Por Martín Llade
El hijo del tabernero
El 14 de marzo de 1804 un niño venía al mundo en el número 7 de la calle Flosgasse, situada en el barrio vienés de Leopoldstadt. Los padres del pequeño, Franz Borgias Strauss y Bárbara Dollmann llevaban poco más de seis años casados y regentaban una taberna en el mismo inmueble, «El buen pastor», que era la principal fuente de ingresos de la familia. Es curioso cómo la historia de la música tiene varios ejemplos de compositores cuya vocación ha surgido precisamente en este tipo de ambientes: el padre de Verdi era mesonero y Brahms dio sus primeros pasos tocando el violín en tabernas, junto a su padre, para ganarse la vida. Johann, como así lo llamaron, creció contagiado del ambiente festivo que se respiraba en «El buen pastor» y muy pronto dio muestras de una personalidad inquieta, que se manifestó en su rotundo rechazo a la escuela. Testarudo y rebelde, sus padres trataron de buscar una profesión acorde a esos ímpetus y no hallaron mejor lugar que la casa de un encuadernador, donde estuvo hasta los quince años. En ese tiempo se hizo con un violín que empezó a tocar en sus ratos libres, sin que se sepa quién pudo instruirle hasta el momento en que, en 1818, fue admitido en la orquesta de Michael Pamer, uno de los numerosos conjuntos de la ciudad.
Encuentro con Lanner
Sería allí donde trabaría conocimiento con un personaje de gran importancia, sin duda definitivo en su carrera, Josef Lanner (1801-1843), considerado el otro gran padre del vals (de hecho, un monumento de Viena con sendas estatuas de Strauss y él celebra su encuentro). Al igual que Strauss, Lanner no había tenido estudios musicales y se formó como autodidacta, alcanzando un nivel extraordinario. Su estancia en la orquesta de Pamer duró alrededor de tres años y al ver que el público lo consideraba su preferido, optó por formar su propio conjunto, el Trío Lanner, junto a los hermanos Karl y Johann Drahanek; esto le permitió introducir en el repertorio sus propias composiciones. Aunque hoy en día permanezcan en su mayoría en el olvido y algunos las tilden de convencionales, lo cierto es que es mérito suyo el haber dado el primer paso, trasladando el ländler popular alpino a la forma de concierto que perfeccionaría Johann y posteriormente sus hijos, hasta convertirla en el vals vienés moderno.
Tras un encuentro casual en 1821, Lanner decidió proponer al joven Strauss que abandonase él también a Pamer y se sumase al trío, convirtiéndolo así en cuarteto. Strauss aceptó, si bien tuvo que aprender a manejarse con la viola que le fue confiada. Los resultados de esta unión dieron fruto casi al instante, pues al año siguiente el cuarteto empezó a tener tal éxito que se convirtió en uno de los más solicitados de la ciudad. Pronto se hizo patente que necesitaban de más miembros y fueron reclutando a las jóvenes promesas que encontraban desaprovechadas en otras orquestas. Para 1823 el grupo ya es la Lanner Kapelle y en 1824 alcanza las dimensiones de una orquesta sinfónica. Esto les permite poder seccionarse a placer y actuar en distintos locales de Viena al mismo tiempo, confiándose de vez en cuando la batuta a Johann Strauss en la segunda orquesta. Este gesto demuestra la confianza que Lanner tenía en él, pero también traería consecuencias que el fundador de la orquesta no hubiese deseado, pues el inquieto violista empezó a demostrar una soltura tal como director, que el público vienés no tardó en entusiasmarse con él y la energía que era capaz de generar en los músicos cuando se posicionaba tras el atril. De hecho, una de las novedades que introdujo fue la de dirigir de cara a la orquesta, en lugar de al revés, como era costumbre. Aunque Wagner se vanagloriaba de haber sido el primero en hacerlo, los testimonios de la época prueban que fue Strauss, si bien lo hacía con el arco del violín, en lugar de con la batuta, impuesta por Weber y Mendelssohn. Otra aportación suya sería una rotunda negativa a que los músicos tocasen disfrazados, como era costumbre en muchas cortes, y a lo que nunca cedió, causando cierto estupor en sus futuras giras internacionales, con lo que contribuyó a la dignificación de la figura del intérprete.
Quizás esta repentina popularidad pudo provocar algo de resentimiento en Lanner, que intuyó que, así como ambos habían abandonado en su día a Pamer, igualmente sucedería con su amigo apenas surgieran las primeras tiranteces. Y en efecto, surgieron: en su febril actividad como intérprete y director, Johann se animó a esbozar algunas piezas a fin de que la orquesta las tocase. Si bien Lanner no se opuso a ello, parece que no le hizo ninguna gracia que fuesen las más aplaudidas por el público, que pensaba que eran obra de él. Acaso herido en su orgullo, no hizo nada por disipar las dudas sobre la autoría real de las mismas y Johann se sintió injustamente tratado. En consecuencia, decidió irse y con él, algunos miembros de la orquesta, dejando a Lanner con apenas una docena de efectivos a su cargo.
Ni que decir tiene que ese fue el comienzo de una encarnizada rivalidad musical de la que el más beneficiado fue el público vienés, dividido entre partidarios de uno y otro, pero en el fondo siempre receptivo a aquella productiva lucha de talentos.
El «Rey del vals»
Apenas comenzada su independencia, Strauss, muy consciente de las limitaciones de su deficiente formación, se volcó en el estudio de la armonía, el contrapunto y otras disciplinas de la música, a fin de no conformarse con ser un artesano, como Lanner. Fruto de este empeño son sus primeras obras oficialmente catalogadas, como el Vals de las palomitas y los Valses de Kettenbrücke, compuestos para la sala de dicho nombre donde se interpretaron por primera vez.
Pero si ese año de 1825 está marcado por la ruptura con su amigo y compañero, no menos importante resultará otra unión contraída en esas mismas fechas con Marie Anna Streim, hija de un tabernero, cuyo local, «El gallo rojo», frecuentaba el músico. El embarazo imprevisto de la joven obligó a improvisar planes de boda y pocos meses después, el 25 de octubre, nacería Johann Baptist o Johann hijo, el más universal de los miembros de la saga. Durante estos años, a la vez que va naciendo el resto de la prole (Joseph, 1827; Teresa, 1831; Eduard, 1835) se desencadenan los acontecimientos. En 1827, el reputado editor Antonio Diabelli, cuyo nombre inmortalizaría Beethoven en las variaciones del mismo nombre, edita el Vals de las palomitas. En 1829, su frenética actividad al frente de su orquesta le lleva al Salón Sperl, uno de los más lujosos de la ciudad, en el que estaba vedada la entrada a conjuntos populacheros. A partir de ese momento, Lanner, que seguía dirigiendo en locales de menos alcurnia, quedó destronado como «Rey del vals». Ya con el título definitivamente en su poder, la plantilla de la orquesta straussiana se amplió a doscientos miembros, llegando a existir media docena de conjuntos a modo de franquicia de la misma, que tocaban simultáneamente en varios salones de Viena.
En 1833 la orquesta sale por primera vez del entorno vienés, dando a conocer el aún muy autóctono y desconocido vals en Budapest. El clamor anima entonces a ir mucho más allá y el año siguiente se inició la primera gira internacional, con conciertos en Berlín, Leipzig, Dresde y Praga. En 1835 los destinos serán Munich, Stuttgart, Manheim, Wiesbaden y una docena más de ciudades germanas. Un año después se animan a ir más lejos y suman al programa actuaciones en Holanda y Bélgica, además del territorio teutón. 1837 es la fecha en que se dejan caer por París para tocar, entre otros, ante el rey Luis Felipe. Berlioz, Meyerbeer, Cherubini y Paganini estuvieron entre los asistentes a los conciertos y no pudieron menos que deshacerse en elogios ante un artista hecho a sí mismo, que poseía un dominio técnico sorprendente.
Después de recorrerse las ciudades más selectas del continente (entre las que parece que no se encontraba ninguna española), Strauss fijó su atención en Gran Bretaña, país que había recibido en su día a Haendel y Haydn con los brazos abiertos. Quiso el azar que su llegada coincidiese con la reciente coronación de la reina Victoria y en su honor compondría un vals, estrenado en el Palacio Real de Londres el 26 de julio de 1838. Al periplo de ciudades inglesas se le sumaría Dublín y de nuevo Francia, antes de volver a Viena. Gracias a estas giras, el vals fue dado a conocer en todos los ámbitos musicales de relevancia y dejó de ser exclusivo de las tabernas y salones vieneses, alcanzando una categoría dificilmente imaginable en los tiempos en que la Orquesta Pamer tocaba länner alpinos para sus oyentes, entre jarra y jarra de cerveza.
Una familia desunida
Johann Strauss sería uno de los primeros artistas en acusar las contraindicaciones del éxito y la fama en su propio hogar. Sus constantes ausencias de Viena durante estas giras y su voluntad expresa de que Anna no les acompañase fueron haciendo mella en el matrimonio. Y no tardó en llegar ese momento en que encontraba a su esposa envejecida y carente de atractivo, recordándose una y otra vez a sí mismo que no era el amor lo que les había unido, sino la llegada inminente del pequeño Johann. Así pues, buscó refugio en brazos de otra mujer, una hermosa joven llamada Emilie Trampusch, de muy modesta condición. Esta relación supuso todo un escándalo en Viena, sobre todo porque, consciente de que era inútil esconderla, Strauss no hizo nada para evitar que saliera a la luz. Se trasladó a vivir con Emilie y le dio cinco hijos de los que, curiosamente, no ha pasado ninguno a la Historia, al contrario de los habidos con Anna.
Otro rasgo de las constantes ausencias de Johann de su hogar conyugal fue el hecho de que Anna se hiciera cargo de la educación de los niños, a los que la música también llamaba. Este punto de la biografía del fundador de la dinastía ha sido siempre muy controvertido y convendría, de una vez por todas, restar credibilidad a todas esas anécdotas apócrifas que aún hoy día se dan por verdaderas en muchos libros e incluso en páginas de internet, donde supuestamente se encuentra la información más actualizada. Parece demostrado que hubo una oposición por parte de Johann a que sus hijos se dedicasen profesionalmente a la música pero no a que la estudiasen, como se ha dicho muchas veces. Existen cartas de su hijo mayor en las que admite que su padre permitió que Joseph y él aprendieran a tocar el piano a cuatro manos, lo que contradice abiertamente esa leyenda de que le prohibía tocar el violín, llegando a ponérselo bajo llave en un armario e incluso rompiéndoselo una vez en la cabeza (¡Qué barbaridad!). También se ha apuntado hasta la saciedad que Johann, intimidado por esta prohibición, estudió armonía, composición, violín y contrapunto por su cuenta y a escondidas, chisme evidentemente inventado por alguien sin conocimientos musicales. Y todavía circulan rumores más fantásticos, considerados todos ciertos, acerca de una supuesta conjura organizada por el padre para reventar, con abucheadores profesionales, el debut de su hijo frente a una gran orquesta. Nada de eso es cierto. En cuanto a la oposición de Johann padre parece más lógico que, siendo él nacido de cuna humilde, no quisiera para sus hijos sino una posición mucho más elevada que la de artista, por entonces aún tenida como actividad servil. Es por ello que los llevó a los mejores colegios, con la esperanza de que pudieran llegar a la universidad, algo que él nunca se hubiera atrevido a soñar. Sin embargo, Johann se mostraba totalmente desapasionado con la idea de convertirse en un gris oficinista de banca y no tardó en interrumpir sus estudios en la universidad politécnica para seguir los pasos de su progenitor.
Los últimos años
El período en que esto sucede (1839-1843) coincide con unos años en que el padre decide abandonar las giras y retornar a los conciertos-baile vieneses, en que tanto se le reclamaba. Una de las características principales que empezó a introducir fue la popularización de temas de compositores serios, como Beethoven, Auber, Liszt o Schubert a través de cuadrillas, galops o polkas. Igualmente, los acontecimientos y personajes de la ciudad serían retratados a través de composiciones similares, que constituían una especie de «noticiarios» musicales. El número de obras compuestas por entonces supera las doscientas, lo cual es verdaderamente chocante si tenemos en cuenta que tan solo un par de ellas alcanzarían la inmortalidad absoluta.
Estos años felices en su querida Viena solo iban a verse oscurecidos por los comienzos de Johann hijo y la demanda judicial de Anna, que le reclamaba una manutención que no satisfacía convenientemente y que, finalmente los tribunales resolvieron a favor de él. Respecto al hijo, receloso de que quisiera hacerle la competencia, no le prestó ningún tipo de ayuda y el joven Strauss tuvo que fundar su propia orquesta sin apenas fondos, apoyándose en el gran número de músicos en paro existentes en la ciudad. La primera función le vino de la mano de Ferdinand Dommayer, que llevaba años suplicando a Johann padre que tocase en sus salones. A modo de desquite contrató al hijo, consiguiendo una gran afluencia de público que acudió tan solo por el placer morboso de asistir al nacimiento de una rivalidad. Como era de suponer, el progenitor, sumamente inquieto, no apareció y mandó a varios amigos para que le informasen sobre el estreno. Deseoso de honrarle, el joven dirigió el vals más célebre del ausente, Los sones del Rín en Lorelei, y después presentó oficialmente su primer vals propio, que a petición del público fue bisado ¡hasta veinte veces!
Sin embargo, los dueños de los grandes salones y una buena parte del público siguieron inclinándose por el Strauss original, en la creencia de que su hijo pretendía únicamente sacar partido de su nombre. En 1843, el patriarca fue nombrado director de la Banda del Primer Regimiento Imperial, alegría que se vio empañada cuando al fallecer Lanner, director de la Banda del Segundo Regimiento, el puesto fue concedido al solicitante Johann Strauss hijo. La rivalidad irá más allá del público y los meros nombramientos y pronto se hará patente en el tipo de composiciones: mientras que el padre ponía su talento al servicio del poder establecido, con homenajes a los adalides militares, el hijo simpatizaría con la causa revolucionaria componiendo canciones de barricada y hasta piezas alusivas a las distintas nacionalidades no germánicas del Imperio Austro-Húngaro. Dio la circunstancia de que en ese tiempo se produjo la cruel Revolución del 48, que glosó con amargura las composiciones de uno y otro a este respecto, al provocar varios cientos de muertos en Viena, entre estudiantes y obreros sublevados contra el poder imperial.
Para entonces, sin embargo, las relaciones entre ambos parecían haberse relajado bastante, gracias, sobre todo, a la constante buena voluntad del hijo, que incluiría obras paternas en todos sus conciertos. Sin saberlo ninguno de los dos, esa reconciliación fue providencial, ya que no le quedaba mucho de vida al «Rey del vals». El mismo año de la revolución emprendió su última gira, visitando Belgrado y Bucarest, entre otras ciudades europeas. Ese año compone también varias marchas de fuerte carácter nacionalista, que alcanzan su cenit con la celebérrima Marcha Radetzky, en honor al general Joseph Graf Radetzky, que acababa de triunfar en Italia con una sangrienta campaña. Poco después acomete un encargo de Isabel II de España, dos marchas militares, una para la Guardia Real y otra para la Infantería Española. Es ya el año 1849 y nuevos festejos en honor de Radetzky imponen otra creación musical en su honor para el 22 de septiembre. Nunca verá la luz. Un brote de escarlatina surge de repente en el hogar del músico y una de sus hijas le contagia. Su agonía no durará ni un día.
Inquietos por su ausencia en los festejos, la familia mandó a Joseph que fue el que descubrió, no solo la muerte de su padre, sino también que Emilie Trampusch había huido llevándose a sus hijos, sin dejar ni rastro, acaso por miedo a que se vengasen de ella por haber sido la causante del abandono de Anna. Nunca más se supo de ellos.
Los solemnes funerales congregaron a más de 100.000 personas y su orquesta interpretó el Réquiem de Mozart, pieza totalmente inusual en su repertorio. La primera de las incógnitas que surgió entonces fue precisamente el destino de esta orquesta. Solo un hombre tenía la solución: Johann hijo. Trató de agruparla con la suya propia y ante la sublevación de algunos músicos, hubo de disolverla para, poco después, poder integrar ambas con un tercio de los fieles intérpretes de su padre. Y aunque muchos hablaron entonces del fin de una era, lo cierto es que la época más dorada de la familia Strauss aún estaba por llegar, con las sublimes creaciones del sucesor: El bello Danubio azul, El vals del emperador o El murciélago; además de las composiciones de Eduard y Joseph, que también iniciarían sus propias carreras.
Pero como suele decirse, esa ya es otra historia que será contada a su debido tiempo.