La Alhambra es un edén, un Alcázar vaporoso, donde se vive en fiesta perpetua (…) Todavía hay quien al visitar la Alhambra cree sentir los halagos y arrullos de la sensualidad, y no siente la profunda tristeza que emana de un palacio desierto, abandonado de sus moradores, aprisionado en los hilos impalpables que teje el espíritu de la destrucción y esa araña invisible, cuyas patas son sueños
Por José Manuel Gil de Gálvez
Ángel Ganivet, Granada la bella
El siglo XVIII vislumbró el nacimiento de un género literario que alcanzó su mayoría de edad durante la centuria siguiente y que plasmó en papel guías de viaje más o menos exactas que se transformaron en narraciones, pinturas, así como esculturas o arquitecturas bañadas de historias románticas que encontraron en España y, concretamente, en Andalucía, el foco perfecto de inspiración. Granada y el exotismo del legado andalusí se convirtieron en una imagen idealizada de la España del siglo XIX en donde los bandoleros, el flamenco, las mujeres con carácter y apasionadas, así como los toreros o los parajes peligrosos, entre otros, fueron el sello de identidad de una nación que se convirtió en el país romántico por excelencia.
Sobre estas bases nació, durante la última década del siglo XVIII y primeras del XIX, la admiración por la Alhambra granadina como testigo de importantes hechos históricos, así como faro de inspiración y referente exótico que impregnó todas las manifestaciones culturales, entre ellas la música y todos sus géneros, desde la sinfónica, a la zarzuela, la canción o la música de cámara. Esto generó un importante corpus de obras inspiradas en el mito del monumento nazarí que hablaban de sus entornos o de figuras importantes tales como Abén Humeya, la Guerra de las Alpujarras o Boabdil.
Con el nombre de alhambrismo denominamos hoy a un movimiento cultural surgido como mezcla de romanticismo y orientalismo exótico con el cual se conoció esta visión singular a la vez que idealizada de España. Llegados a este punto, merece la pena comentar la visión de algunos compositores que apuntaron la no existencia de una inspiración en la música árabe, debido a que realmente no se tenían muchos conocimientos de esta y que se tomaron los recursos existentes en la música andaluza, tales como escalas e intervalos, y se asociaron con lo oriental a la vez que con lo andaluz. Estos compositores, más bien, aludieron a la existencia de una visión simbólica de este mundo, a camino entre lo árabe y lo andaluz, y síntesis de un tópico que los compositores europeos acogieron e identificaron con nuestra nación.
Alhambrismo musical
En primer lugar, hemos de recordar que compositores como Glinka, tratado en esta sección el octubre pasado, o Liszt, ya han sellado su paso por el sur de España con obras de marcado carácter popular y que, por tanto, nos mostraron un camino claro por donde transitar. Igualmente debemos señalar que a la postre lo que hoy conocemos como alhambrismo se visualizará como una corriente musical específica de carácter neohistoricista y tendencia pintoresquista, incluida en lo que se ha venido llamando nacionalismo musical español, ubicada inicialmente en el romanticismo y que posteriormente irá progresando en otros estilos. Dividido para su estudio en tres periodos, la primera producción musical alambrista se ubica aproximadamente entre los años 1848 y 1866, aunque ya hay ya alguna pieza anterior, y sienta sus bases principalmente en la literatura, con autores como Washington Irving y su Cuentos de la Alhambra o Victor Hugo y Las Orientales, entre otros.
Si nos situamos en aquellas primeras obras musicales, la ambientación alambrista ya está presente prematuramente en obras como Boabdil, último rey de Granada de Saldoni, acabada en 1845, o La conquista de Granada de Arrieta del año 1850, presumiblemente la mejor ópera del autor. Igualmente, de perfume morisco son las obras de Barbieri, Giner y Vidal y Gaztambide, Los diamantes de la corona (1854), El adiós a Boabdil (1860) y La conquista de Madrid (1863), respectivamente.
Pero, sin lugar a dudas, de todas las obras que podemos destacar durante este periodo, la titulada Adiós a la Alhambra cristaliza como una de las más importantes del momento. Esta ‘cantiga morisca’, subtítulo que acompañaba al nombre, fue escrita para violín en el año 1855 por el compositor y virtuoso violinista cántabro Jesús de Monasterio y Agüeros, protagonista de esta sección del mes pasado. Monasterio tuvo contacto con el monumento nazarí durante muchos años, pues incluso en alguna ocasión defendió al mismísimo conservador de la Alhambra, el Sr. Contreras, que mediante carta fechada el 29 de diciembre de 1878 se lo agradecía personalmente en estos términos:
‘Muy señor mío y de mi mayor consideración: No he sabido hasta hoy la noble y generosa actitud que tomó usted en la discusión que sobre mi personalidad artística se promovió en la Academia de San Fernando; por ello me apresuro a manifestarle mi sincera y profundísima gratitud. El sello de imparcialidad que revelaban sus palabras en aquel acto, calmaron las pasiones de los que iban a sacrificarme en la lucha de pasiones contrarias sobre el sistema más o menos acertado de conservar la Alhambra, en lo cual, confieso a usted ingenuamente, sigo más la opinión de los sabios que la mía propia. De cualquier modo, solo me cumple hoy manifestar a usted la inmensa gratitud que le deberé siempre por haber salvado, no solo mi pobre reputación, que poco puede valer, sino la verdad que ofrece una serie de 32 años de trabajos consagrados a revelar al mundo las bellezas artísticas de la Alhambra’.
En el plano compositivo, Adiós a la Alhambra asienta sus bellas melodías sobre un lenguaje musical descriptivo, propias de un arabismo clásico, con alternancia modal y uso de ritmos contrastantes entre secciones. A lo largo de toda la partitura podemos encontrar el uso de ornamentación melódica con floreos, así como el empleo de la sexta napolitana o la conocida como escala andaluza. La partitura está pensada para el lucimiento del violín, evocando la nostalgia, los colores y aromas, en cada una de sus notas, del palacio granadino, acompañado o bien del piano o de la orquesta. Esta partitura es toda una elegía por la lejana Alhambra y adquirió gran difusión no solo en nuestro país, sino también en Europa, gracias a la interpretación de importantes instrumentistas. Sin duda, es la pieza que marca el camino a todas las obras escritas para violín de inspiración española, que se irán sucediendo a lo largo del siglo XIX, con Sarasate a la cabeza.
El segundo periodo abarca, aproximadamente, desde de la década de 1870 hasta prácticamente la de 1890, y supuso la consolidación de este movimiento cultural como consecuencia del gran número de obras escritas que sin duda podemos adscribir a esta corriente, insertadas ya en un claro andalucismo musical e inspiradas en nuestros pioneros románticos, Sor y Gomis, que buscan una sonoridad basada en la guitarra. Son tiempos donde ese arabismo es conmutable por lo andaluz y, por tanto, con lo español, que se basa en los giros musicales que entonces había en Andalucía, heredados de ese pasado árabe, algo rematadamente exótico. Al respecto he de decir que aunque no fuese música estrictamente árabe, esos giros arcaicos heredados y evolucionados, cuando son interpretados en países árabes —algo que hago con relativa frecuencia— son rápidamente identificados: cantos de ida y vuelta en toda regla, que por analogía encuentran un símil con lo que nos une musicalmente con el mundo hispanoamericano.
La producción musical de este periodo en su mayoría estuvo dedicada a la música de salón. Los años de la Restauración borbónica vinieron a cimentar este estilo con compositores tales como Bretón o Chapí. Son destacables los trabajos de Carreras, Al pie de la reja (1873); Hernández, ‘Serenata morisca’ de Granada (1873); Marqués, Sinfonía núm. 3 (1876); Chapí,’Serenata’ de la Fantasía morisca (1879); y Bretón, En la Alhambra (1881), tal vez la más inspirada de este periodo.
Como piezas de transición al tercer y último periodo situamos a Los gnomos de la Alhambra (1889) de Chapí y al Capricho árabe (1888) encarnado en la figura de Tárrega. Hablar del Capricho árabe es hablar de una de las obras más emblemáticas del patrimonio musical español. Una melodía que podríamos imaginar interpretada con un ud (laúd árabe), y que fue dedicada a su amigo Tomás Bretón. Esta pieza fue compuesta tras un largo viaje por Andalucía y el norte de África. Por cierto, ¡se me olvidada recordar su célebre Recuerdos de la Alhambra (1896)!
Llegamos definitivamente al punto de inflexión más importante en esta corriente: La Vega (1897), obra escrita por Isaac Albéniz, que supuso una importante evolución estilística del compositor e iba a ser el segundo movimiento de una partitura mayor titulada Suite Alhambra, inacabada. Esta pieza se convirtió en una joya representativa de este movimiento cultural, y que sin duda dio el pistoletazo de salida indubitado al tercer periodo. Cuenta la historia que al ser escuchada por el compositor francés Claude Debussy en un concierto ofrecido por el propio Albéniz al piano, el compositor galo no dudó en comunicar su necesidad de viajar a España para descubrir Granada y su monumento nazarí. Si bien Debussy nunca viajó a tierras andaluzas, esto no impidió que el impulso creador de su genio ofreciera la visión del compositor a través de partituras evocadoras nacidas al contemplar algunos grabados que encontró en las publicaciones de revistas. Y es aquí en donde nace su obra escrita para dos pianos y titulada Lindaraja. Pero en un ‘segundo viaje’, cortesía de una imagen impresa enviada a París por Manuel de Fallay que plasmaba un rinconcito del edificio nazarí, nace La Puerta del Vino, preludio para piano que siguiendo indicaciones del propio Falla cristaliza como el momento de letargo de la ciudad mora en donde sus gentes se encuentran durmiendo la siesta.
De Albéniz no podemos olvidar su obra póstuma Azulejos, que terminaría Granados y, además, debemos recordar también a Turina y ‘El camino de la Alhambra’, que pertenece a Cuentos de España. Llegamos a Falla, del que hablaremos el próximo mes, recordando ‘En el Generalife’ de sus Noches en los jardines de España pero, sin duda, es Psyché, la que mejor se inserta en esta corriente y de la cual nos dice el maestro:
‘Recordando que Felipe V y su mujer Isabel Farnesio habitaron hacia 1730 en el Palacio de la Alhambra, imaginé, al componer esta Psyché, un pequeño concierto de corte que pudo celebrarse en este Tocador de la Reina, que llamamos igualmente “Tocador de la Reina” y que situado en una alta torre, tiene una vista magnífica. El interior de esa estancia está decorado de la manera que ilustró esa época. Mi música se ha esforzado por parecérsele y es muy natural que las damas de la reina tocaran y cantaran sobre un tema mitológico muy de moda en aquel tiempo’.
Por José Manuel Gil de Gálvez
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