
Entre el esplendor del Segundo Imperio y el progresivo desinterés del siglo XX, la música de Ambroise Thomas transitó de la aclamación a la indiferencia. Su Hamlet, éxito en su estreno parisino en 1868 y en múltiples escenarios europeos, encarna esta dualidad: una obra ambiciosa, pero controvertida, que generó juicios opuestos desde Chaikovski hasta la crítica francesa.
Por Alejandro Santini Dupeyrón
Recepción de una ópera compleja
‘Hay dos tipos de música, la buena y la mala. Y después está la música de Ambroise Thomas’.
En la agudeza de Emmanuel Chabrier ha pretendido hallarse una de claves que explicarían el prolongado olvido impuesto al compositor de Mignon y Hamlet, pasados los días de aclamación durante el Segundo Imperio y el sostenido reconocimiento tributado en la III República, cuyo momento culminante aconteció el 13 de mayo de 1894 cuando, con motivo de la representación número 1000 de Mignon en París, el presidente Sardi Carnot impuso a Thomas la Gran Cruz de la Legión de Honor en el escenario de la Opéra-Comique, convirtiéndose así en el primer músico con rango de Commandeur de la orden.
Pero que Thomas fuese capaz de alternar lo bueno y lo peor, sublimidad y vulgaridad en una misma partitura, era opinión difundida entre los compositores coetáneos. El criterio de Chabrier, músico de formación exquisita pero en absoluto académica (jamás traspasará el umbral del conservatorio parisino, regido por Thomas desde 1871 hasta su muerte en 1896, ni institución parecida alguna), compartía el humor despectivo del admirado Berlioz y la certera apreciación de Chaikovski. El primero hizo siempre a Thomas objeto de soterradas burlas al considerarlo entre los principales responsables de la degradación de una tradición musical francesa ‘que alguna vez fue noble’. El discípulo predilecto de Anton Rubinstein, por su parte, después de asistir al estreno de Hamlet en el Bolshói de San Petersburgo en diciembre de 1872, publicaba en el Russkie Vedomosti una extensa reseña escrutando acto por acto, escena por escena, donde pudo leerse:
‘Ambroise Thomas es un músico experimentado, que ha cultivado sus limitadas habilidades hasta el máximo grado de refinamiento, y ha dominado por completo la técnica de su profesión, pero careciendo de la menor apariencia de originalidad. Su música está unida con pequeños parches coloridos de Meyerbeer, Gounod, Verdi y Auber […] tan hábilmente unida que es imposible saber dónde termina un parche prestado y dónde comienza otro’.
Solo la instrumentación era considerada por Chaikovski como producto verdaderamente artístico, ‘lo único que hasta cierto punto compensaba la falta de imaginación’ del compositor. La instrumentación, y la ‘talentosa e inimitable’ actuación de la soprano sueca Christina Nilsson (Ophélie en la premier parisina), explicaba, para Chaikovski, el éxito que acompañara a Hamlet en todos los teatros donde se había representado.
La crítica francesa del estreno, que tuvo lugar el 8 de marzo de 1868 en la sala de la Rue Le Peletier, no fue tan pormenorizada ni restrictiva. De manera inevitable se abordó el controvertido libreto de Michel Carré y Jules Barbier, autores de Faust y Roméo et Juliette de Gounod, de Mignon. Contra quienes se llevaban las manos a la cabeza ante el despropósito de convertir en drama musical una tragedia de naturaleza metafísica, la Revue et gazette musicale de Paris del 15 de marzo, advertía haciendo de la necesidad virtud: ‘Solo la parte filosófica está menos desarrollada. Tenía que ser. No discutimos con melodías’. Por lo demás, el libreto mantenía el ‘color’ shakesperiano al encontrarse ‘la misma fiebre apasionada, la fatalidad implacable, el toque de difuntos vibrando en medio de las fiestas’.
En La Comédie, Ernst Reyer atribuyó a Thomas la preocupación constante de haber sido shakesperiano sin dejar de ser musical, un ‘prodigo obrado por la maravillosa orquestación’, lo que no le impidió elaborar un catálogo con los, en su opinión, momentos menos gloriosos de la ópera. Gastón de Saint-Valry, en Le Pays del 17 de marzo, se referirá con fastidio a uno de esos momentos: ‘Una canción de opéra-comique para beber, cantada por Hamlet. Ah, el viejo cliché, ¡siempre triunfante!’.
Consciente de la complejidad inherente a la adaptación textual, Théophile Gautier, en Le Moniteur Universel, agradecía a los libretistas preservar cuanto pudieron de Shakespeare y, en las antípodas de Saint-Valry, señalaba que, en contraste con la oscuridad de la acción, este Hamlet brindaba la ocasión, ‘para canciones, coros y marchas de deslumbrante colorido’, compuestas por Thomas ‘con infinito tacto, talento y alegría’.
La tarea casi imposible de los libretistas de transformar, ‘en buen verso y en buen estilo’ la tragedia en ópera, volvía a ser reconocida por Nestor Roqueplan en Le constitutionnel. Con respecto a la partitura, hipérboles: ‘Estamos en presencia de una obra musical considerable, una de las más completas y más importantes que ha salido de una pluma moderna’.
Poco después de fallecer el compositor, al reevaluar su último gran éxito escénico con motivo de una reposición, Henri Moreno (pseudónimo del editor musical Henri Heugel en Le Ménestrel, semanario del que era propietario y director) señaló que Hamlet había sido una obra ‘valiente y avanzada’ para el momento; que la partitura no fue comprendida y que la prensa se avergonzó con sus juicios. ‘Sentimos que estábamos ante algo fuera de lo común —prosigue—. Pero, por falta de una comprensión perfecta, nadie se atrevió a formular con demasiada fuerza el elogio o la censura. Fue la admirable interpretación de [Jean-Baptiste] Fauré y Nilsson la que lo salvó todo’.
Aunque el recuerdo de Heugel sea impreciso en lo referente a la crítica, el testimonio es revelador.
De la ovación al olvido. Semblanza de Ambroise Thomas
Mignon alcanzaba la milésima representación al conmemorarse su trigésimo aniversario. Fue la ópera más representada en la segunda mitad del siglo XIX, y continuó programándose a buen ritmo hasta la Gran Guerra. Después comenzaría un lento declive, con reposiciones esporádicas, hasta desaparecer por completo en la década de 1960.
Hamlet no tuvo igual suerte. Concebida como respuesta comercial al éxito de Roméo et Juliette en el Téâtre-Lyrique la temporada anterior, quedó muy por debajo de lo esperado, pese a ser un éxito indiscutible. Hacia 1898 acumulaba en torno a 300 representaciones. Traducida por Achille Lanziéres al italiano como Amleto, y con un final alternativo, se estrenaría en la Royal Italian Opera House de Londres en 1869. En el Teatro Real de Madrid, en noviembre de 1881; meses después, en el Teatre Principal y en el Liceu barceloneses. Ya como Amleto o como Hamlet, y en cuatro actos, la versión italiana continuó reponiéndose con regularidad en el Real hasta enero de 1918. En 1938, alcanzadas 384 funciones, Hamlet desaparece del cartel.
Hoy, cuando se menciona a Ambroise Thomas, es de manera casi invariable por motivo de estas dos obras. Pero desde su primera producción, La double échell en 1837, un éxito rotundo con 247 representaciones, hasta la postrera Françoise da Rimini, retirada en 1885 tras computar apenas cuarenta representaciones desde el estreno, tres años antes, diecinueve óperas salieron de la pluma del compositor. Un catálogo cuya regularidad queda interrumpida al asumir la dirección del Conservatorio de París. No es desacertado decir, por tanto, que la carrera operística de Thomas llega prácticamente a su fin con la disolución del Segundo Imperio.
Charles Louis Ambroise Thomas nació en Metz, en 1811. Fue un niño prodigio que aprendió del padre, violinista notable, a tocar el violín a la vez que el piano. Practicaba uno y otro instrumento mientras aprendía a leer y a operar con reglas de cálculo. Con su madre, ya viuda, y su hermano mayor, se traslada a París, donde el hermano es contratado como violoncelista en la ópera. En 1828 el joven Thomas ingresa en el conservatorio, estudiando piano con Pierre Zimmermann y Friedrich Kalkbrenner (famoso por su método técnico), armonía y contrapunto con Victor Dourlen y composición con Jean-François Lessueur y Auguste Barbereau. Alumno brillante, gana el Primer Premio de Armonía en 1830, el Gran Premio de Composición Musical en 1832 con la cantata para solistas y coro Hermann et Ketty, y al año siguiente el Gran Premio de Roma partiendo, becado por tres años, a estudiar en la Academia Francesa de la capital italiana, de donde regresa decidido a escribir música para la escena.
A La double échell suceden las bien acogidas Le perruquier de la Régence (1838), Le panier fleuri (1839) y Carline (1840). Le comte de Carmagnola (1841), con libreto de Eugène Scribe, es retirada tras ocho representaciones. Se recupera de inmediato con Le guerillero (1842), ambientada en España. El título que consolida su reputación será Le Caïd (1849), opéra bouffon de exotismo argelino.
Al éxito musical acompañan pronto las distinciones sociales y los reconocimientos académicos: Chevalier de la Legión de Honor en 1845 (Officiel en 1858), miembro de la Academia de Bellas Artes en 1851 (postergando a Berlioz, que ingresa ocho años después), profesor de composición en el conservatorio parisino en 1856 y director, como se ha dicho, en 1871. El más apreciado de sus discípulos, Jules Massenet, recuerda a Thomas como un músico sincero y honesto, que pasó con sencillez y tranquilidad por la vida en un sueño de arte, empapado de bondad e indulgencia, y que la víspera de su muerte (un gélido 12 de febrero), contemplando el cielo despejado desde la postración del lecho, se alegró de poder irse con tan buen tiempo. Sobre la deriva reaccionaria impuesta en el Conservatorio, la declarada hostilidad a César Franck o el veto como profesor a Gabriel Fauré, el autor de Mes souvenirs nada comenta.
‘Vive para tu pueblo. ¡Es Dios quien te hace rey!’
El final alternativo del Hamlet londinense compartía con el shakesperiano la muerte del protagonista. Desolado ante el féretro de Ophélie, el príncipe mata a su fratricida tío Claudius y a continuación se suicida. En la versión del estreno parisino Hamlet no muere (aunque esta posibilidad queda abierta, herido como está a resultas del duelo con Laërte) y, tras vengar al padre, es proclamado rey. Tampoco mueren la reina Gertrude, que entrará en un convento por mandato del Spectre, ni Laërte ni Polonius. La convención escénica francesa, enraizada en preceptos del decoro, era incompatible con las soluciones de corte senequista en boga durante el período isabelino. Nada más contrario al bon goût que un torpe cúmulo de occisos mientras desciende el telón. La muerte resulta edificante cuando se impone como justicia: Claudius expía su crimen sabiéndose culpable; o cuando es poética, como el ahogamiento de Ophélie, enloquecida por el desamor de Hamlet. El amor que deviene en locura permite representar el suicidio sin reproche moral. Carré y Barbier se apartan así de Shakespeare, donde el asesinato de Polonius es causa de locura y la muerte de la joven, al caer al agua, parece ser accidental.
Con todo, que Hamlet conservara la vida seguía siendo la mayor divergencia entre ambas tramas. El final de The Tragedy of Hamlet, Prince of Denmark era, en el momento de estrenarse la ópera, suficientemente conocido como para no provocar desconcierto y decepción. Aunque las compañías de teatro de habla inglesa comenzaron a representar Shakespeare en Francia en la década de 1820, el público en general continuaba acercándose a las obras del bardo a través de traducciones vernáculas que, en ocasiones, diferían del original inglés. La historia del príncipe danés constituye un caso paradigmático.
En 1847 los novelistas Paul Meurice y Alexandre Dumas père representaron con mucho éxito en el Téâtre Historique de París una actualización de Hamlet libremente adaptado al estilo y convenciones de la tragedia francesa por Jean-François Ducis en 1770. Ducis, que no sabía inglés, se sirvió de la tergiversada traducción de Pierre-Antoine de La Place (Le Téâtre Anglaise, vol. II, 1746). Sensible a las protestas del público culto, y sin el conocimiento de Dumas, Meurice modificará más adelante el final de La Paplace-Ducis. Pero esta adaptación, en la que Hamlet muere, nunca tuvo la aceptación de la presentada en 1847. Carré y Barbier, que jamás pretendieron ser fieles a Shakespeare, se basaron en esta adaptación para escribir el libreto, adaptación a su vez, en la que el espectro del padre, después de recordar a Hamlet el deber de vengarlo, le ordena vivir para el pueblo. Un final nada insólito, toda vez que el texto de Ducis, vertido al italiano por Francesco Gritti (Venecia, 1774), había servido para los libretos del Amleto de Luigi Caruso, estrenado en Florencia en 1790, donde la reconciliación entre Amalia (Ophélie), Amleto y Claudio se impone al final; y el Amleto de Gaetano Andreozzi, estrenado en Padua en 1792, en el que Claudio apuñala a Geltrude y Hamlet canta un aria de coloratura sobre el cuerpo exánime de la madre.
Los libretistas Carré y Barbier, finalmente, se apartan de la adaptación de 1847 —y por ende de Shakespeare— al organizar la trama como una historia de amor que, dada la obsesión vengativa de Hamlet, acaba fracasando. Las vacilaciones de este en determinar el momento idóneo del crimen, materia de especulaciones morales y filosóficas, carecen de significación efectiva. Desaparecen subtramas y personajes como los antiguos condiscípulos de Hamlet, Rosencrant y Gildenstern; el cortesano Osric y los miembros de la Guardia Bernardo y Francisco; Reynaldo, sirviente de Polonius; el rey de Noruega, Fortimbras, y sus embajadores Voltenman y Cornélius; los Embajadores ingleses y los Payasos. Claudius, Gertrude y Ophélie cobran importancia textual en detrimento de Hamlet.
Grandes momentos musicales de Hamlet
El Prélude, de tonos oscuros e inquietantes, introduce en el ambiente del Castillo de Elseneur y da paso al salón, donde Claudius (bajo) es coronado rey. La vistosidad de fanfarrias y coros contrasta, a continuación, con la soledad melancólica de Hamlet (barítono) en el Récitatif, y el cortés Duo con Ophélie (soprano) ‘Doute de la lumière‘. Un nuevo Prélude abre la conocida como ‘Escena del Espectro’ (bajo), cuyo solemne canto pausado y siniestro evoca al Commendatore mozartiano. ‘Spectre infernal, image vénérée‘, canta Hamlet.
Música de Entreacte y aria de Ophélie ‘Sa main depuis hier’, donde la joven se muestra preocupada por el distanciamiento de Hamlet. Brindis ‘O vin, dissipe ma tristesse‘, de Hamlet y el coro de comediantes. Marche danoise y Pantomimeet final. Tiene lugar aquí la primera intervención de un saxofón con orquesta sinfónica de la historia.
En el acto tercero, aria de Hamlet ‘J’ai pu frapper le misésable‘. En la habitación de la reina, sentado en un sillón, el príncipe lamenta haber desperdiciado la ocasión de asestar el golpe a Claudius durante la pantomima. En la segunda parte del aria figura el ‘Ser o no ser…’, carente de trascendencia filosófica, pero rico en emoción musical. Siguen el aria de Claudius ‘Je t’implore, mon frère‘, el espectacular trío de Hamlet, Ophélie y Gertrude (mezzosoprano) ‘Le voilà! Je veux lire enfin dans sa pensé‘ y el dúo de Hamlet con Gertrude ‘Hamlet, ma douleur est immense‘. Es el gran momento de la reina.
Entreacte y Danse villageoise, en el cuarto acto, y la conocida como ‘Escena de la Locura’ de Ophèlie: Ballade ‘Et maintenant écoutez ma chanson’ y Final ‘Le voilà! Je crois l’entendre‘, con un coro ‘a boca cerrada’. Extraordinarios, ambos números.
Por último, en la ‘Escena del Cementerio’, Récit et arioso de Hamlet ‘La fatigue alourdit mes pas‘ y la Marche funèbre et chouer, con Hamlet y Laërte: ‘Ècoute! Quel est ce bruit de pas‘.
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