Este año se conmemoran cincuenta años del fallecimiento de Pablo Ruiz Picasso, un momento idóneo para recordar su figura y aportación al ámbito de nuestra música. Nos legó el decorado, vestuario y telón de boca para El sombrero de tres picos de Manuel de Falla. Una obra de arte total que tuvo como clave de bóveda al empresario ruso y fundador de los Ballets Rusos, Serguéi Diáguilev.
Por José Manuel Gil de Gálvez
Cincuenta años ya sin Picasso, malagueño universal, quizá el artista español más relevante de todos los tiempos nos ocupa esta primera parte del artículo del mes de febrero de «España en la Música». Su conmemoración nos recuerda también su vital participación en la gestación de una de las obras musicales y escénicas más importante que hemos sido capaces de alumbrar: El sombrero de tres picos.
Como malagueño, siempre me gusta recordar los años de infancia del pequeño Picasso en Málaga, ya que habitualmente de él me hablaba continuamente mi abuelo, algo que entonces no entendía demasiado, pero conforme se van acumulando años, por decirlo de forma bondadosa, uno lo comprende mejor. Picasso nació y vivió en el actual número 36 de la Plaza de la Merced de Málaga, entonces Plaza de Riego. La infancia, sin duda, son los años más importantes de la vida de cualquier persona, decisiva a su vez en la etapa de madurez de cualquier artista, por ejemplo, solo cabe recordar que la afición del genial cubista por los toros se fragua en sus primeros años de vida, visitando la Plaza de la Malagueta junto a su padre y tío. Además, sus primeros años son tema recurrente de conversación con sus familiares y amigos, acrecentado, sobre todo, a partir de 1935; no olvidemos que en el sur de España tomó su primer pincel, la arena negra de la playa malagueña o los jazmines son testigos en su obra de ese recuerdo, lleno de imágenes, aromas y por qué no decirlo, sentimiento de nostalgia y anhelo. El propio maestro malagueño nos lo recuerda así: «Yo he nacido de un padre blanco y de un pequeño vaso de agua de vida andaluza, yo he nacido de una madre hija de una hija de 15 años nacida en la Málaga de los Percheles, el hermoso toro que me engendra la frente coronada de jazmines».
Para entender por qué mi abuelo me hablaba tanto de Picasso, solo hay que decir que lo sentía muy cercano, era vecino de su padre en la pequeña Málaga de entonces, vivía justo en la misma esquina de la plaza que presidia el ya existente monumento dedicado al General Torrijos. Mi bisabuelo, Antonio de Gálvez, a la postre campanero mayor de la Catedral de Málaga, hermano del escritor y poeta bohemio, «el sablista» Pedro Luis de Gálvez, nacido seis meses después del ilustre pintor, del que muchos también habréis oído hablar, compartía bolas y trompos en la plaza con el pequeño pintor. Una Málaga a la que el genio ya nunca pudo volver tras su última visita en 1901, de ello diría el propio Picasso: «Si Franco muere, yo mañana estoy en Málaga, pero yo quiero volver a la ciudad que dejé en mi infancia, libre y en la que la gente podía ser ella misma».
Aterrizando en nuestro tema, hemos de decir que Picasso nunca fue aficionado a la música clásica, sí al flamenco, como su padre. No obstante, el ballet le llamó la atención y en diversos periodos creativos usó a la música, mejor dicho, a los instrumentos musicales, como motivo pictórico, quizá por la influencia de su amigo, y también cubista, George Braque. Durante unos años se suceden en sus trabajos guitarras, violines, mandolinas, pentagramas, metrónomos, etc. Por tanto, se hace obvio, que al igual que la poesía, la música tamizó parte de la vida del genial pintor. Sin embargo, la mayor aportación a nuestro mundo musical fueron los trabajos que hizo para la puesta en escena de El sombrero de tres picos, memorable obra de Manuel de Falla, al que Picasso puso vestuario, telón de boca y decorados.
El sombrero de tres picos, paradigma de la colaboración artística
La colaboración de Manuel de Falla y Pablo Picasso dio lugar a una obra de arte total, probablemente de lo mejor que hemos legado al acervo universal de las artes escénicas. Tan especial es que merece la pena explicar desde sus orígenes la gestación de esta obra maestra de la historia de la música y artes escénicas española.
La obra en cuestión encuentra sus orígenes en la novela de Pedro Antonio de Alarcón del mismo nombre, publicada en 1874. El escritor accitano relata una historia que transcurre en algún pueblo de los alrededores de Granada en tiempos de Carlos IV, a comienzos del siglo XIX, dando buena cuenta de las escenas costumbristas de la Andalucía rural y profunda de entonces. Esta novela fundamentó el libreto de los Martínez Sierra, Gregorio y María de la O Lejárraga, con la dificultad de que hasta hoy día resulta complejo certificar su autoría, como de muchas de sus obras, algo más o menos similar a lo que acontece con los hermanos Álvarez Quintero, dejémoslo así, no me da tiempo hoy a remangarme las manos. Sobre este libreto, Manuel de Falla compuso la pantomima El corregidor y la molinera, que se estrenó en el año 1917 en el Teatro Eslava de Madrid con dirección musical del sevillano Joaquín Turina (me salen andaluces por todos lados, parece que hemos contribuido a España en algo más que poner cafés y servir en casas, ustedes dirán). Un año, el de 1917, que dicho sea de paso fue cuando el poeta onubense de Moguer, Juan Ramón Jiménez, a la postre Premio Nobel, lo conoció en una visita a Granada, en su casa de la Antequeruela, quedando impresionado por el carácter casi místico del compositor, en un domingo luminoso, característico de la ciudad de la Alhambra, una amistad que daría para mucho. Ese carácter místico del maestro lo definiría tras su muerte Elena Romero Barbosa, también hay mujeres aquí, y muchas, alumna de Joaquín Turína: «La austeridad de Falla ha cautivado a los espíritus más fragantes e inquietos. El maestro venerado ha dejado huella».
Y aquí es donde entra en escena Serguéi Diáguilev, afamado empresario fundador de los famosos espectáculos de los Ballets Rusos. Baste para dibujar la impronta que los espectáculos de este dejaban en el público, el recordar al gran filósofo madrileño Ortega y Gasset: «Para quien se dé cuenta de la importancia fabulosa que tienen en cada época sus espectáculos, es este hombre una de las figuras de más alto rango en la Europa de este cuarto de siglo».
La historia de Falla y Diáguilev comienza cuando la compañía de Ballets Rusos andaba con espectáculos en España y Portugal, quedando un tiempo atrapada sin poder moverse de aquí por el comienzo de la Primera Guerra Mundial. Transcurría 1916 y Falla se encontraba en Madrid para el estreno en el Teatro Real de Noches en los Jardines de España, que hizo por cierto el también gaditano Cubiles. Posteriormente al estreno, pudo disfrutar en el mismo coliseo del Ballet Ruso, y entre otras obras disfrutó de El pájaro de fuego y Petrushka, de Stravinski, del que diría: «¿Sabe Madrid que tiene como huésped a uno de los más grandes artistas de Europa?». A ello hemos de sumar que Diáguilev en compañía de Massine estuvo el mismo año durante las fiestas del Corpus Christi de Granada en el Palacio de Carlos V, viendo Noches en los Jardines de España con el propio Falla al piano.
Diáguilev, decidido a montar un ballet de temática española, acuerda con Gregorio Martínez Sierra la adaptación de El sombrero de tres picos y la música se la encarga a Falla (una reelaboración de El corregidor y la molinera), además de pedirle también hacer lo mismo con Noches en los Jardines de España, algo que no llegó a ocurrir, quedando como interludios de carácter sinfónico en las representaciones de los Ballets Rusos. Una amistad que acabó fraguando definitivamente en un viaje por diferentes ciudades españolas en el año 1917, al que se sumó también el coreógrafo Massine, a la postre en el papel principal de la obra, en detrimento del bailarín «bolero» Félix García, que fue retratado en un dibujo a lápiz en los ensayos por el propio Picasso, pero que hubo de ingresar en un sanatorio mental, perdiendo en el último momento dicho papel, una historia rodeada de contradicciones y misterios.
Tras dos años de trabajo, Falla entrega la adaptación, de la que él mismo realizó posteriormente una version para orquesta sinfónica en dos suites, con matices y pequeñas variaciones. Una obra maestra de la música española, solo escuchar la «Danza del Molinero» (Farruca) o la «Jota final» da cuenta de la maestría sobre la orquestación y la tímbrica del maestro, al alcance de muy pocos. Leo por ahí que se especula que un tercio de la obra fue orquestado por Ravel y Respighi, siempre se polemiza sobre cuestiones de los nuestros, claro, se trata de Falla, no sé si atreverían a decir algo así de contemporáneos como Stravinski o Bartók, por citar a dos genios contemporáneos.
Prosiguiendo, el estreno se realizó en el Teatro Alhambra de Londres en julio de 1919, finalmente con la coreografía de Massine y, como hemos indicado antes, vestuario, telón de boca y decorados del genio malagueño Picasso. Diáguilev, vía telegrama, se lo contaba de esta forma a Falla: «Triunfo de público y prensa, enorme interés artístico, salas llenas. Enhorabuena, saludos. Denos noticias suyas».
Como conclusión, debemos destacar el papel de Diáguilev a modo de clave de bóveda, como productor e inductor de la pieza, una figura que en la historia de la música se antoja decisiva en la producción de grandes gestas. Otro factor importante para tener en cuenta es el de la colaboración e interrelación de las diferentes artes para gestar una obra de arte de esta tipología, algo que se echa de menos hoy día. Vaya época dorada la que vivieron nuestros compositores y artistas en tiempos de la Restauración, imagínense eso hoy día. Basándonos en esa confluencia de las artes, solo me queda recordar e insistir en los puntos básicos de la gestación de esta obra: una novela del granadino Pedro Antonio de Alarcón, relatando la Andalucía profunda; libreto del madrileño Gregorio Martínez Sierra y la riojana María de la O Lejárraga; composición del gaditano Manuel de Falla; decorados y vestuario del malagueño Pablo Picasso; coreografiado por el ruso Massine; y financiado por el también ruso Diáguilev. Una obra, desde mi punto de vista y sin lugar a duda, a la altura de Petrushka de Stravinski.
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