Por Tomás Marco
Se atribuye a Pablo Picasso la frase de que en cualquier obra artística hay un diez por ciento de inspiración y un noventa por ciento de transpiración. Al mismo pintor se le achaca el dicho de que la inspiración existe, pero es mejor que te pille trabajando. Todo ello conduce a que la experiencia de la creación artística sea, por un lado, un hecho bastante misterioso y poco controlable, y, por el otro, un largo y fatigoso trabajo. Y en ello la música no es ninguna excepción.
Aunque el concepto de inspiración artística se puede rastrear sin ningún género de duda hasta los antiguos griegos, que la miraban como una especie de embriaguez, no es menos cierto que lo que hoy todavía se conoce por inspiración está muy viciado por un idealismo nada realista que se gestó en el Romanticismo por parte de los públicos, aunque con la complicidad interesada de los propios artistas. Pero no creo que hoy nadie pueda pensar seriamente que una sinfonía de Brahms o Beethoven surgiera en un golpe inspiratorio completa y rotunda en lamente del compositor que no tendría más que ponerse a escribirla de un tirón.
Lo de la musa soplándole al oído la obra al artista es más bien una imagen de aficionado antiguo, no de profesional, sea antiguo o moderno. Es más cierto que la idea va surgiendo poco a poco y solo se concreta a medida que se va trabajando a lo largo de un tiempo que puede ser nada corto. Muchos conocen la múltiples versiones, nuevas redacciones y correcciones a fondo que sufrieron ciertas sinfonías de Bruckner antes de adquirir su aspecto final y eso ilustra mejor que nada la larga transpiración que la inspiración exige.
Precisamente por todo eso se habla del oficio musical, y un creador debe poseer ese oficio para poder realizar lo quiere hacer. A veces, incluso, se habla de obras con mucho oficio tanto para alabarlas como, en ocasiones, para disminuirlas, puesto que una obra puede mostrar un oficio impecable y carecer de valor creativo. Los conservatorios se crearon para dotar a los músicos de ese oficio sin el que las ideas se perderían. Y no deja de ser aleccionador el que esas instituciones no otorguen títulos de “compositor” o de “pianista”, sino de profesores de esas especialidades. Es decir, certifican que tienen el oficio para ensañar esas cosas, pero nadie puede certificar por unos estudios que alguien sea un verdadero creador.
En las clases de Karlheinz Stockhausen, el maestro siempre repetía que ideas creativas, incluso buenas ideas, puede tenerlas cualquiera, pero que lo importante no era tenerlas, sino saber realizarlas. En ese caso, creo que iba más allá del simple oficio, ya que le daba también a ese trabajo un punto de creatividad que no es solo el del trabajo. Es cierto que una idea se puede fácilmente echar a perder con un mal oficio, pero con solo oficio no se hace ninguna gran obra de arte, si acaso una simulación.Eso sí, si hablamos de un oficio también creativo,entonces este puede incluso superar el valor de la misma idea.Cualquier compositor al que se le hubiera ocurrido la idea del Bolero de Maurice Ravel, la habría rechazado por parecerle una tontería. La genialidad del compositor francés no estuvo en que se le ocurriera, sino en realizarla de una manera tan magistral que convirtió una banalidad en una obra maestra.
No se piense que esa conspiración entre inspiración y transpiración se da solo entre compositores, porque el intérprete musical se encuentra en la misma situación. Para ser un gran intérprete hace falta un don especifico, que es de la misma familia de la inspiración. Algo que se tiene aunque no se manifiesta igual en todas las ocasiones, pues ya sabemos que hasta el más excelso intérprete puede tener instantes menos afortunados. Pero está muy claro que todos los intérpretes, maravillosos, normales y hasta muy modestos, necesitan trabajar denodadamente sus dotes y que hasta el final de sus carreras tienen que trabajar mucho y a diario. Arthur Rubinstein decía que si pasaba un día sin estudiar lo notaba él; si dos, también su amigos; si tres, lo notaba el público; y, si cuatro, hasta la crítica musical se daba cuenta.
Como en Occidente se ha tendido a fijar la música lo más exactamente posible, se podría pensar que el vaivén desde la inspiración a la transpiración se da solo en la música escrita. Nada de eso. Las culturas que tienen una música improvisada necesitan igualmente un trabajo muy duro para que la inspiración se manifieste. El aprendizaje para improvisar, según las reglas, claro, en un instrumento hindú necesita de años y esfuerzos. Pero no nos engañemos, puesto que improvisar de manera libre también necesita mucho trabajo. Un género en el que la improvisación resulta determinante es el jazz y en cualquier experiencia en esta música sabemos que hay muchas reglas no escritas, mucho trabajo de coordinación y mucha práctica para que las improvisaciones puedan adquirir un cierto grado de interés. Ello ocurre incluso en las experiencias directamente improvisatorias, como las jamsessions. Algunas pueden fracasar por falta de verdadera inspiración y ningún trabajo podrá sustituirla; otras estallan como un chorro creativo, pero no surgen de la nada, sino de todos el trabajo previo que los artistas han desarrollado, eso sin entrar en temas como son las convenciones, sobreentendidos y tics que toda práctica improvisatoria acaba por desarrollar, lo reconozca o no.
De manera que el tema de la importancia de la transpiración en el terreno de la creación e interpretación musical queda muy claro. Mucho menos claro queda eso que se llama inspiración, el tener ideas y que estas sean creativas. Al final no acaba de saberse de dónde surge eso y se piensa que es un don que se tiene o no se tiene y no hay nada que hacer. En su filmAmadeus, Milos Foreman (que se basaba en el texto teatral de Peter Schaffer) presentaba el caso de un músico bien dotado y de un impecable oficio, como lo fue Antonio Salieri, bastante mejor compositor de lo que la leyenda nos ha dejado, desesperado ante la prueba de que sus esfuerzos bienintencionados no podían competir con lo que conseguía por puro talento innato un jovenzuelo chisgarabís como era Mozart. Y es que, sin hacer nada, tenía un don inspirativo natural. Eso sí, también Mozart lo transpiraba y desde pequeñito había aprendido el oficio.
La conclusión es que,sin transpiración, la idea, o sea, el producto de la inspiración, cae en terreno baldío y no sirve para nada.El oficio se adquiere pero lo que se entiende por inspiración es un don. Modernamente hay escuelas científicas que piensan que un mayor conocimiento de los circuitos cerebrales, en los que queda muchísimo por investigar, podrá explicar incluso cómo funciona eso de la inspiración. Y ya se cree que es algo que se puede estimular o enseñar. Hasta hay escuelas de creatividad que,por el momento, que se sepa, no han inducido el nacimiento de ningún Mozart.Pero es incontrovertible que las neurociencias van a descubrir muchas cosas de las que ahora no tenemos ni siquiera una vaga intuición. Mientras, y por ahora, nos sigue valiendo la afirmación picassiana sobre inspiración y transpiración.
Deja una respuesta