Por Sara Guerrero
‘Si el organista hubiera podido prever en ese instante el futuro de aquel niño, habría sacado los registros más sonoros de su instrumento, abierto los tubos de las trompetas y pulsado con emoción los acordes más brillantes de un Re mayor (tonalidad principal del Concierto de Aranjuez), para celebrar la aparición del músico que escribiría una de las composiciones más escuchadas en todo el mundo durante el siglo que acababa de empezar’.
Ninguna descripción podría ser más musical y más acertada como lo es la de Carlos Laredo Verdejo en la escena referente al bautizo de su biografía sobre Joaquín Rodrigo. Estamos ante uno de los compositores españoles más importantes del siglo XX, un compositor que, a pesar de las dificultades que se presentaron en su vida desde muy temprana edad, realizó una inmensa producción musical que aún hoy sigue encabezando las principales listas de ‘los más escuchados’ a nivel mundial.
No obstante, al leer las palabras que el propio compositor expresaba con claudicación en sus escritos, mi cometido se encuentra lejos de realizar un enésimo análisis del glorioso y extraordinario Concierto de Aranjuez.
Siempre he pensado que mis compatriotas no me conocen bien. Para casi todos soy, simplemente, el autor del Concierto de Aranjuez.
Y, por ello, en las líneas que prosiguen, me gustaría acercarles a la persona que habitaba dentro del maestro, el genio natural, su humor, su optimismo… Pero, sobre todo, las barreras que construyeron su figura y los pensamientos profundos que materializaba en sus composiciones musicales.
Apuntes biográficos
Nacido en Sagunto, Valencia, en 1901, en el seno de una familia acomodada. Recién cumplidos los 3 años de edad, sufrió un episodio de difteria que le provocó la casi completa ceguera. Siempre sintió una gran curiosidad por la música, iba a conciertos y escuchaba todos los discos que podía. Es a los 15 años cuando se propuso dar el salto ‘en serio’. Comenzó a estudiar composición con Francisco Antich y más tarde en el conservatorio con López Chavarri. Siguiendo su sueño de estudiar con Ravel, comienza sus estudios en la Escuela Normal de París bajo la tutela de Paul Dukas.
En 1933, contrae matrimonio con la pianista Victoria Kahmi. Por razones que abarcan desde lo personal a lo profesional, el compositor y su esposa se trasladan a Madrid, donde comenzarán una exhaustiva búsqueda para incluir su música en las programaciones de conciertos.
Es 1934 un año prolífico para Joaquín Rodrigo, pues gana dos premios que impulsaron su carrera en España. Uno convocado por el Círculo de Bellas Artes de Valencia y la importantísima Beca ‘Conde Cartagena’, para la cual fue recomendado por Falla y Turina.
En 1935 se mudan a París de nuevo, llegando a tiempo para despedirse de su maestro y amigo Paul Dukas, quien moría unas semanas después marcando profundamente a Joaquín. Vuelve a España de forma definitiva por el avance de la Guerra Mundial, que ponía en peligro a los refugiados españoles en Francia, consiguiendo su primer trabajo fijo en Radio Nacional como asesor musical, que luego continuaría desempeñando la tarea de critico y comentarista.
En 1939 es nombrado jefe de Arte y Propaganda. En 1940 se estrena el Concierto de Aranjuez y, a partir de entonces, desarrolla una intensa actividad artística. Es galardonado con numerosas distinciones: Premio Príncipe de Asturias, dos veces Premio Nacional de Música, y el título nobiliario de Marqués de los Jardines de Aranjuez. El maestro falleció en Madrid el 6 de julio de 1999.
Barreras y esencias
Si hay que destacar un rasgo común de los distintos periodos de la vida del compositor, es la presencia de múltiples inconvenientes que se iban manifestando a cada paso que daba. Sin embargo, el compositor siempre supo apreciar la parte positiva, inundando todo con su espíritu alegre y humor ácido, tratando de mermar el arduo peso del hierro de los descarnados sufrimientos de la realidad.
En la vida hay que saber renunciar; es una lección que por desgracia aprendí muy bien desde que perdí la vista con 3 años de edad. ¡A cuántas cosas, una tras otra, he tenido que renunciar! En este momento, con usted, siento que se ha colmado la medida.
Estas son las palabras que, un Joaquín Rodrigo desplomado por el contexto de penuria económica que asolaba a su familia en esos momentos, dirige a la mujer de su vida, con el corazón en un puño y aceptando su dolor, horas antes de que ella marchara de vuelta a Belgrado unas semanas después de conocerse. Las dificultades azotarían a la pareja en muchas ocasiones de su vida, llegando a estar separados casi durante todo 1934 por problemas económicos y diferencias entre las familias. Sin embargo, permanecieron unidos hasta el final de sus días.
En el plano profesional, la primera de las barreras que encontró Joaquín fue su padre, Vicente Rodrigo, quien no aceptaba la vocación musical de su hijo desde que era un niño. Considerándola un capricho y una actividad impropia de hombres, se opone a que vaya a estudiar a París. Pero el joven Joaquín, influenciado y admirado por la obra El retablo de Maese Pedro de Manuel de Falla, tenía claro que quería ir a estudiar a la ciudad de los artistas. Y lo consiguió, pues en 1927 sus pies pisaban las tierras parisinas, siempre del brazo de su fiel guía y amigo, Rafael Ibáñez.
Otra piedra en el camino era la poca aceptación que su música tuvo en España al principio. Es increíble percibir que Rodrigo fuera menospreciado por músicos locales de Valencia mientras algunas de las personalidades musicales mundiales más destacadas del siglo XX como Ravel, Falla y Paul Dukas se dirigieran siempre a él con gran admiración, respeto y cariño. Pero su curiosidad natural hacía que no tuviera miedo a codearse con las personalidades más grandes en todas sus etapas vitales. Primero con Eduardo López-Chávarri, Enrique Gomá y Leopoldo Querol en Valencia; después con su maestro Paul Dukas, quien acabó siendo uno de sus más íntimos amigos, y con el maestro Manuel de Falla, quien a pesar de su carácter tan complejo, le apreciaba sincera y estrechamente.
Por último, y en este caso la más importante, la gran traba que para su desdicha le acompañaría siempre: su casi completa ceguera. Pudiendo haber perdido la vida en sus albores por un episodio de difteria, por suerte y desgracia, queda marcado por una ceguera que le priva de lo evidente, aunque él no pierde su habitual optimismo como leemos en sus propias palabras:
Pienso que la ceguera me ha dado más mundo interior. Ese mundo en el que vivimos los ciegos.
Sin embargo, su carácter está fuertemente marcado por sus ansias de igualarse desde niño a los demás y en ocasiones, el sentimiento de impotencia le embarga cuando aprecia los sentimientos encontrados de su mujer, Victoria, ante su ceguera.
Un hombre que no es el artista con el que soñó, que no es rico, y que para colmo de desgracias, y sabe Dios lo que me cuesta escribir esta palabra, es ciego.
Pero a pesar de su preocupación constante, es ella la que mejor describe la característica positiva y auténtica que la ceguera del maestro esconde tras sus propias tinieblas: ‘Estoy convencida de que ve usted mucho mejor que el resto de los hombres, pues posee un sentido que nos falta a los demás y que le permite captar la esencia misma de las cosas’.
Son, precisamente estas palabras, las que nos conducen a preguntarnos: ¿cómo componía el maestro y qué hace que su música permanezca, desde su época hasta nuestros días, en la platea de la unicidad?
Sobre la creación
¿Por qué ‘el compositor eterno’? La propia definición de Aeternitas: aevum/ter/dad, basta para responder esta pregunta. Su música traspasa las barreras del tiempo y el espacio de forma única e inigualable. Traten de tildar la música del maestro Rodrigo; comprobarán que en la lista de adjetivos, muchos de ellos se contradicen casi de forma simétrica, según el punto de vista desde el que se trate de categorizar al compositor.
Si bien mantiene algunos rasgos muy generales comunes con los contemporáneos de su época, él cabalga por el camino que de forma independiente va trazando y recorriendo simultáneamente. El maestro poseía una sensibilidad fuera de lo común y por su personalidad relajada, no escudriñaba grandes metas, pero sí un solo objetivo: ‘Conmover, gustar a la gente y deleitar si es posible’ eran sus propias palabras.
Joaquín Rodrigo expresa en su Discurso de Ingreso en la Real Academia de San Carlos de Valencia algunas ideas ‘En torno a la creación musical’ que cabe situar como objeto de pensamiento y reflexión. En un principio desvela la existencia manifiesta de una ‘mágica música de la naturaleza’ que el hombre aprovecha (en su propio ejemplo, el canto del cuco esta presente en muchas de sus composiciones como firma), valiéndose de su poder de imitación, para expresar sus sentimientos y emociones.
Y, precisamente, el concepto de expresión nos conduce a las siguientes preguntas del maestro en su discurso: ¿en qué consiste la función creadora del compositor? ¿En qué consiste y dónde reside la creación musical? A lo que Joaquín Rodrigo responde con la humildad y profunda fe características de su personalidad: para él, el poder de la creación es un don ofrecido por Dios, una entrega de parte de divinidad que el compositor transforma en música como una forma de expresión autosuficiente y que eleva la palabra y su emoción.
Quede para nosotros los compositores el milagro de ordenar una nueva sucesión armónica, descubrir un neologismo sonoro, cantar una nueva melodía o hacer vibrar el inédito tejido de una malla orquestal.
Pero, ¿cómo compone un compositor ciego? Rodrigo aprendió el sistema braille desde niño y se sirvió de él para componer. Se hizo con una máquina de composición en este sistema, pero siempre tuvo que dictar su música a copistas y después revisarla (tarea que habitualmente hacía su esposa que era muy buena pianista).
Esto ralentizaba indiscutiblemente el proceso de producción de su obra, es fácil pasar por alto la prácticamente heroica tarea de dictar nota por nota, compás por compás e instrumento por instrumento partituras de obras y conciertos que abarcan más de 40 minutos de duración.
Además, hay un hecho que revela la genialidad del maestro y la concepción previa casi definitiva de sus obras: escribir con una máquina de braille no permite tener errores debido a que no hay opción de modificar el papel ya perforado. Sus plantillas de braille son prácticamente perfectas.
Rodrigo no perecía ante ningún impedimento. Ahora bien, desde un enfoque personal, los periodos de mayor creatividad coinciden con los de mayor sufrimiento en su vida. No obstante, así manifestaba el maestro: ‘El artista no tiene por qué parir con dolor’.
Olvidando la evidencia de la ceguera y las dificultades que el maestro atravesó durante varios periodos de su vida, sería osado pasar sin remarcar su estilo tan único y atemporal de composición que le trajo tanto alabanzas como dolores de cabeza. Quiero destacar un aspecto que abrió en mi pensamiento un lugar de reflexión acerca de la injusta desconsideración que se ha tenido en ocasiones con la música del autor y su técnica de composición.
Es precisamente la obra temprana del autor Preludio al gallo mañanero (1926), con la que tuvo una de sus primeras apariciones en un concierto en París y por la que Victoria conoce su nombre a través de una crítica en Le Monde Musical. En esta obra, Rodrigo, como expresa él mismo en algunas entrevistas y escritos, utiliza una técnica en la que ‘coloca la mano izquierda en las teclas negras, mientras que la mano derecha permanece en las teclas blancas’.
Tal vez para él, algo sin importancia, ya que nadie ovacionó este procedimiento compositivo a pesar de que la obra fue aclamada positivamente por la crítica. Ligeti en su Estudio núm. 1 para piano ‘Desordre’ (1972) coincide en el uso de este recurso pianístico que Rodrigo ya había utilizado casi cincuenta años atrás. Sin embargo, el compositor húngaro, goza de una gran fama por sus innovaciones compositivas (las superposiciones polirrítmicas que evocan al caos y la utilización de la ya citada técnica). Fuera de desprestigiar a nadie, es triste revelar el desinterés de la época —sobre todo en España— de apreciar las aportaciones nuevas a la música que, en el caso de Rodrigo, fueron numerosas.
Es perfecto este punto para exponer precisamente el pensamiento del maestro ante la música que se escuchaba por aquel entonces en España, frente a la composición moderna de París y Europa. Habla de giros de dudoso gusto, armonías vacías puestas porque sí, y reprocha que el bello sentimiento armónico era prácticamente inexistente en la música de su tiempo. ‘Se escribe por escribir, para que los críticos se ocupen, para ganar notoriedad y dinero y casi nunca por necesidad perentoria, nacida del sentimiento, de la palpitación musical que se lleva aquí dentro’.
A pesar de todo, Joaquín Rodrigo no se deja arrastrar por el poco éxito de sus primeras músicas en la tierra que lo vio nacer. Siente la obligación, al considerarse un intelectual, de ir más allá de la trivialidad. Esta máxima, expresada a Victoria en una de sus diatribas, explica mejor que cualquier elucubración su juicio sobre la opinión de su propia obra:
La opinión del público me interesa muy poco. Siempre, ante una obra mía, lo que más me interesa es mi propia opinión y, después, la opinión de unos pocos.
‘Oye, ¿y si no suena la guitarra?’
Este fue el temor que rondaba en la cabeza de Regino Sainz de la Maza la noche antes del estreno mundial del Concierto de Aranjuez. Sin embargo, Rodrigo sabía y conocía perfectamente, quizá por su gran sensibilidad, el sonido de ‘su’ guitarra. ‘La guitarra de Joaquín Rodrigo’. Porque sí, él constituyó una nueva concepción, una nueva oportunidad, un nuevo camino. Expandió los límites del instrumento con sus composiciones, mejorando la técnica de los intérpretes solo con el mero hecho de tratar de abordarlas. Y todo esto sin ser guitarrista. La obra de Rodrigo constituye uno de los pilares fundamentales del repertorio guitarrístico; desde la composición de la Zarabanda lejana, pasando por el Concierto de Aranjuez, hasta el redescubrimiento más o menos reciente de aquella Toccata que escribió en 1933 y que sigue manteniéndose como una de las obras más complejas para guitarra de nuestros días.
Son muchas y muy variopintas las opiniones sobre su obra, sin embargo, como guitarrista, solo puedo agradecer la labor de trasfondo que su música ha realizado por los de mi gremio.
Nosotros siempre tan apartados, tan en nuestra zona de confort, sin salir al gran mundo orquestal, al mundo de los grandes recitales… Es precisamente desde el Concierto de Aranjuez cuando se comienza a concebir y aceptar la presencia de una guitarra encabezando al batallón orquestal. Y no solo en las grandes magnitudes, sino también en la música de cámara, como el caso de las canciones. ¿Cómo olvidar la sensación de la melancólica oscuridad de la guitarra en los primeros arpegios de Adela justo antes de que la soprano empiece a relatarnos la tiste historia que encierra entre sus compases?
Pero también desde la esencia original de la guitarra como ‘instrumento de pequeña sala’, el repertorio de Rodrigo ennoblece las capacidades de nuestro instrumento y hace que nos rompamos la cabeza y los dedos para llegar a las sonoridades que claramente nos expone en sus partituras, sucumbiendo atónitos ante su genialidad.
Qué mejor que una frase del maestro, que podría ser tan mía como de todos los que amen la guitarra de forma transcendental, para poner punto y final a este artículo y que hoy más que nunca se materializa a viva voz:
Es posible que este instrumento tan puro, tan callado, tan íntimo, sea como un lenitivo en esta época de ruidos excesivos, y sirva de descanso y de sosiego.
Maestro, puede que su vaso sea pequeño, pero hoy todos bebemos de él.
Agradecimiento de la autora:
Me gustaría agradecer a la Fundación Victoria y Joaquín Rodrigo y en especial a Cecilia Rodrigo por la enorme ayuda que me han brindado y su inigualable disposición para la elaboración de este artículo.
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