melodía araña sus paredes. Algo ocurre. Se escuchan burbujas estallar en el cielo del agua de esa rebosante bañera de cristal, y en el salón, una botella de champán se desperdicia sobre la alfombra. Aún se escucha cómo traga aire por última vez. Un vestido yace, deshecho en el suelo, y el perfume caliente del jabón del baño llena la habitación de lavanda. Mientras, en el salón, unas rosas arden llenas de rojo. Y en el dormitorio, unos susurros deshilachan ese puzle perfecto de silencio y de quietud.
—Ya está, tranquila. Tranquila mi amor. Todo va a salir bien. Mírate, estás preciosa. Nunca te había visto tan resplandeciente como hoy, ¿sabías? Pareces un ángel, así, tan quieta y calladita…Oh, mi amor, no me mires así. Ya sabes que lo he hecho por nosotros, por ti ¿No lo ves?
Ella también arde de rojo.
—Tenías razón. Así, de rojo, estás mejor. Siempre te ha favorecido. Eres tan pálida y angelical, que el rojo pasión te contrasta. Te da carácter, ¿entiendes? Oh, mi amor. Te quiero tanto…¿Tú también me quieres a mí, verdad?—Sonríe—. Ven anda, abrázame.
El líquido aún caliente que recubre su cuerpo, la hace resbalar entre sus manos.
—Jajaja. Ay, cielo. Pareces un pescadito.
La cama, deshecha de besos, aún palpita roja y blanca.
—Dios, es que… Estoy tan enamorado de ti… ¿Lo sabes, no? Desde el día en que te vi, toda pizpireta, llenita entera de inocencia. A veces te portabas mal conmigo, pero ahora los dos hemos aprendido a querernos y a respetarnos, ¿verdad? Hay veces que a uno le resulta difícil comprender que la persona que tiene ante sus ojos es el amor de su vida. Y tú… eres tan niña, que te daba miedo dejarte querer, ¿verdad? Ay, mi niña… Ahora ya no hay por qué preocuparse, mi amor. Formaremos una familia, tú y yo juntos. Viviremos en una casa en el campo, sin nadie que nos moleste, y seremos felices para siempre.
Sonríe y acaricia su pelo lacio color cobre, sus manos lacias color claro, sus mulsos lacios estrellados, y le deposita cuidadoso un beso en cada ojo, llenos de noche, repletos de luna.
—Ven, vamos a darnos un baño juntos, ¿quieres? Ya he preparado la bañera, como a ti te gusta. Vamos, te llevaré en brazos.
Un reguero les acompaña, sinuoso, sobre la moqueta de la habitación, sobre la alfombra del salón, y finalmente llega hasta el marmolado suelo del baño.
—Entra tú primero, que te estás quedando helada, mi vida. Yo mientras, voy poniendo la música.
—Oh, la Carmen me retrotrae tanto a nuestros inicios. ¿A ti no te encanta?
La bañera se tiñe de rojo opaco, y tal vez por la música o tal vez por la esperanza, un aleteo aún consigue hacer palpitar el agua.
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