Por Antonio Pardo Larrosa
Las luciérnagas del Parnaso
Cuenta una ancestral leyenda —mitología para los más académicos— que las laderas del Monte Parnaso, custodio calcáreo de oliváceos atardeceres y morada de aquellas que con su voz iluminan las ideas, se tiñen de un color bioluminiscente cuando las almas de los poetas retornan al plácido lugar del que partieron —poetas y músicos; creadores… ¿acaso no son una misma cosa?—. Sus faldas están cubiertas de abetos de Cefalonia y prados que reverberan las melodías que otrora surgieron de las vaporosas voces de las musas, divinidades inspiradoras que habitan encarnadas en la silueta de una mirada… Cuentan, aquellos que no tienen nombre, que las almas de esos creadores, yermas de piel y hueso, vuelan hacia la morada ‘de las nueve’ para volver a beber de las cristalinas aguas de la fuente Castalia. Ahora, cuando todo está en penumbra —así lo has dejado…—, te toca a ti, querido Antón, volar hacia las sibilinas faldas del Monte donde tus musas te aguardan impacientes. Una vez más, y ya son muchas, inventas un cuerpo, una forma nueva que brilla donde todo palidece, una especie de luciérnaga imaginaria que dejará sobre el aliento de Calíope, Erato y Euterpe —esta era a la que más amabas— toda la inspiración que antaño te concedieron. Esa luz, de embrujo y aguardiente que solo irradian los coleópteros en las noches cálidas de verano, juega con el ‘eterno retorno’ del filósofo como solo tú sabías jugar con las emociones del melómano. ¡Cuántas veces lo repetiste! Ahora, y gracias a tu infinita generosidad, este tiempo será de otros. No tardes, porque Calíope, Erato y Euterpe te esperan inquietas en el Parnaso, lugar donde tus melodías se ‘encarnarán’ para volver a ser viento. ¡Así debe ser! Es un viaje necesario, obligado para todos los que entre sonidos y silencios buscan en el aliento de las musas la respuesta a sus sentidas plegarias. Ahora, las clarividentes faldas del Monte se iluminarán una vez más en las cálidas noches de verano.
Mientras las musas aguardan excitadas la ansiada llegada de esa bellísima luminaria, la vida, la nuestra —alejada de leyendas y mitos—, continúa para las miríadas de huérfanos que ha dejado la reciente partida del maestro. Todo tiene un final, todo, menos la música, la verdadera voz del ‘eterno retorno’. Esta es la única idea que da sentido y continuidad al ciclo de la creación artística. Las musas saben mucho de esto. Antón lo sabía, y también todos los que en algún momento del cartujo acto de crear invocamos con más fe que certeza la presencia de alguna ‘de las nueve’ hacedoras de ideas.
Durante décadas, este turolense, bragado en una y mil batallas de garrote y tentetieso —la música se precipita hoy día hacia otra dirección—, buscó de una forma incansable aquello que, para él y para tantos otros, da sentido a la música, y que no es otra cosa que la emoción. Esa imperceptible alteración de la atención —’piel de gallina’— provocada por la melódica rima de su honesto ideario es la razón por la que su obra engancha. Quizá esta sea una forma muy prosaica de ver las cosas, no seré yo quien lo ponga en duda, pero la música, cuando bebe de la fuente de la emoción, nace en las tripas, toma forma en el cerebro y muere en la piel. La evocadora obra de Antón García Abril forma parte de ese corpus musicae que abanderan músicos tan representativos como Joaquín Rodrigo (Concierto para una fiesta) o Jorge Grundman (Concierto sentido para violín, viola, chelo y orquesta de cámara), compositores de alto coturno cuyo denominador común es la exaltación de la melodía. En un sentido ‘programático’ de la música, el concepto visual o cinematográfico está muy presente en la concepción de buena parte de sus composiciones. Hay que tener en cuenta para entender esto —en cierto modo extrapolable a su obra de concierto— que Antón García Abril escribió rozando la excelencia alrededor de 200 bandas sonoras, algo que hoy día está al alcance de muy pocos compositores. Ahora, y solo si la divina providencia lo permite, solo queda esperar a que las musas del Monte Parnaso, tan caprichosas como generosas, te acojan bajo sus drapeados mantos para que el ‘eterno ciclo’ de la creación continúe.
El encantador de melodías
Bendita bicefalia. Ortro de cuño patrio y envidia de tu hermano Cerbero… imagen que de una forma gráfica dibuja el contorno en el que se circunscriben las dos realidades creativas que dan forma y sentido al corpus musicae de Antón García Abril. La música de concierto —para los clasistas mentecatos oreja de lana— y la cinematográfica, lugar de encuentro en el que este maravilloso ‘encantador de melodías’ conduce, como el legendario flautista del cuento, a millones de personas hacia ese estado de ‘enajenación feliz’ que conocemos como música. ¡Él compositor bicéfalo!, guardián del reino de la melodía en el que el creador encuentra la eterna fuente de la belleza. Por tanto, la bifronte obra de Antón García Abril se desarrolla en este sentido a través las formas propias del concierto —óperas, canciones, sonatas, conciertos, etc.— y las que atañen al medio audiovisual.
Aunque las primeras ya forman parte de la memoria y la cultura de cualquier melómano (Hemeroscopium para orquesta; la ópera Divinas palabras; Alba de los caminos para quinteto de cuerda y piano; o su Concierto Aguediano para guitarra amplificada y orquesta), son las que compuso para el cine y la televisión —sobre todo estas— las que han calado más hondo en el imaginario colectivo de una ‘coloreada’ generación que vivió con intensidad los cambios socioculturales de este país a través de la pequeña pantalla. Nadie mejor que el propio Antón para refrendar lo que escribo: ‘Reconozco que el cine, incluso más la televisión, me proporcionaron una enorme fama por las series que hice: El hombre y la tierra, Fortunata y Jacinta, Ramón y Cajal, Cervantes, Segunda enseñanza, Anillos de oro…con las que han crecido muchas personas’. Todas ellas elaboradas sobre los cimientos de la melodía —véase su discurso académico Defensa de la melodía—, obsesión de un creador que buscó en la marejada de las vanguardias musicales una voz distinta, original y nueva, pero, por encima de todas las cosas, auténtica. Su obra cinematográfica y televisiva se ha convertido, por mor de su excepcional ‘empatía’, en un acontecimiento popular, en una especie de conversación entre amigos que ha trascendido del medio para el que fue creada.
La pequeña pantalla derramó lágrimas con Segunda enseñanza o Anillos de oro, aulló a la luna con la fuerza de El hombre y la tierra, y se hizo sabia con Cervantes o Ramón y Cajal. La mayor parte fueron garantes de una transición musical que empezaba a cambiar el mapa sonoro de este país, no solo a través de la televisión, sino también del cine. Antón escribió numerosas obras para la gran pantalla, partituras que evolucionaron del ‘dabadaba’ —sonido de una forma de hacer cine muy popular en las décadas de los 60 y 70— a un sinfonismo más clásico que nos regaló obras tan inspiradas como Monsignor Quixote (1975) —para el que esto escribe su mejor obra cinematográfica—, película basada en la obra homónima del escritor Graham Green, un interesante texto que narra a su manera las conmovedoras andanzas del inmortal caballero. La obra recrea las aventuras de tan ilustres personajes por una España manchega y profunda que muestra callada las voces de la historia. El padre Quijote, un exalcalde comunista oriundo del Toboso, Enrique Zancas, y un Rocinante con cauchos en vez de herraduras, entablan una singular relación que parece rememorar las irreconciliables posturas existentes entre el marxismo y el catolicismo de ‘pandereta’ o del carbonero, según se prefiera. Sin duda, y junto a las partituras de La colmena y Los santos inocentes, la música de Monsignor Quixote es la punta del iceberg, un colosal ejercicio de imaginación musical que dibuja las líneas por las que deambula el ideario compositivo de un músico de leyenda… Nuestro encantador de melodías.
Solo el tiempo lo dirá, pero estoy seguro de que la fantástica obra de Antón García Abril servirá de inspiración —las musas del Parnaso están algo más risueñas— a las nuevas generaciones de compositores que a día de hoy abanderan la renovación musical patria.
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