Por Alfonso Carraté
Si Proust centró su obra en buscar el tiempo perdido o Indiana Jones el arca, nuestro país, y el mundo entero (ya no hay rincones libres apenas), se centran ahora en buscar una seguridad de la que hemos gozado desde que nacimos sin valorarla en su justa medida. Es como la electricidad o el agua corriente: no nos percatamos de lo útiles que son hasta que un día se nos va la luz o nos cortan el agua y comprobamos que ya no sabemos vivir sin ellas, forman parte de nuestro día a día y pensamos que siempre ha sido así. Pero no es cierto. Mis nietas se asombran cuando les explico que sus bisabuelos, en mucho pueblos de España, cuando eran niños recibían al aguador en su casa o iban a la fuente a coger agua porque no tenían grifos; o que, para estudiar, tenían que economizar y hacerlo de día porque las velas o el aceite del candil eran muy costosos. Del mismo modo, hasta hace pocos siglos, la humanidad no gozaba de una sensación de seguridad permanente como la que disfruta en el siglo XXI. Durante miles de años, el ser humano ha sido perseguido por otros animales, por señores feudales, por plagas, por esclavistas o por otros animales que, aun con aspecto humano, lo eran por su uso y abuso de fuerza o autoridad. Claro está que todavía hoy, ¡parece mentira!, se comenten muchos abusos y la humanidad no está a salvo de ciertos ‘animales’. La diferencia, al menos, es que esto no se considera lo normal. Se denuncia, se persigue y, a veces, hasta se vence. Gracias a Pasteur y a Madame Curie empezábamos a sentirnos también a salvo de plagas y enfermedades. Antes la gente se moría de lo que hoy consideramos una gripe común. Vamos, que el coronavirus nos ha pillado con el calzón bajado, y cuando más seguros y tranquilos creíamos vivir, resulta que, de repente, nos encontramos en busca de la seguridad perdida.
Y si dejo de divagar y me centro un poco en el mundo de los auditorios y teatros españoles, comprobaremos que, lamentablemente para ellos, pero afortunadamente para los melómanos, los gestores musicales de nuestro país han hecho un curso acelerado de gestión sanitaria y de riesgos laborales, se han arremangado hasta los codos y se han puesto a buscar soluciones de todo tipo para que todos nosotros podamos ir a escuchar un concierto o ver una ópera sintiéndonos seguros, y para que los músicos que lo hacen posible también se sientan seguros en el desempeño de su trabajo. Así, los protocolos de seguridad se han convertido en una preocupación añadida para aquellos que han centrado siempre su atención en programar, contratar artistas y difundir sus temporadas.
Las notas de prensa que recibimos en nuestra redacción ya no se centran tan solo en contarnos qué famosa soprano, qué gran director invitado o pianista de renombre será el protagonista del próximo concierto. Ahora es fácil encontrar párrafos enteros dedicados a explicar las medidas de seguridad e higiene y, lo que es más, a facilitar informaciones dedicadas a este tema de forma exclusiva. Así, este mes de octubre el Liceu de Barcelona nos comunicaba que había obtenido la certificación Global Safe Site de Bureau Veritas, que valida la correcta implementación de las medidas de seguridad y prevención frente a la COVID-19 o el Teatro Real nos decía que, en un nuevo paso para incrementar la seguridad sanitaria en sus instalaciones, el Real ha decidido reforzar sus protocolos de desinfección en la sala principal, el escenario y la sala de ensayo de escena con la instalación de varios dispositivos de emisión de luz ultravioleta con el fin de salvaguardar el bienestar y la salud de los artistas, trabajadores y espectadores que asisten a la función.
Con todo, y una vez más, son los pequeños empresarios de la música quienes más perjudicados se ven por esta lamentable situación. No voy a afirmar, porque sería falso, que a las grandes instituciones que manejan presupuestos millonarios, ya sean de origen público o privado, les resulte indiferente hacer conciertos u óperas con un aforo limitado. Está claro que todos necesitan la taquilla para cumplir sus objetivos. Pero una orquesta privada que obtiene todos sus ingresos de la venta de entradas, que tiene que alquilar el auditorio de turno al precio de siempre y pagar a sus músicos del mismo modo (da igual si son sesenta que si son treinta, los números no salen) lo tiene realmente difícil para sacar adelante una temporada. Al final, todos salimos perjudicados y nuestra lucha está empeñada en que la cultura y la música sigan adelante hasta que recuperemos esa seguridad que se nos fue.
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