Por Tomás Marco
El encargo. Componer, como cualquier otra creación artística, es un hecho que depende de diversos factores, entre los que hay que contar la capacidad y el talento del que lo hace. Pero cualquier actividad artística supone normalmente una implicación profesional, y una profesión es, entre otras cosas, aquello con lo que uno se gana la vida.
A lo largo de la historia, y hasta el fin del Antiguo Régimen, los compositores musicales de Occidente ejercían su oficio, por lo general, al servicio de una corte, real o simplemente aristocrática, o de una iglesia. Tras la Revolución Francesa y el Romanticismo, se supone que eran artistas libres que vivían de sus obras pero, al margen de los infinitos matices que todo eso tiene, lo que sí es cierto es que el encargo compositivo ha existido siempre y que consiste simplemente en que alguien que desea una obra con características determinadas de un autor concreto, se la encarga y este la compone por el precio que se fije. Y esto no es algo que se de solo en la modernas sociedades, sino que viene de muy lejos.
Aunque Johann Sebastian Bach estuviera al servicio de la Iglesia de Santo Tomás de Leipzig, no dejó de componer otras obras por encargos lejanos que le eran solicitados y pagados, o incluso que las enviaba pensando obtener un beneficio. Gracias a ello poseemos obras como las Variaciones Goldberg, La Ofrenda Musical o los Conciertos de Brandeburgo, que sin ello es muy probable que no se hubieran compuesto.
Mozart, que fue uno de los primeros en dejar un puesto fijo -al servicio del Arzobispo de Salzburgo- para intentar vivir por su cuenta de su música, no desdeñó ningún encargo, incluidos los de personajes dudosos que, no obstante, propiciaron obras nada menos que de la talla de La flauta mágica, hasta los que le hacían desde Praga, más afectos a su música que en Viena, o incluso el encargo del incompleto Réquiem, cuyo origen fue mitificado en el misterio por los románticos, y que no era otra cosa que una petición pagada por el Conde Walseg para tener una obra que usar con su propio nombre.
Incluso Beethoven, que pasa por ser el primero que vive ya en una época en la que el compositor no está fijo al servicio de nadie, pudo vivir -y no precisamente como un marajá- gracias a los continuos encargo que recibió. Muchas de sus obras llevan dedicatorias a personajes como Razumovsky, Kinsky, Lobkowitz o el Archiduque Rodolfo, que no eran otros que magnates de la época que gustaban de su música y le pagaban con bastante regularidad muchas de las obras que iba componiendo.
A partir del siglo XX, con la asunción de muchos temas culturales por parte de los estados y otras instituciones oficiales, los encargos compositivos recayeron sobre ellas, y en muchos países y casos han dado un resultado a veces excelente, y siempre interesante. En España, la práctica del encargo es más tardía que en otros lugares de Europa, como ocurre con casi todo, pero no solo se ha dado, sino que ha habido momentos en que ha funcionado con bastante eficacia. Pero, como ha ocurrido en otros órdenes, la famosa crisis económica que hemos vivido (o seguimos viviendo) ha sido la causa, y en ocasiones desgraciadamente el pretexto, para que el sistema haya hecho aguas en su funcionamiento.
Uno de los mejores caminos del encargo musical fueron en los últimos treinta años los que realizaron las orquestas que, en un momento en que en España se renovaron o fundaron en una proporción nunca antes conocida, también asumieron, siquiera fuera de manera irregular y poco sistemática, el encargar obras a los compositores. Se hicieron bastantes y en general bien, pero eso es algo que está a punto de pasar a la historia porque no solo ha habido un proceso de reducción, sino que prácticamente la única que sigue encargando por su cuenta y de manera restringida es la Orquesta Nacional.
La mayor parte de las restantes dividieron su acción entre algunos encargos que realizaban por su cuenta y la pujante actividad que durante un tiempo mostró un convenio realizado entre la Fundación Autor y la AEOS (Asociación Española de Orquestas Sinfónicas). Por él, cada una de las orquesta asociadas solicitaban ayudas para algunos de sus encargos a la Fundación, de manera que esta pagaba una cantidad al compositor y la orquesta otra similar, de forma que el autor era remunerado congruentemente.
El sistema funcionó bien un tiempo, pero en la actualidad anda renqueante y necesitado de una remodelación a fondo. Para empezar, las orquestas empezaron poco a poco a no pagar su parte y solo aseguraron el estreno, con lo que los encargos se abarataron demasiado, ya que únicamente la Fundación pagaba. Por otro lado, la idea inicial es que la orquesta se ocupara en su territorio de sus propios compositores y usara este método para extender su acción a los de otros lugares.
En la actualidad, la tendencia es usar el sistema para los suyos, ahorrándoselos de su parte y de manera muy restringida, porque el interés por tener nuevas obras ha decaído tanto que en las últimas convocatorias, y pese a la reducción operada en todos los órdenes por la crisis, la demanda de encargos no cubría en su totalidad los que se ofrecían, algo impensable en los años mejores de ese acuerdo, cuando la demanda era muy superior a la oferta. Para acabarlo de arreglar, una ayuda muy importante para los compositores agraciados, como era que la Fundación grababa las obras encargadas, dejó de hacerse hace ya varios años.
No es menos preocupante la situación de otro tipo de encargos no orquestales. Ni entramos en los de los teatros líricos, cuyos encargos son poco menos que residuales pero, por ejemplo, en la música de cámara han casi desaparecido del nivel autonómico, municipal y de instituciones variadas públicas o no, y solo se mantienen en este momento en el plano estatal. Hay un buen programa en el CNDM (Centro Nacional de Difusión Musical) pero, como es institución que atiende a otros frentes, no puede hacer tantos ni tan honorablemente pagados como los del antiguo y extinto CDMC (Centro para la Difusión de la Música Contemporánea).
Por su lado, el INAEM tuvo un programa de encargos directos a compositores, incluso por grupos de edad, que funcionó bien. En la actualidad, los encargos de cámara se mantienen a través de ayudas a grupos musicales que la reciben para giras nacionales o incluso internacionales y aplican a ellas también encargos a compositores concretos. No es un mal sistema, pero resulta restringido por la inevitable limitación de los recursos. Por lo que respecta a otras instituciones, y más aún a las privadas, sean fundaciones o entidades de otro tipo, habría que decir que el encargo, que hace años ocupó en alguna de ellas espacios interesantes, ha desaparecido casi por completo.
Hay a veces una cierta confusión entre el encargo y el concurso. Ambos pueden, y tal vez deben, convivir pero se trata de iniciativas muy distintas. No vamos a hablar ahora de los concurso musicales que también han disminuido considerablemente, pero entendemos que un concurso, aunque los hay para todas las categorías, debería ser más para jóvenes y compositores emergentes que para los que ya tienen una carrera cuya vía debería ser el encargo.
En todo caso, solo cabría lamentarse de clamorosas desapariciones, como el brillante Premio Joaquín Rodrigo que tenía el Ayuntamiento de Madrid, y que produjo obras de interés. No era oneroso porque solo costaba a la institución el importe del Premio, no demasiado elevado, ya que la obra la estrenaba desinteresadamente la Orquesta de la Comunidad de Madrid. Pero los dirigentes de la corporación que hace poco dejaron sus puestos, suprimieron el Premio en una edición que no solo estaba convocada, sino con las obras ya presentadas y el jurado a punto de reunirse. Nadie protestó. ¿Para qué?