Sebastián Iradier y Salaverri (Lanciego, 1809-Vitoria, 1865) fue miembro del Real Conservatorio de Música de Madrid, vicedirector de la Academia Filarmónica Matritense, catedrático de armonía y composición del Instituto Español y profesor del Colegio Universal de Madrid. Pero renunció a todo por viajar y componer canciones.
Por Alejandro Santini Dupeyrón
El confuso rastro de su nombre
Acercarse a la figura del compositor alavés no es empresa fácil. Conocemos su vida de manera confusa e imprecisa. Mucho de lo aceptado es falso o injustificable. Frustra la casi total carencia de testimonios de familiares y allegados, de colegas o admiradores, de detractores, que debió tener muchos (recordemos el desdén de Barbieri: ‘Muerto en 1865. Fue autor, plagiario y editor de canciones españolas que cantaba (dicen) con gracia. Hombre de gran historia y poca vergüenza’. Entre quienes le cantaron, la primera y más notable voz, Pauline Viardot, le introdujo en los salones de París a su llegada en 1850. Rossini y Bizet estrecharon allí la mano de Iradier; pero no sabemos nada más. Entre quienes le admiraron, la mismísima emperatriz consorte de los franceses, Eugenia de Palafox Portocarrero de Guzmán y Kirkpatrick, hija de la condesa de Montijo, confiada a Iradier en Madrid para instruirla en canto. Además del salón de la condesa, el músico frecuenta los salones de la duquesa de Villahermosa y de la marquesa de Ayerbe, donde acompaña a las damas al piano o la guitara.
Pero la vida de Iradier frustra, sobre todo, por el descuido de este al explicarse ante su tiempo y a la posteridad. Ni cartas, ni dietarios, ni apenas imágenes: conocemos tan solo una litografía de juventud y una fotografía de sus últimos años. En ‘La sonrisa de Iradier’ (cinco entregas, 34 páginas en total, aparecidas en el madrileño Ahora en mayo de 1936), fuente de malentendidos y errores sobre el músico, Pío Baroja se recrea en la contemplación de esa litografía: ‘[Iradier] era un hombre elegante, esbelto, de cara larga, nariz bien perfilada, ojos sonrientes, bigote y melena bien cuidados. Parece un compañero de Espronceda o de Zorrilla. Era alegre, improvisador. […] Tipo liberal, calavera, y disipado. Elegante y esbelto, con su impecable frac y su melena a lo Espronceda’. Por su porte y acicalado, no en vano, llegaron a llamarle ‘el dandi vasco’.
Baroja advierte enseguida que su biografiado rechaza todo sentido de trascendencia. No concedía importancia a sus canciones, que ni siquiera conservaba. Tampoco se concedía demasiada importancia a sí mismo como compositor. Pudiendo haber sido un músico notable, entiende Baroja, Iradier rehusó perseverar en su arte. ‘Vivió al día con facilidad y sin preocupación por la gloria. Para él la gloria eran unos aplausos en un salón, una copa de champán, una sonrisa de bellas damas y nada más’.
‘Cuando salí de La Habana…’, donde nunca estuve
En los cuatro años que durara su primera estadía en París, Iradier traba amistad también con la contralto Marietta Albinoni, discípula predilecta de Rossini; con la diva de la danza —y cortesana— Elizabeth Rosanna Gilbert, ‘Lola Montez’ (cuyas atenciones lograron desquiciar al viejo rey de Baviera) y la bailarina Carlotta Grisi. Viardot y Constance Nantier-Didiée popularizan en los salones del Segundo Imperio canciones andaluzas del vasco como Los caracoles, La calesera y La jota del chiclanero, vals para canto y con acompañamiento pianístico. Suele afirmarse, dándose siempre por veraz, que en 1854 Albinoni propone al músico acompañarla en la gira que proyectaba efectuar por América en compañía de la prometedora y jovencísima soprano Adelina Patti, italiana alumbrada en Madrid. El cancionista, se afirma, no se lo piensa dos veces.
Partiendo de París, la troupe recala en Nueva York; de ahí viajan a Boston, Filadelfia, Nueva Orleans, México (no se afirma dónde) y llegan, por último, a La Habana, donde permanecerán breve tiempo, componiendo Iradier y concertando todos en salas y salones privados, antes de retornar a París. Se afirma que, durante la gira, ciudad tras ciudad, el público norteamericano recibe con entusiasmo las canciones del profesor de canto de la emperatriz de Francia. Ya en la capital de Cuba se afirma que, seducido por el ritmo lento de cierta contradanza criolla, Iradier compone La paloma, dedicada ‘a su querido amigo y discípulo D. Nicolás de Zubiria’ y conceptuada, en su primera edición, como ‘canción americana a dos voces: con un poquito de trigueña y de caramelo’; y en la segunda edición, como ‘Habanera’. Acompañando el autor al piano, se afirma que Albinoni estrena en La Habana esta protohabanera de inmarcesible impacto en la historia musical, de la que existen, se estima, en torno a un millar de versiones distintas registradas hasta la fecha.
Sería prolijo, tampoco es este lugar, plantear si Iradier ‘inventa’ o no la Habanera como género; musicólogos actuales aducen otras canciones y otras fechas como orígenes posibles (El abufar, citada en prensa habanera en 1829, o La pimienta, ‘contradanza de inspiración cubana’, citada en El noticioso de ambos mundos de México, en 1836). Previo a esto, quizá sea más pertinente, ignorando cuanto se ha afirmado, preguntarse de nuevo si Iradier estuvo realmente en La Habana, si se embarcó o no en la gira americana organizada por Albinoni. Porque de ninguno de estos supuestos existe prueba documental. ‘¿Cómo es posible que ninguna, absolutamente ninguna huella haya quedado del paso del músico por la isla?’, se pregunta Álvaro Fernández Roda, historiador, en referencia a Cuba. ‘De muchas personas menos importantes las hemos encontrado […]. Además, cada vez que se movía el compositor, salía en la prensa […]’. Si, como se afirma, las obras del maestro de canto de la emperatriz de Francia triunfaban en conciertos públicos y privados, ¿dónde están las reseñas en la prensa de Nueva York, Boston, Filadelfia, Nueva Orleans…? Las fechas de viajes del compositor entre España y Francia por entonces tampoco permiten conjeturar, según el historiador, la existencia de un viaje de duración tan amplia como el americano.
Las colecciones musicales de Iradier
De Iradier se conservan poco más de cien canciones. Ninguna comparable en popularidad, desde luego, a La paloma, capaz de garantizar el recuerdo del alavés en los próximos siglos, o comparable siquiera a El arreglito, de subsidiaria pervivencia en la Carmen de Bizet. En menor medida son conocidas asimismo Los caracoles, La calesera y La jota del chiclanero, mencionadas ya, y a las que podría añadirse otra docena de títulos interpretados en recitales de canto, o incorporados al repertorio habitual de agrupaciones corales del norte peninsular. Rara vez se interpretan las canciones Iradier en sus colecciones íntegras, de las que el compositor llegaría a publicar cuatro hasta series entre 1840 y 1864: la primera, Colección de canciones nuevas españolas con acompañamiento de piano-forte; la segunda, El tesoro andaluz, que vendía el mismo compositor en el comercio de venta de pianos que regentara en Madrid; la tercera y cuarta colecciones, publicadas en París, con los títulos de L’echo d’Espagne y Fleurs d’Espagne.
Lugar ilustre en el repertorio olvidado de Iradier lo ocupan la zarzuela La pradera del canal, de cuya música es coautor junto a Cristóbal Oudrid y Luis de Cepeda, y el sainete El mesón de Nochebuena, donde figuran las canciones La naranjera y El matón.
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