Por Carlos Tarín
Nunca una obra española alcanzó tal popularidad, y probablemente pasará mucho tiempo antes de que otra le haga siquiera sombra, ni aún dentro de la amplia producción del maestro valenciano; ése, sin duda, seguramente haya sido uno de sus grandes logros. El otro es colocar la guitarra en el máximo punto de mira del espectador, hacerla protagonista frente a la orquesta, lo que, junto a la enorme acogida y difusión de este concierto, ha dado lugar a una literatura posterior orquestal impensable hasta la fecha. Es importante, de igual manera, el enlace que supone para con la música de nuestros vihuelistas españoles, continuado posteriormente por Sor o Tárrega.
Por otro lado, los estudios del saguntino en París, la influencia de contemporáneos como Falla y Turina, la guía rectora nunca olvidada de Barbieri, todo confluye en esta obra, al igual que un no oculto afán de popularidad por parte de su autor. El maestro reconoce asimismo la materialización de un sentir popular a través de la guitarra, que «cristaliza por primera vez en el homenaje a Debussy de nuestro gran maestro Manuel de Falla. Ya ha salido, pues, la guitarra de las manos del pueblo, rezumante de dejos populares: su técnica, por virtud de los dedos, casi más que sensibles, sensitivos de Tárrega, se ha ensanchado prodigiosamente […]». Por otro lado, hay un reencuentro con la música de Bach, con el barroco en general, con las cuadraturas neoclásicas, con la música palaciega, con la popular, dieciochesca, bañada por la luz ciega del mediterráneo rodriguesco. El maestro no tiene inconveniente en ubicar el concierto con cierta precisión: «una época a lo largo de la cual los fandangos se quiebran en fandanguillos, y el cante y las bulerías estremecen el ámbito hispano: Carlos IV, Fernando VII, Isabel II, toreros, Aranjuez, América».
La ambición exacta la recoge Sopeña, del que no debemos perder una coma: «parece querer dos cosas pintiparadas para la fórmula «concierto», dos cosas que la música española venía presintiendo: fantasía personal, inspiración libre de lazos pintorescos, apoyada en datos propios y alusivos de atmósfera y de perfume. La música más bella de Granados y la más romántica -Quejas- llega a esa doble meta a través del ornamento pianístico. Además, teníamos cansancio de estrépitos: ¿era posible una música española tierna y no trágica? (Rodrigo). Y así fue. Esas cosas tenían que hacerse con la guitarra.»
Por último, consignemos que el estreno tuvo lugar en Barcelona el 9 de noviembre de 1940, con el éxito que luego no le ha abandonado. El primer intérprete fue Regino Sainz de la Maza, a la vez que fiel ayuda al maestro en los escollos puramente técnicos («¡Qué de idas y venidas de Regino a Rodrigo!» diría Sopeña). La noche anterior al estreno fue de nervios. Vayá Pla nos cuenta que, viajando en tren de Madrid a Barcelona compositor e intérprete, «Regino, que no había pegado ojo en toda la noche, despertó al compositor: . A consecuencia de estas palabras, dejaron de dormir los dos…»
Sobresale en todo el concierto un sentido enorme de unicidad. En los tres movimientos, todo parte de un tema principal; en los tres, la célula motriz coincide con dos notas breves en anacrusa y una larga de carácter tético, que en los movimientos extremos se materializa en dos corcheas y una negra.
I. Allegro con spirito
odrigo quiere dejar claro desde un primer momento la ascendencia netamente española de su concierto. La guitarra, emblema de la hispanidad musical, alentada para el concierto por los jóvenes maestros de la generación del compositor (Regino Sainz de la Maza, Andrés Segovia, Alirio Díaz, entre otros), no duda en añadir a su inconfundible timbre el rasgueado sumamente delicado con que comienza el concierto. «La exposición del primer tiempo no deja de presentar algunas curiosidades: el tutti orquestal habitual en los conciertos, y que a modo de pomposo heraldo exponía los dos temas del primer tiempo, es en éste sustituido por un breve preludio», comenta su autor. Dos células rítmicas lo van a definir, sustentando el metro de dicho arpegiado: la que inicia con dos corcheas enmarcando dos semicorcheas, y la que sigue, de tres corcheas, ya separadas por silencios, ya seguidas. Aunque en ritmo de 6/8, la citada disposición funciona como la típica hemiola flamenca que conocemos en las peteneras, guajiras o bulerías, entre otras. Ambos motivos darán lugar a un ente que sin solución de continuidad se repetirá en seis ocasiones, distribuido en grupos de tres compases, el primero de los cuales contendrá repetida la primera célula, el segundo expondrá la otra, mientras que el tercero fundirá ambos núcleos en un solo compás. La reiterante disposición irá impregnando nuestra memoria, incentivando nuestra atención con un variado juego de dinámicas e invirtiendo la tríada para reforzar el ascenso. En contraste con la animación métrica de la guitarra, la orquesta permanecerá en silencio, tan sólo presente en un enorme pedal tendido por los contrabajos; la estructura se repetirá de idéntica forma a cargo de la cuerda, separados tan sólo por un breve motivo de ocho compases en las cuerdas graves de la guitarra que observan también un modelo muy definido. La armonía de este primer pasaje es absolutamente estable sobre la tonalidad principal.
La entrada del tema responde a las características tantas veces repetidas sobre el maestro valenciano: aliento irrefrenable, luminosidad y optimismo. Es expuesto con sencillez por la orquesta, apoyándose sobre todo en el ritmo, y reforzado por las hemiolas que persisten en los atriles, ahora con el añadido progresivo de la sección de viento. Hacemos notar aquí la presentación del tema sobre un fraseo estructurado en tres grupos de tres compases cada uno, que contrasta con la exposición que hace la guitarra, moviéndose cada dos compases, aunque enormemente floreado y prolongado hasta conseguir fundirse con la cuerda. Ésta alcanzará al solista y marcará el final de la frase con una nerviosa cadencia frigia, que no sólo abundará en el carácter español del concierto, sino que caracterizará todo este primer movimiento.
Sigue un esquema que se repetirá posteriormente: cuatro compases de unos toques de guitarra, que darán paso al segundo tema (gracioso), aunque tanto éste como el anterior tiene su germen en el tema principal. Una evolución del mismo llevará a una nueva cadenciación frigia, esta vez sobre La mayor, a la sazón dominante del tono principal. Nos lo explica así su autor: «Otra particularidad de este tiempo es la exposición del segundo tema, que, contrariamente a lo instituido, arranca también de Re mayor para saltar a La mayor y buscar la cadencia sobre La menor». Como en un bucle, la nueva cadencia se volverá al interrumpir al tercer intento para repetir nuevamente el esquema desde los golpes de la guitarra.
Por fin la cadencia termina resolviendo, lo cual parece suponer motivo de regocijo, que la guitarra expresa por medio de una falseta en Mi mayor, dominante de la tonalidad con que se abre el desarrollo. Ella proporciona el soporte armónico adecuado para que el violonchelo exponga el tema con la expresividad y sentimiento que su timbre exige; tras ocho maravillosos compases, la guitarra toma el relevo cambiando la tonalidad a mayor, regresando en breve a menor, y coincidiendo con un desarrollo virtuosístico del tema principal. En las vertiginosas escalas a que da lugar tan imaginativa evolución le acompañará la orquesta, bien para recordar el motivo celular del movimiento, bien para destacar algunos de sus elementos, apoyando al solista primero el clarinete y luego el oboe. A través del círculo de quintas modularemos a La bemol mayor, fácilmente reconocible por un rasgueado forte de la guitarra sobre el motivo principal, transformándose en menor cuando el oboe expone con su característica delicadeza el tema principal.
La reexposición contiene algunas novedades, como la supresión de la introducción, una única presentación del tema a partes iguales entre la orquesta y la guitarra -con sus característicos adornos-, cerrando finalmente la cadencia frigia (sobre FA#). Seguirán después, inevitablemente, los toques de guitarra que interrumpen la cadencia, la exposición en grupos de cuatro del segundo tema en la orquesta (tonalidad principal), cerrando de nuevo la cadencia frigia por fin sobre Re mayor. Todo ello será repetido sobre distintas tonalidades, acabando esta vez la cadencia frigia en La mayor, y -como en la exposición- no siendo interrumpida, sino continuada por la falseta de guitarra, que desde la dominante preparará la coda.
Ésta nos devuelve prácticamente todos los elementos del movimiento: la cuerda y fagot recuerdan el tema de los bordones de la guitarra que unía las dos partes de la introducción, mientras la madera se empestilla en la cabecera del tema principal; también oiremos unos últimos rasgueos de la guitarra en fortísimo y un guiño final en pianísimo entre la orquesta y la guitarra sobre el motivo rítmico inicial.
II. Adagio
La popularidad de este concierto se debe fundamentalmente a la belleza innegable de este segundo movimiento, hasta el punto de confundirse con frecuencia la obra entera con esta sola bellísima página. Si la escritura de Rodrigo resulta siempre de una encantadora sencillez, es en este inspirado momento donde más evidente se hace, en un desarrollo hasta la extenuación del motivo principal.
Todo esto ya casi se intuye en el primer compás, donde la guitarra rasguea insistente y regularmente (por negras) sobre el acorde de la tonalidad que preside el movimiento, el previsto relativo menor (Si), mientras que en los bajos se inicia -como en el primer tiempo- un pedal de tónica sobre un imperceptible legato. Tras la breve introducción, el corno inglés entona el tema nostálgico, evocador, dolce, dibujando en el aire una de las melodías más queridas no sólo de la música clásica, sino de los ambientes más dispares. De aquí extraerá Rodrigo todo el material que necesita para completar el movimiento, desarrollando las células por separado. Observándolo de cerca, advertimos que se funden en él el pretendido efluvio melancólico, el rumor de las fuentes, de las hojas, quizá del aire de los famosos jardines en tanto que recuerdo de un esplendor, con la fuerza inherente de la minúscula célula de tres notas que se desarrollará, crecerá y lo inundará todo (no es ajeno este arte al plenamente barroco, y sólo hay que pensar en la famosa Tocata y Fuga en Re menor de Bach y en su célula motora inicial).
Dice el propio maestro Rodrigo que este segundo tiempo «está compuesto en cinco compartimentos, pero con una sola unidad temática». Así, después de oír la presentación del oboe, el tema es renovado -y extraordinariamente ornamentado- por la guitarra, «que repite la misma melodía en fórmulas guitarrísticas melismáticas», en palabras nuevamente del autor; ambos pasajes iniciales usarán idéntica estructuración en grupos de cinco compases, con la particularidad de que, cuando expone la orquesta, el pulso es marcado por los arpegios de la guitarra y los amplios pedales de la orquesta mencionados, mientras que cuando es la guitarra la que canta, la pulsación rítmica pasa a la cuerda grave en pizzicato. El segundo momento comenzará sobre el acorde de Sol mayor -después de oír el cierre cadencial de la trompa-, encarando el melancólico tema con la vitalidad y aliento que le da el cambio a mayor, descendiendo lenta y gradualmente hasta Si menor (SOL M, FA#m, Mim7, RE M, Do# en el bajo de FA#M y por fin la tónica).
Tras ello, no tardamos en encontrar un pasaje de marcada inestabilidad armónica, una especie de tema complementario derivado del primero, y expuesto por la orquesta en un inicial Si menor, cuya célula definitoria deriva del motivo principal (y de nuevo podemos pensar, como ejemplo, en la citada obra bachiana, con similar célula ascendente de cuatro notas, que también tendrá un desarrollo posterior pleno). Después, la guitarra responde con un agudo aire melismático en Si mayor, iniciándose así un amplio arco mediante un soterrado movimiento a través del círculo de quintas, que alcanzará un carácter dramático en el instrumento solista debido a la aceleración de la pulsación rítmica en la guitarra. El tutti irrumpirá constantemente (cada dos compases) con la cabecera del tema para crear pasajes simétricos y secuenciados a distintas alturas.
La orquesta misma, al igual que lo inició, pondrá fin a este pasaje, dejando paso, ya en Mi menor a una incisión casi solista de la guitarra, en la que recuerda el primer tema, interrumpido en dos ocasiones por el oboe para crear un ambiente más evocador que nostálgico, y respondido por una guitarra nerviosa y virtuosística; flautas, flautines y oboes rematan brillantemente la sección con una nueva vista del tema. Por fin llega la auténtica cadenza, bien definida por un cambio de armadura a Mi mayor; en ella, la cabecera definitoria del tema sufrirá su más completa elaboración, alternando siempre con los bordones repetitivos de la guitarra. De nuevo advertimos un amplio arco intensificador, en el que la tensión va aumentando mediante evidentes mecanismos: crescendi, dobles cuerdas en terceras, tresillos de fusas, seisillos o diecillos; simultáneamente al aumento figurativo, Rodrigo tensa y relaja las dinámicas, en correspondencia con lo escrito. Al final, todo explota en un rasgueado de máxima intensidad, que sin solución de continuidad da paso a la orquesta en una suerte de recapitulación, aunque ahora en la tonalidad de Fa sostenido menor. Una pequeña coda cierra el movimiento, en donde nuevamente solista y orquesta alternan dialogantes, cerrando con el típico recurso barroco de la cadencia «de picardía», que convierte el Si menor inicial en mayor.
III. Allegro gentile
Si no nos sorprende la cadencia picarda con que finaliza el anterior movimiento, sí en cambio llama la atención el hecho de que Rodrigo enlace el Si mayor final con el comienzo del último movimiento, por otra parte en la tonalidad principal de Re mayor. Es la guitarra quien toma el relevo armónico y melódico al principio del tiempo, para exponer un gracioso tema de danza barroca, netamente definido por su anacrusa, distribuido en dieciséis compases iniciales y rematados por cuatro últimos de carácter conclusivo. El solista genera un contrapunto liviano pero muy efectivo, que lleva directamente a la exposición del tema por la orquesta, ya en la tonalidad principal, dotado de igual número de compases. Señalemos también la peculiaridad que supone injertar un compás ternario sobre una base mayoritariamente binaria, que de nuevo nos lleva a las complejas combinaciones rítmicas del flamenco.
A continuación se produce en staccato un diálogo entre la guitarra y la orquesta en el que el tema comienza a desarrollarse, evidenciando su carácter secuencial, acompañado también de un apreciable movimiento progresivo armónico (grupos de cuatro compases, perfectamente distribuidos). También este último movimiento se encuentra extraordinariamente bien compartimentado; por ello, oímos a la guitarra en una variación -más que desarrollo- en Re mayor del tema principal, en el que recurre de nuevo a las cuerdas graves con marcado carácter picado, en un planteamiento parecido al que oíamos en la introducción del concierto. De pronto, la cabecera del tema se agranda de corcheas a negras mediante potentes rasgueados de la guitarra en Do # menor y luego en Re b M, enarmónico de Do#M, que son contestados por ligeros y saltarines dibujos del flautín; en esta alternancia la guitarra planteará una nueva evolución del tema sobre un diseño de tresillos, amparado por trinos en los violines, cuyo efecto dramático es contrarrestado por continuas injerencias festivas de la cuerda sobre armonías modulantes, hasta que unas escalas descendentes vuelven a estabilizar la tonalidad de Sol mayor.
Estructurado el movimiento en «una suerte de rondó» (Rodrigo), encontramos ahora la primera aparición del estribillo en la tonalidad de la subdominante, Sol mayor. Delega Rodrigo la exposición del tema a los primeros violines en pianísimo y pizzicato, mientras que la guitarra apoya con rápidos arpegios de semicorcheas, quedando sola después para una nueva recreación del tema, prosiguiendo luego con su acompañamiento arpegiado; entretanto, la orquesta hace recaer todo su peso en flautas, flautines y oboes, que repetirán sistemáticamente un brevísimo motivo de tres fusas, quizá la estilización de los gráciles trinos de aquellos pájaros que nos presentan las pinturas neoclásicas. Las trompas cierran el pasaje y dan paso a otra reelaboración de este nuevo tema en la guitarra, al que suceden inmediatamente los breves trinos, que a su vez se enlazan con una reaparición virtuosística del estribillo en la guitarra, ahora en la tonalidad de la dominante (La mayor).
Otro episodio se abre ahora, con el instrumento solista en dobles cuerdas, primero jugando con un obstinado pedal de la dominante (Mi), sobre el que se entremete el motivo anterior en las trompas y fagotes (tema nuevo), modulando luego a Si mayor, e insistiendo sobre su pedal de dominante (Fa#). Una última vuelta hace que regrese la armadura de Re mayor, y que ahora el pedal sea sobre La mayor, dominante de la tonalidad principal. El motivo se entrecorta, luego se vuelve rapidísimo arpegio y por fin, mediante rauda escala, nos encajamos en el último estribillo, rematado por una pequeña pero eficaz coda, que deja con sus tres pianísimos finales la sensación de que aún ha de venir un golpe final; sin embargo, todo ha terminado de «manera tierna y no trágica», a decir de Sopeña.