Por Lluís Claret
Todavía recuerdo con mucha claridad el momento en que el profesor de Andorra llegó con mi primer violonchelo, que traía de Barcelona. Desde la ventana de la casa de mis padres vi como lo sacaba del maletero de su coche, envuelto en una funda de tela de color marrón claro. Con una mezcla de curiosidad y de emoción esperé a que el maestro Marbá, así se llamaba el profesor, subiera los dos pisos para poder ver de cerca el instrumento.
Yo tenía nueve años y desde entonces el violonchelo ha sido mi compañero de fatigas y de ilusiones, de penas y de alegrías. Mi compañero fiel de viajes. Con el tiempo se ha convertido en una parte inseparable de mí, en mi voz, o mejor dicho, en la voz de mi alma, de mi ser.
Y que conste que digo esto sin intentar darle ninguna trascendencia especial sino con la mayor normalidad y naturalidad. Para el músico, el instrumento tiene que tender a fundirse con él y así desaparecer para que la música se oiga con la mayor transparencia. Los mejores ejemplos de esta manera de vivir la música son, para mí, Pau Casals y Victoria de los Ángeles.
El instrumento, como decía Casals, nunca puede ser una finalidad en sí sino un medio para que el intérprete se pueda expresar con total libertad. Por esta razón pienso que la enseñanza de un instrumento musical tiene que seguir esta idea como eje principal y ya desde los inicios.
El camino no es el más fácil, pero merece la pena intentarlo. Encontrar un buen equilibrio entre el aprendizaje de la técnica del instrumento y el del lenguaje musical, para que se unan en la finalidad de llegar a la música lo más directamente posible, no está al alcance de cualquier profesor. A ello hay que añadir la mayor o menor predisposición del alumno, que condicionará la dificultad del trabajo y la llegada de resultados óptimos.
En lo que respecta al violonchelo, que es de lo que en principio tengo que hablar, creo que se puede empezar su aprendizaje entre los cinco y los siete años. Esto no quiere decir que un comienzo tardío no pueda dar resultados, pero es evidente que si el niño aprende «jugando» con el instrumento y con la música (con ritmos y melodías, con canciones populares, con juegos, etc.), la base que se puede crear será mucho mejor.
Claro que un niño de temprana edad necesitará un profesor especializado en ello (escuela Suzuki o similar) para luego empezar a cubrir etapas que podríamos llamar quizás menos «lúdicas» y más «duras», pero repito que ya se habrá sentado una base con una relación niño-instrumento muy positiva para el posterior desarrollo del conocimiento a fondo de lo que Janos Starker llama la «geografía» del instrumento. Es decir, saber en cada posición dónde están las notas de las cuatro cuerdas y su derivación a posiciones más o menos abiertas de la mano cuando haga falta utilizarlas.
Para eso están las famosas y «odiadas» escalas, con sus arpegios, terceras, sextas, octavas, etc. Y, claro está, los estudios y piezas escritos por grandes violonchelistas del pasado como Duport, Lee, Dotzauer, Popper, Boccherini, etc… Amén de otras obras del repertorio (Haydn, Beethoven, Saint-Saèns, Mendelssohn, Schubert, Brahms, etc.), sin olvidar la importancia de una temprana iniciación al repertorio moderno y contemporáneo, en cuanto sea posible hacerlo.
Es muy importante que la colocación de la mano izquierda se vaya aprendiendo con la mano lo más libre y relajada posible, ya que de ello depende en gran parte la calidad del sonido. Tenemos que saber que el contacto de la yema de los dedos con la cuerda y el diapasón del instrumento condiciona en un porcentaje muy alto el sonido y su proyección. La presión de los dedos debe efectuarse tirando con el brazo hacia atrás y solamente sobre el dedo que corresponda en cada momento. Si en vez de ello presionamos sólo con los dedos, forzamos la mano y nunca obtendremos ni un bonito vibrato ni la posibilidad de enriquecer nuestra «paleta sonora» con vibratos tan diversos como los muchos colores que pueda necesitar una frase musical.
Otro punto importante de esta técnica de la mano izquierda es una mayor facilidad para que ésta se desplace con soltura, ya que basta con soltar la presión del brazo a fin de que éste pueda acompañar la mano en su recorrido, anticipándose siempre un poco a ésta en ambas direcciones. Este acompañamiento del brazo izquierdo, tanto en los cambios de posición como en los cambios de cuerda, procede del hombro y es importantísimo para liberar la mano y conectar los movimientos de ésta a la espalda del violonchelista, desde donde provendrá una mayor energía para tocar el instrumento.
Una utilización correcta del brazo derecho también ayudará a conectarlo mejor a la espalda. Esto implica que salvo en golpes de arco cortos hacia el centro del arco, la mayoría de las veces el brazo derecho debe moverse desde el hombro lo más estirado posible. Así sentiremos una solidez y una fuerza corporal, con las cuales conseguiremos un mejor control de toda nuestra técnica, y además con un esfuerzo menor.
Y este es el punto clave, puesto que la sensación tan desagradable que tenemos a veces, al escuchar un concierto, de lucha entre el instrumentista y su instrumento desaparecerá (además ¡siempre gana el instrumento!) para dar paso a la música como elemento principal. Tenemos unos cuantos ejemplos en los que vale la pena fijarse: Casals, Victoria de los Ángeles, Oistrach, Richter, Rubinstein… Y dos grandes músicos que me son muy próximos y me han ayudado en este camino: György Sebök y Bernard Greenhouse.
La energía corporal fluye entonces libremente y con más fuerza a la disposición del intérprete y de las obras que va a tocar, a «servir» podríamos decir.
Algunas necesitarán una mayor exteriorización de esta fuerza, como la «Sinfonía Concertante» de Prokofiev o el «Don Quijote» de Strauss, y otras una fuerza más interior, que no menor, puesto que a mi entender es más difícil tocar de forma satisfactoria una suite de Bach o una sonata de Beethoven.
Pero en esta contradicción está la búsqueda infinita de la belleza, del espíritu del compositor, que constituye la gran riqueza de nuestra vida como intérpretes.
Es el placer de buscar el buen sonido, una afinación correcta, un fraseo que dé un mejor relieve a la obra… Es decir, un sinfín de elementos que por separado podrían no tener suficiente interés, pero que juntos constituyen, como en un cuadro, la imagen musical que llegará al oyente de forma clara y convincente.
¡Hay que conseguir que el instrumento cante, hable! Cuando el estudio está orientado hacia esta infinita variedad de detalles que conforman el verdadero magma musical, no importa ni el tiempo, ni el esfuerzo, ni la dificultad para alcanzar cualquier mejora, para avanzar aunque sea despacio, por este camino que no siempre será de rosas.
El joven estudiante con aptitudes y la fuerza de voluntad necesaria para dedicar horas al aprendizaje del instrumento debe saberlo, y ha de trabajar con paciencia y tenacidad. Habrá momentos en los que parece que todo va bien, que se progresa adecuadamente, y otros en los que uno tiene ganas de tirar el violonchelo por la ventana… ¡con todas las partituras detrás!
Que piense que de todas formas, sea cual sea la disciplina a la que se dedique y si quiere alcanzar una meta satisfactoria, deberá invertir tiempo y energías. Permitidme que opine, sin embargo, que si esta disciplina es la música, la más bellas y completa de las artes, estamos en una posición de auténtico privilegio.
Es apasionante intentar penetrar en el mundo interior de los grandes genios de la música y sobre todo hacerlo a través de un instrumento como el violonchelo que es para mí (¡cómo podría ser de otra forma!) el más hermoso, el que puede cantar a la vez como Don Quijote o como Dulcinea, ser grave y profundo como un lago y luego correr y volar alegre como una mariposa.
Esto es lo que el profesor debe inculcar al niño, al futuro violonchelista, ya sea «amateur» o profesional.
Desde el principio la idea de sonido-voz tiene que estar presente.
Siempre recuerdo con mucho cariño a mi maestro Enric Casals (el hermano de Pau) y por siempre jamás le agradeceré las horas y horas de «tortura», trabajando escalas y arpegios siempre de forma musical, evitando toda mecánica pura. Quizás sea un camino más difícil, más lento, pero despierta un amor por el instrumento como medio de búsqueda de su propia voz, que llena sobradamente toda una vida de músico.