Por Martín Llade
La época en la que Georg Friedrich Haendel compone Israel en Egipto es, sin duda, una de las más interesantes de toda su producción, pues por aquel entonces, el músico estaba alejándose irremisiblemente del género operístico para asentarse definitivamente en el oratorio. Tras décadas obteniendo grandes triunfos, con títulos como Rinaldo, Acis y Galatea, Radamisto o Julio César, la suerte parecía haberle vuelto la espalda en su patria de adopción, Gran Bretaña. Y así, las obras de la década de los 30 del siglo XVIII fueron especialmente mal recibidas, como es el caso de Alcina (1735), Arminio, Giustino y Berenice, estas tres últimas de 1737 y, representadas respectivamente, cinco, ocho y cuatro veces. Unas cifras alarmantemente míseras para quien había sido considerado el rey de la escena en toda Europa.
Acosado por las deudas, todavía convaleciente de una enfermedad cuya naturaleza desconocemos y que le paralizó la mano derecha, y atacado por numerosos enemigos, Haendel debió meditar profundamente sobre lo que le estaba sucediendo. En octubre de 1737, el entonces príncipe Federico de Prusia escribía a Guillermo de Orange que los grandes días del músico eran cosa del pasado. “Su inspiración se ha agotado-concluía- y su gusto se ha visto superado por la moda”.
Sin embargo, Haendel tenía aún mucho que ofrecer. Era cierto que la ópera italiana atravesaba momentos por entonces críticos en Inglaterra que no le afectaban únicamente a él. Así, por ejemplo, los cantantes estelares del momento, los castrati Farinelli y Senesino habían acabado por abandonar la isla por diferentes motivos, al igual que algunos compositores del género, como Nicola Porpora.
Quizás como consecuencia de este agotamiento, Haendel decidió no romperse la cabeza con la ópera y así, apenas un mes después del fracaso de Faramondo (estrenada el 3 de enero, el día que finalizaba oficialmente el luto por la reina consorte Carolina y se reabrían los teatros) despachó con su rapidez habitual un pastiche titulado Alessandro Severo, elaborado a partir de otras siete óperas anteriores, entre ellas las defenestradas Arminio, Giustino y Berenice. Tampoco fue un éxito, aunque el músico apenas tuvo tiempo de reparar en ello, ya que se hallaba componiendo una obra en la que tenía depositadas grandes esperanzas. Se trataba de Jerjes, ambientada muy libremente en la vida de este antiguo rey persa y para la que escribiría una de sus más célebres arias –precisamente, la que abre la obra-, “Ombra mai fu”.
De Saúl a Israel
Sin embargo, en la vida de Haendel las cosas nunca fueron ni blancas ni negras, y es por ello que tampoco debe hablarse de una de fracasos absolutos. Pocos meses antes, el 20 de noviembre de 1737, el fallecimiento de la esposa de Jorge II, Carolina, motivó que a Haendel le fuese encargado un himno fúnebre para las exequias titulado The Ways of Zion do Mourn. Dado que la fallecida había sido amiga del músico desde que se encontraron por primera vez cuando el compositor tenía trece años y visitó la corte de Berlín, decidió escribir una partitura que aunase la pompa de la ceremonia con su propio dolor sincero de amigo. El himno recibió numerosos elogios y ocupó un lugar preferente durante el funeral. Luego, poco antes del estreno de Jerjes, Haendel decidió rellenar sus maltrechas arcas organizando un espectáculo que muy bien podría haber sido tildado de blasfemo. Se trataba de una suerte de pastiche compuesto por números de tres oratorios, Esther, Athalia y Deborah, y rematado por Zadok the priest. La velada incluyó otras obras instrumentales haendelianas y constituyó un enorme éxito. Las buenas críticas obtenidas por The Ways of Zion do Mourn y los enormes réditos obtenidos por este concierto le dieron al compositor la clave de lo que necesitaba para enderezar su carrera. El público inglés se había cansado, evidentemente, de la aparatosidad de la ópera italiana, pero aceptaba de buen grado el oratorio en su propio idioma.
Haendel llevaba exactamente treinta años componiendo oratorios, desde el estreno en Roma de Il trionfo del tempo e del disinganno para el Cardenal Pamphili. En 1718 había adaptado Esther de Jean Racine en lengua inglesa, escribiendo así el primer oratorio británico. Sin embargo, en esta primera versión no alcanzó verdadera notoriedad, y no sería hasta su reestreno en 1732, sometido a una profunda revisión, que adquiriría verdaderamente entidad. El compositor decidió entonces jugar sus bazas en este sentido y para ello durante el verano de 1738 escribió Saúl, con libreto de Charles Jennens, inspirado en el Libro Primero de Samuel. El artista trabajó en tal estado febril que no quiso esperar siquiera a que el público le otorgara su aprobación por este oratorio. Imbuido de una energía creativa renovada tras sus últimos fracasos operísticos, se puso a componer Israel en Egipto apenas cuatro días después de haber acabado Saúl. Se ignora ciertamente quien fue el responsable del libreto, ya que sólo el nombre de Haendel figura en él, sin especificar si su autoría es únicamente musical. Hay quienes piensan que fue él quien seleccionó personalmente los versículos de los Salmos 78, 105 y 106, el Éxodo y otros pasajes del Antiguo Testamento que dan cuerpo a la obra, pero hay también quien apunta a Charles Jennens. La premura con la que el compositor acometió el nuevo proyecto hace pensar que es lógico que otras manos se hubieran ocupado de ese cometido mientras él escribía Saúl, a fin de tener ya un texto preparado para ponerse inmediatamente a trabajar sobre él. No cabe duda alguna de que Haendel quería aprovechar el éxito logrado por The Ways of Zion do Mourn y es por ello que proyectó una ampliación de la obra, que había descartado integrar en Saúl, tras considerarlo inicialmente.
José sustituye a la Reina Carolina
El himno fúnebre por la reina Carolina está compuesto por doce números vocales, de los cuales únicamente uno, el penúltimo, “They shall receive a glorious Kingdom” está confiado a los solistas. De los restantes, sólo otros dos requieren la participación de estos últimos junto al coro, estando el resto protagonizados absolutamente a este último. Los textos, que habían sido previamente seleccionados para el funeral de la reina por el subdiácono de Westminster, Edward Willes, procedían de los libros de las Lamentaciones, de Job, Daniel, el Eclesiástico, Salomón, del Salmo 103 y de la Epístola a los Filipenses. Estos textos, de carácter elegíaco, lloran el destino de Sión (Israel) en distintos momentos de su historia, aunque la intención de Willes era que ese llanto se refiriera implícitamente a la fallecida soberana. Haendel consideró que este podía ser el punto de partida para que el lamento se refiriera a Israel cautivo en Egipto, a modo de prólogo del Éxodo. De esta manera, decidió que en lugar de lamentarse por Sión o por Carolina, el coro lo hiciera por el patriarca hebreo José. Así, la letra de algunos números sufrió algún que otro retoque para adaptarla al nuevo contexto. Es el caso de “She put on righteousness…” (“Ella se reveló justa…”) convertido en “He put on righteousness” (“Él se reveló justo”). Igualmente, “The ways of Zion do mourn” (“Los caminos de Jerusalén lamentan..”) pasaron a ser “The sons of Israel do mourn” (“Los hijos de Israel lamentan…”).
La segunda parte de la obra trataría por tanto del Éxodo, con el coro encarnando a Israel, cantando con aliento épico episodios como el de la muerte de los primogénitos de Egipto o el paso del Mar Rojo, sin olvidarnos de las plagas de Egipto, que Haendel recrea con un realismo casi pictórico, describiendo el azote de las moscas, las ranas, el granizo o las langostas. “El Éxodo” comienza con un breve recitativo tras el cual se desarrolla el doble coro fugado “And the children of Israel sigh’d”, quizás el número más emblemático de esta parte.
La tercera parte lleva el título de “El cántico de Moisés” y ha dado mucho que pensar a los estudiosos, pues fue lo primero que quiso escribir Haendel de la obra, apenas acabado Saúl, rompiendo así su costumbre de componer de forma cronológica la partitura. Además, invirtió once días en elaborarla, un tiempo incluso prolongado tratándose de él, que en la mitad de días había compuesto otras obras. Eso evidencia que, por una vez, eludió la tentación de autoplagiarse o reciclar material de otras de sus partituras, y se esforzó por crear una música profundamente sincera y sentida, como lo había sido el himno fúnebre de la Reina. Hay quien cree que Haendel no estaba sino expresando de esta manera su agradecimiento a Dios por su milagrosa y rápida recuperación de su reciente parálisis. Lo cierto es que esta larga plegaria triunfal que es el “El cántico de Moisés” tiene la suficiente entidad como para ser una obra independiente del contexto de este oratorio y se cree que acaso pudo haber sido planeada por Haendel anteriormente, y ensamblada para la ocasión. El carácter épico y colectivo no se pierde aquí, porque aunque se presenta el cántico que Moisés entona a Yavé, se apostilla que lo hace junto a los hijos de Israel, que son quienes verdaderamente lo cantan, no existiendo un rol solista para el personaje del profeta libertador. Lo que convierte en especial a esta parte es su extraordinario temperamento exaltado y gozoso, pletórico de libertad, brutalmente contrastante con las penurias y tensiones de “El Éxodo” y en las antípodas del sombrío himno fúnebre “Lamentaciones de los israelitas a la muerte de José”. Es aquí donde más rendimiento saca el compositor de su doble coro, dividido en cuatro partes, y de la plantilla orquestal, idéntica a la de Saúl, pero con el añadido de un grupo de trombones adicionales para conferir al conjunto “dimensiones bíblicas”.
La apoteosis del oratorio inglés
En “El cántico de Moisés” Haendel lleva a la apoteosis el oratorio inglés, creado por él mismo, renegando con saña de las larguísimas arias para solista de la ópera italiana, concebidas para el lucimiento exclusivo de los divos de la época, en pro de una insólita exploración de las posibilidades de la masa coral. Obligado a dotar al personaje del coro de una trabajada psicología, con su consiguiente abanico de estados emocionales, Haendel hace lo que hasta entonces parecía imposible: concatenar en una extensa partitura, sin ningún recato, números y números, destinados exclusivamente al coro. De hecho, cuando han de intervenir los solistas, Haendel procura que sea en momentos de poco peso dramático, empleándolos más bien como nexo entre las grandes escenas, interpretadas por el coro, o para diversificar las texturas de la partitura. El número más impresionante de esta parte es el doble coro “I will sing unto the Lord”, en el que el músico despliega una batería de trompetas, tambores y trombones, en comunión con un coro de una terrible magnificencia. Hay quien ha señalado la presencia de sonoridades y ornamentaciones en la escritura coral que recuerdan bastante al estilo de Giovanni Gabrieli. Aunque la referencia que más se suele citar es la del propio Haendel, con su ceremonioso Zadok the Priest, para la coronación de Jorge II, en 1727. Y es que “El cántico de Moisés” no deja de ser un himno agigantado.
Israel en Egipto obtuvo una recepción pésima, exactamente igual que Saúl. El estreno tuvo lugar en el King’s Theatre del Haymarket, el 4 de abril de 1739 y el Daily Post recogió las impresiones causada en el auditorio. En general, el público encontró la obra demasiado “dura”, principalmente por la omnipresencia del coro y la casi total ausencia de dúos y arias para los solistas.
Una obra poco apta para oídos vulgares
El rechazo de una criatura que él había mimado especialmente causó tal dolor en Haendel, que decidió reformar profundamente la partitura de cara a la segunda función. El cambio más importante consistió en ceder a las presiones del público e introducir algunos dúos para las sopranos y los bajos, y algunas arias para el tenor, la soprano o la contralto. Esta ‘italianización’ de Israel en Egipto no conllevó, sin embargo, una desnaturalización, ya que el compositor tuvo mucho cuidado en introducir estos nuevos números, de forma que no rompiesen la estructura ni el pathos emocional de la partitura original. Precisamente por esto último, la nueva versión volvió a ser repudiada por un público colérico. Haendel no podía entenderlo…¿o acaso no quería?
Dos representaciones más se convirtieron en una agonía para el músico, que retiró Israel en Egipto de la circulación durante años. Aún así, un pequeño grupo de incondicionales trató de reivindicar la obra iniciando una campaña que llegó hasta los periódicos, pero que de poco sirvió. En 1746, sin embargo, Haendel no pudo resistirse a la tentación de tomar “prestados” algunos números corales para el llamado Un oratorio ocasional. Cuatro años después, quiso volver a probar fortuna con Israel en Egipto, y para ello hizo tabla rasa. Decidió recuperar las partes II y III como se habían estrenado, potenciando nuevamente la preponderancia del coro, pero también suprimió por completo la primera parte, la que era, en esencia, el himno The Ways of Zion Do Mourn. Curiosamente, decidió que en su lugar sonase, con el mismo subtítulo de “Lamentaciones de los israelitas a la muerte de José”, el largo-allegro de su Concierto para órgano Nº 13 en Fa Mayor, que sintetiza muy bien el espíritu del himno fúnebre original. Con la esperanza de que los gustos del respetable hubiesen evolucionado lo suficiente en los últimos años, Haendel probó fortuna con la nueva versión en dos partes. Volvió a equivocarse. Incluso una asistente al reestreno nada sospechosa de un conservadurismo recalcitrante como Mary Granville Delany comentaba que la música no resultaba atrayente a los londinenses, por pecar de excesiva solemnidad para los oídos vulgares. Este juicio podría comprenderse en lo referente al “Cántico de Moisés”, pero difícilmente encaja con la vívida descripción de las distintas plagas que ofrece Haendel en la parte del Éxodo.
Olvido y recuperación
Poco tiempo después, y tras una desgraciada intervención quirúrgica llevada a cabo por un desalmado, Haendel quedó completamente ciego y no pudo controlar ya las interpretaciones de sus obras. En esta tesitura, su amigo el joven compositor John Christopher Smith (1712-1795) actuó como empresario y decidió presentar Israel en Egipto, en 1756, sustituyendo el largo-allegro instrumental que suplía a la primera parte por una nueva, elaborada a partir de números de Salomón y del Oratorio ocasional. Este pastiche, si cabe, debió confundir más al público, que si ya era renuente a la obra en su forma primigenia por considerarla demasiado densa, perdía toda perspectiva de la misma de esta manera. Y es que si la mayor parte de obras de Haendel eran susceptibles, como él lo demostró, de poseer números intercambiables entre sí, Israel en Egipto, con su extraordinaria homogeneidad, se revela como la excepción a la regla.
No hubo más representaciones del oratorio en vida del músico y la partitura permaneció olvidada hasta finales del siglo XIX. Curiosamente, un fragmento del oratorio interpretado el 29 de junio de 1888 en el Crystal Palace de Hyde Park, sería considerado durante mucho tiempo la grabación musical más antigua conocida.
En la actualidad, Israel en Egipto es considerado uno de los más grandes logros de Haendel. No sólo porque abre un camino que sería perfilado tres años después con El Mesías, sino por la brillante inventiva de su lenguaje armónico y genialidad en el tratamiento de las fugas, su deslumbrante colorido sonoro y la evolución que supuso para la escritura coral (hasta entonces supeditada a las intervenciones estelares de los solistas). Además, se inaugura aquí la última etapa creativa de Haendel, que incluirá otros oratorios magistrales, como Sansón, Judas Macabeo, Jephta o El triunfo del Tiempo y de la Verdad.
Un problema que presenta siempre una revisitación de Israel en Egipto es la cuestión de qué versión elegir. Por lo general, la mayor parte de los directores se decantan por la última presentada por Haendel (no el desaguisado que hizo John Christopher Smith), dividida en dos partes: “El éxodo” y “El cántico de Moisés”, ambas precedidas por el largo-allegro del Concierto Nº 13. Sin contar éste, la partitura queda dividida entonces en treinta y seis números. De todos modos, directores como Andrew Parrott o Stephen Cleobury han llegado a rescatar la versión del estreno, en tres partes, que suma la friolera de cincuenta y un números vocales.