Félix Ardanaz ha actuado en algunas de las salas más importantes del mundo, primero en solitario, como concertista de piano, y ahora al frente de grandes orquestas nacionales e internacionales, abordando repertorio sinfónico y también operístico. Acaba de grabar su primer álbum como director, producido por la BBC, al frente de la BBC National Orchestra, que recoge parte de su esencia musical: Debussy, Ravel, Stravinski y una obra de nueva creación de la compositora María Eugenia Luc.
Por Susana Castro
Desde hace varios años, desarrolla una creciente carrera internacional, cuyo último hito es la publicación de su primer disco como director de orquesta, bajo el sello discográfico Orpheus, producido por la BBC. Se trata del concierto que, el pasado año, realizó al frente de la BBC National Orchestra Wales y que se retransmitirá por la BBC Radio. ¿Cómo se enfrentó a un compromiso de tanta relevancia para su carrera?
Fue una experiencia fantástica que siempre recordaré. Tanto los músicos de la orquesta como todo el equipo de producción de la BBC, encabezado por Mike Sims, se comprometieron al máximo en este proyecto con una gran dedicación.
Estuvimos bastante tiempo barajando distintas posibilidades que fueran conceptualmente interesantes para el público. Finalmente, se impuso la idea de tejer un repertorio que girara en torno a la música orquestal de los siglos XX y XXI inspirada en la danza. Este álbum es un homenaje al fascinante mundo de los ballets sinfónicos y, por ello, se titula Symphonic Ballets.
El disco se abre con el Preludio a la siesta de un fauno, de Claude Debussy, muy sugestivo y de gran belleza, que constituyó desde su estreno un hito del estilo impresionista. La segunda obra es La Valse, de Maurice Ravel, todo un reto técnico para las orquestas, y un sello de identidad de la escritura raveliana. El disco continúa con El pájaro de fuego, de Igor Stravinski, en su versión de la suite orquestal; muchos ven en la maestría orquestal de esta obra un preámbulo de lo que Stravinski conseguiría más tarde en La consagración de la primavera, posiblemente el mayor hito sinfónico del siglo XX. Finalmente, el álbum incluye un maravilloso ballet sinfónico de nueva creación: Argia eta Itzala, de María Eugenia Luc.
¿Cómo fue la experiencia dirigiendo el estreno de este ballet? ¿Cómo se enfrenta a la tarea de ofrecer al público una obra que se escucha por primera vez?
Dirigir Argia eta Itzala y aportar una primera versión de esta obra fantástica ha sido una de las experiencias más enriquecedoras de mi vida musical. Estrenar una obra es siempre un gran reto para el director, pues no existen referencias interpretativas anteriores. Esto puede producir la sensación de navegar hacia lo desconocido, pero en realidad confiere al director una gran capacidad creativa, porque incluso, sin desearlo, todos estamos condicionados por las versiones de cada obra que hemos escuchado anteriormente.
Admiro profundamente a la compositora María Eugenia Luc, a quien considero una referencia internacional de la composición contemporánea de vanguardia. Argia eta Itzala (en euskera, Luz y sombra) responde a una orquestación magistral de carácter post-espectral, llevando aún más lejos la exploración tímbrica ambiciosa del estilo del espectralismo musical. A lo largo de las distintas secciones de este ballet sinfónico, las técnicas extendidas de los instrumentos y el juego de escritura en armónicos tejen una masa sonora que es maleada en pro de la alegoría musical que encierra el título: el viaje de la luz a la sombra. La parte final de Argia eta Itzala abraza el estilo de la música concreta instrumental, consiguiendo efectos tímbricos mágicos, que sorprenderán al auditor igual que sorprendieron a los músicos de la orquesta de la BBC cuando descubrieron esta escritura tan vanguardista y original.
He de recalcar que fue toda una suerte que esta orquesta pudiera estrenar la obra, pues los músicos tenían una gran experiencia interpretando repertorio contemporáneo, como sucede a menudo con las orquestas profesionales de Reino Unido.
¿Cuál es su relación con la composición contemporánea? ¿Le gusta trabajar con los creadores y las creadoras actuales?
Siempre he pensado que interpretar música de nueva creación no es únicamente importante: es todo un deber para las nuevas generaciones. Los directores e intérpretes tenemos que estar al servicio de los compositores actuales, ya que es la única manera de que el mundo sonoro pueda seguir evolucionando.
Para un director, dirigir obras contemporáneas es un gran reto, pero a la vez una tarea fascinante, ya que a menudo el margen de libertad interpretativa es más grande que al dirigir una obra del repertorio clásico-romántico tradicional.
A lo largo de su trayectoria como director se ha embarcado en proyectos de gran calado, tanto sinfónicos como líricos, ¿se sigue planteando combinar ambas facetas o le gustaría decantarse por alguna de ellas?
Es mi deseo seguir vinculado al repertorio sinfónico y al operístico; considero que es una necesidad para todo director de orquesta. Prueba de ello es que cada vez es más inusual encontrar directores que aborden uno de los dos campos de manera unívoca, algo que en el pasado era más común.
Técnicamente hablando, el trabajo del director de orquesta es muy distinto en el ámbito operístico y en el sinfónico. En el primero, la gran dificultad reside en aprender a respirar con el fiato de los cantantes, en saber acompañarlos, pero también en saber cuándo es necesario llevar la iniciativa. Una vez me dijo Nicola Luisotti, un director con una gran experiencia operística, que acompañar no consistía únicamente en seguir, sino también en guiar. Esa es la mayor dificultad de la ópera.
En la música sinfónica ocurre algo distinto: en general, el director de orquesta guía todo el tiempo, pero eso no implica que no sea receptivo al fraseo y al rubato que los propios músicos de la orquesta vayan perfilando. Ahí reside gran parte de la dificultad. Muchas veces nos sorprende ver que los grandes directores de orquesta, cuanto más maduros son, tienden a condensar su gesto más y más, a focalizarlo y a reservar los grandes gestos para los momentos estrictamente necesarios. El caso más llamativo se produce cuando un gran director deja literalmente de dirigir, algo que al público le suele sorprender siempre.
Por otro lado, en la música sinfónica ocurre algo muy particular: hay un retardo considerable entre el gesto del director y el sonido que produce la orquesta. Curiosamente, cuanto mejor es la orquesta, a menudo más largo es ese tiempo de retardo, porque las familias instrumentales (cuerda, viento madera, metal y percusión) se están escuchando mutuamente. Aprender a lidiar con ese tiempo de retardo y malear el sonido orquestal es un gran reto en la música sinfónica, y es que el gesto del director siempre tiene que ir por delante del sonido.
En cuanto al repertorio, ¿siente predilección por alguna época o lenguaje concretos?
Me gusta dirigir todo tipo de repertorio, desde el Barroco hasta la música de nueva creación. Sin embargo, siento una afinidad especial por el repertorio del Romanticismo (desde el último Beethoven hasta Mahler, abarcando todo el siglo XIX), la música rusa y el Impresionismo francés.
Si tuviera que elegir una sinfonía en particular, entre el gran acervo de obras maestras de la literatura occidental, escogería seguramente la Sexta Sinfonía, de Chaikovski, la llamada ‘Patética’. Es toda una reflexión existencial sobre la vida y la muerte, el ser humano, la esperanza y el dolor.
En cuanto a la ópera, seguramente elegiría La traviata, de Verdi. Es probablemente la ópera más célebre, pero creo que es por una razón en concreto: es imposible no empatizar con el personaje protagonista (Violetta Valery), porque encarna la vulnerabilidad y la injusticia del destino. Desde nuestra infancia, todos hemos vivido en primera persona situaciones injustas, porque este sentimiento forma parte intrínseca de la vida humana. El final del tercer acto nos invita a reflexionar sobre nuestra propia vida, a plantearnos muchas preguntas. Para mí, Verdi es como el Shakespeare de la música, el compositor que pinta la naturaleza humana con todas sus luces y sus sombras.
Finalmente, si tuviera que escoger el momento más sublime de toda la literatura orquestal (sinfónica y operística), sin duda escogería ‘Liebestod’ (‘La muerte de Isolda’), de Richard Wagner. Podría ir incluso más lejos, afirmando que para mí es, literalmente, la cumbre de la historia del arte occidental. La considero una música sencillamente sobrenatural que traspasa lo material y lo humano: materializa en sonido el deseo de Isolda de integrarse en el cosmos, en lo que ella llama metafóricamente la ‘respiración universal’, la eternidad.
Ha dirigido en muchos países, especialmente en Rusia, Inglaterra, República Checa, Estados Unidos, así como algunas de las grandes orquestas españolas. Tiene una visión panorámica de la actividad orquestal, ¿cómo definiría la situación actual de la práctica sinfónica en nuestro país?
Las orquestas españolas han experimentado una grandísima evolución en las últimas décadas. A menudo pienso que no nos damos cuenta de la espectacular transformación que ha ocurrido en España a todos los niveles (cultural, económico y social) desde la llegada de la democracia.
España es hoy en día un país fundamental en el panorama musical internacional. Todas las grandes estrellas internacionales vienen a actuar aquí, algo que naturalmente no ocurría antes de la democracia, cuando nuestro país estaba aislado del resto del mundo.
Por otro lado, hay que destacar la voluntad política que ha permitido la creación y evolución de las orquestas sinfónicas españolas en las últimas décadas, atrayendo a músicos de todo el mundo a nuestro país. En gran parte de las orquestas españolas, más de la mitad de los músicos vienen de otros países, y eso es una prueba de que España es un referente para muchos profesionales de este sector.
Nuestro país es un gran exportador de talento musical, ¿es habitual encontrarse músicos españoles en las plantillas orquestales de las formaciones que dirige? ¿Está de acuerdo con que estamos ante una época dorada en la formación musical en España?
Desde luego, es muy habitual. De hecho, es muy difícil no encontrar a ningún músico español en las orquestas sinfónicas y teatros de ópera europeos.
Estamos, sin duda, en una época dorada de la formación musical. Nunca ha habido en España tantos conservatorios superiores de gran calidad, profesores extraordinarios (muchos de ellos venidos de otros países) y una nueva generación de jóvenes que ya tiene cabida en los mejores concursos del mundo, y en las principales instituciones musicales. Hace no tantos años, ejemplos como los de Alicia de Larrocha y Montserrat Caballé eran casi anecdóticos en el panorama internacional. Hoy en día, las programaciones de orquestas y teatros cuentan con más y más nombres españoles que son referentes internacionales en sus disciplinas.
Echando la vista atrás, y tras dirigir en algunos de los teatros y auditorios más importantes del mundo, ¿qué le diría a aquel niño que se interesó por la dirección orquestal tras ver a Claudio Abbado al frente de la Filarmónica de Viena?
Le diría que no tenga prisa, porque la dirección de orquesta es una carrera de fondo. En las disciplinas instrumentales, se puede adquirir una técnica muy buena a una edad muy temprana, pero la dirección exige una madurez no solo técnica, sino también personal. Una de las cosas más difíciles de esta profesión es el factor humano, y eso es algo que se aprende con los años y con lo que algunos llaman el ‘oficio’.
Por otro lado, ya que ha citado a Claudio Abbado, uno de los directores de orquesta más legendarios y que más he admirado, creo que es importante que las nuevas generaciones aprendamos de nuestros ídolos, pero también que tengamos una voz propia y personal.
Sinceramente, creo que es imposible intentar acercarse a las interpretaciones de las sinfonías de Beethoven de Carlos Kleiber, al Mahler de Claudio Abbado, al pianismo de Martha Argerich o al genio vocal de Maria Callas. Son iconos que han marcado la historia, y todos lo hicieron con una personalidad muy fuerte y única.
A veces las nuevas generaciones de directores e intérpretes, ante el trabajo de genios de este calibre, podemos tener la sensación de que todo está dicho con el repertorio clásico-romántico tradicional. Sin embargo, no debemos olvidar que el arte es una expresión de nuestro tiempo, y que la música clásica ha de transformarse con la sociedad. El mundo está experimentando una transformación a un ritmo exponencial en los últimos años. La música clásica seguirá transformándose en las décadas venideras, y las nuevas generaciones debemos ser una parte proactiva en esos cambios.
Debido a la pandemia, muchos de sus compromisos quedaron pospuestos, como sucedió con tantos de nuestros músicos. En estos momentos, ¿ha recuperado su agenda la velocidad de crucero?
La pandemia fue una época muy dura para los músicos, profesionalmente hablando. Al mismo tiempo, nos permitió estudiar nuevo repertorio y reflexionar sobre lo que realmente buscamos y deseamos como profesionales. Afortunadamente, los conciertos han vuelto y volvemos a estar en activo como en tiempos anteriores.
Además de sus estudios de piano y dirección orquestal, se formó como arquitecto en la Escuela Nacional Superior de Arquitectura de París, ¿se ha quedado esta faceta como hobby o utiliza los conocimientos adquiridos en esa formación en su trabajo musical diario?
Estudiar arquitectura me ha ayudado mucho en mi trabajo como músico. Creo que nadie duda de que las obras maestras musicales son también grandes obras de arquitectura. Al fin y al cabo, desde que existe la música escrita, los compositores se enfrentaron al reto de combinar tres parámetros distintos para hacer discurrir el sonido en el tiempo: la melodía (que fue el inicio de todo), la armonía y el ritmo.
En el siglo XX, seguramente a partir de Claude Debussy, aparece un cuarto parámetro en la composición musical: el timbre. Precisamente, ese cuarto parámetro se convertirá en el foco de atención principal de la música contemporánea.
Todos estos parámetros musicales encuentran su equivalente en la arquitectura. La melodía es la horizontal, la armonía es la vertical, y el ritmo es la repetición de los elementos unitarios (una noción fundamental en arquitectura y en música). Además, el timbre musical encuentra su equivalente en la arquitectura: el material de construcción, que será también la piedra angular desde el siglo XX.
Por otro lado, tanto la música como la arquitectura se sustentan gracias a la noción de estructura. Toda obra musical o arquitectónica tiene una estructura formal concreta, que es lo que permite que nuestro cerebro la procese y la comprenda. Es sorprendente percatarse de que en las dos disciplinas hay formas arquetípicas que se repiten en todas las épocas. El gran filósofo Schopenhauer decía que ‘la arquitectura es música congelada’. Adoro esa frase, y creo que habla por sí misma.
¿Qué compromisos tiene confirmados para este año?
En los próximos meses dirigiré la Orquesta Sinfónica de Praga (PKF), la San Francisco Philharmonic Orchestra (Estados Unidos), la Orquesta de Cámara de Berlín (Alemania), la Manchester Camerata (Reino Unido), la Orquesta Filarmónica de Sofía (Bulgaria), la Ópera Nacional de Bergen (Noruega), entre otros compromisos.
Además, ya se está fraguando mi segundo álbum como director con una gran orquesta sinfónica internacional, pero no puedo desvelar más detalles todavía.
A la vista de toda la intensa actividad que mantiene, entendemos que no tendrá mucho tiempo libre, pero ¿qué hace Félix cuando no está haciendo música?
Me encanta viajar y conocer nuevos países, jugar al ajedrez, aprender idiomas y leer a los grandes clásicos, en especial a Flaubert, Balzac, Tolstói y García Márquez. Encuentro que en la obra de estos cuatro autores se plasma todo el crisol de emociones del ser humano, como en las óperas de Verdi.
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