Ocho sinfonías, sonatas, un concierto para piano, tríos y cuartetos forman parte del catálogo de la compositora Emilie Mayer, a quien en su época apodaron ‘la Beethoven femenina’.
Por Fabiana Sans Arcílagos & Lucía Martín-Maestro Verbo
Dicen que nunca es tarde para emprender una carrera, aunque esta afirmación pueda suscitar dudas cuando a la música se refiere. Pero lo cierto es que no faltan casos de grandes talentos que se desarrollaron de forma tardía, como Minna Keal, una de nuestras protagonistas en Mulierum, quien, tras casi cinco décadas de silencio, retomó la composición con enorme éxito. Aunque de manera menos extrema, hoy volvemos a traer un ejemplo de una autora que no se dejó llevar por los prejuicios y que muestra, una vez más, que cuando el tesón y talento están implicados, es posible comenzar a pesar de la edad.
Emilie Mayer nació el 14 de mayo de 1812 en Friedland, ciudad alemana que forma parte de la región de Mecklemburgo. Cuando la niña cumple 2 años, su madre, Henrietta Carolina Louisa, fallece, quedando la familia Mayer huérfana y al cuidado de su padre, el farmacéutico August Friedrich Mayer. La educación de Emilie fue como la de cualquier señorita burguesa de la época, con estudios en manos de profesores privados, siendo uno de ellos el organista Carl Driver, quien la inicia en el arte del piano, aunque, por supuesto, sin aspiraciones profesionales. Al parecer, Driver ya podía observar que la joven poseía dotes compositivas y, aparentemente, escribía pequeñas piezas para su uso privado, por diversión, aunque ninguna de ellas ha llegado hasta nuestros días. Emilie vivía una vida poco apasionante, soltera y centrada especialmente en el cuidado de su padre. Pero, cuando estaba a punto de cumplir 30 años, un hecho trágico sacude su cotidianeidad: August se quita la vida. A pesar del impacto que esto supuso para Emilie, fue también un hecho de alguna forma liberador, ya que fue el detonante de una importante decisión: dejar su hogar y buscar emprender carrera como compositora.
Gracias en parte a la generosa suma de dinero que pudo heredar tras la muerte de su padre, en 1841 parte a Szczecin para estudiar composición con Carl Loewe. En este período da sus primeros pasos, centrándose en la música instrumental, aunque lo más destacable será la composición de sus sinfonías núm. 1 y 2, interpretadas por primera vez el 4 de marzo de 1847 por la Sociedad Instrumental de Szczecin. Según relato de Francesc Serracanta, estas sinfonías, en Do menor y Mi menor, respectivamente, están divididas en cuatro movimientos y muestran, desde un principio, la fuerte personalidad de la artista.
Finalizada su etapa en Szczecin, parte a Berlín para continuar sus estudios. Sus maestros en esta ciudad serán Wilhelm Wieprecht, a quien llegaría gracias a la recomendación de Loewe, con quien estudia instrumentación, y también Adolf Bernhard Marx, con quien estudia fuga y contrapunto. El apoyo de Wieprecht fue primordial para que Emilie se diera a conocer en la ciudad. El peso de su maestro le abrió las puertas de los círculos musicales privados y públicos berlineses, aunque no sería sino su talento lo que le catapultaría a la fama, tanto en la capital como en otras ciudades alemanas y europeas. Un momento significativo tendrá lugar el 21 de abril de 1850, cuando Mayer pudo ofrecer un concierto íntegramente con obras de su autoría. Se interpretaron una obertura para orquesta y la Sinfonía núm. 3 en Do mayor ‘Militaire‘, ambas bajo la dirección de Wieprecht. Comenta Heinz-Mathias Neuwirth en su extenso artículo sobre Mayer que la crítica recibió con asombro y calidez las composiciones de Emilie: ‘Si se considera que las formas más estrictas de la música instrumental y la fuga son en sí mismas un desafío al poder masculino, entonces crece lo extraordinario. Hasta ahora, la mano femenina ha superado como mucho una canción (…) pero un cuarteto e incluso una sinfonía, con todos los procesos compositivos en los movimientos y en la instrumentación, esto tendría que considerarse un caso especial, extremadamente raro’. Tras esta acogida de la crítica, el nombre de Emilie Mayer sería cada vez más común en las salas de concierto y en los altos círculos musicales y culturales de Berlín.
Es precisamente en esta época cuando la compositora escribió, entre otras obras, tres sinfonías más, llegando a interpretar la última de ellas ante la familia real de Prusia. Para el crítico Jean Lacroix esta composición ‘sitúa a Emilie Mayer en la tradición beethoveniana, especialmente en su estructura, que ofrece una marcha fúnebre bastante solemne como segundo movimiento. La compositora maneja la expresividad, el ritmo y la grandeza con habilidad (…) En realidad, la inspiración de nuestro ‘Beethoven femenino’ se nutre de una tradición que ha sido asimilada con inteligencia y talento’.
Sus éxitos en la capital alemana continuaron, aunque la respuesta económica no era espléndida y su situación se estaba viendo debilitada por los altos costes que conllevaba llevar a cabo los conciertos, los gastos que suponía editar su música, así como el coste de su propia vida en la ciudad. Esta suma de dificultades sería, posiblemente, el detonante de su regreso a Szczecin, según relata Neuwirth.
De vuelta en la ciudad que la vio eclosionar como compositora, Mayer volvió a centrarse en la escritura de música de cámara, produciendo obras como las sonatas para piano y violonchelo opus 38, 40 y 47. Esta etapa constituyó definitivamente la consolidación de la compositora y fue en este momento cuando pudo realmente explorar su estilo propio en sus creaciones: ‘Las composiciones se caracterizan por una clara estructura formal, que —especialmente en los pasajes de transición— se entremezcla deliberadamente con elementos clásicos. En las obras posteriores la estructura armónica es más libre y compleja’. Emilie estaba decidida a seguir publicando sus obras y, a pesar del elevado gasto que esto suponía, vieron la luz ediciones de algunas de sus sonatas, tanto nuevas como algunas más antiguas que no habían sido editadas, así como un pequeño corpus de obras para piano de salón, que ‘están escritas en un tono sencillo y pegadizo’.
Szczecin, una vez más, se volvió pequeña para Emilie, así que tomó la decisión de volver a Berlín, donde vivió su mayor momento de gloria. Con casi 70 años, en 1880, compuso la Obertura a Fausto opus 46, gran obra orquestal que llegó a interpretarse en las salas más importantes de todo el continente europeo. Cerca del final de su vida, Mayer retomó la escritura de repertorio de cámara y creó una serie de obras para jóvenes, las cuales se publicaron en Bremen en 1882 con el título: Sechs Klavierstücke für die Kinderwelt.
Emilie fallece en Berlín el 10 de abril de 1883, a los 71 años de edad. Su legado se resguarda en la Biblioteca Estatal de Berlín desde 1931, fecha en la que fue donado por su sobrina. Mayer fue olvidada por muchos años, hasta que Martina Sichardt le dedica su artículo Tras las huellas de una compositora olvidada(Auf den Spuren einer vergessenen Komponistin), lo que despierta la curiosidad entre otros musicólogos por ‘descubrir’ a esta prolífica compositora. Con este primer título, el nombre de Mayer comienza a sonar en congresos, conciertos y discos, hasta que llegan sus biografías, como la escrita por Almut Runge-Woll, quien crea un detallado catálogo sobre su obra, o por Barbara Beuys, que revela nuevos datos sobre la compositora en su recientemente publicada obra.
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