Por: Sofía M. Gascón
Ilustración: Iciar L. Yllera
Qué azul y verde era todo. Aunque tú siempre fuiste capaz de entonar todos los colores al unísono.
Qué amarillo sonabas, ¿te acuerdas?, esas tardes de julio, pegadito a la ventana, tostadito por el sol que hacía sudar a la madera y empañaba nuestras almas con los aromas de las flores ya secas. Y sonabas tan turquesa cuando el mar se agitaba alegre entorno a las espumosas rocas. Qué rojo, polvoriento y ahumado de tenues reflejos dorados te resbalabas como las gotas de lluvia por los cristales. Y qué verde, alegre y vivaz, efímero y eterno te enroscabas a los recuerdos de todo el que te contemplaba. Allí, plantadito, tan quieto y tan embravecido de pasión por tus adentros. Qué pequeño eras por fuera y qué grande por dentro. También eras verde cuando te permitías con un gesto, casi humano, casi perfecto, una batida de ojos solo para mí. Para mamá.Solo para ver si te miraba, con esos grandes ojos tuyos color nácar. Y qué morado aterciopelado me acariciabas aun cuando yo te obligaba a vestir todo de negro. Al fin y al cabo, mamá nunca escuchó tu sonido. Tal vez sea por eso, que siempre fuiste más azul que verde, y yo más negra de lo que ninguno recuerde.
Y así, casi sin darme cuenta, ya no eras ese niñito tan pequeño y quietecito que era violín y quería ser violonchelo. Ya no eras ese crío de dorados rizos cobrizos, al que mamá obligaba a dejar de tocar, vestir de negro y estudiar cosas importantes para no acabar siendo un minero. Se acabó. Ya ni siquiera eras ese hombre chiquitito de mirada azul y gris que buscaba en mí un refugio y no otra cicatriz. Ya no me miran esos grandes ojos tuyos. Nunca más. Ya no se oía ningún color, ni violín.
Pasaron los años, y el pequeño se hizo grave, melodioso y trascendente. Lejano, y eterno en su constante sinfonía que desde allí, donde quiera que estuviese, yo oía como un eco repitiéndose a lo lejos. Pero ese eco ya no me pedía a gritos una mirada furtiva. Ya no me llamaba desde el horizonte de sus ojos color nácar. Y desde luego ya no me acariciaba morado y aterciopelado en lontananza de un cálido susurro. Mamá siempre preocupada porque sacases buenas notas, sin enterarse de que ya lo hacías,aunque no las que mami te pedía.
Y así llego el día. Ya eras un violonchelo resplandeciente de brillo yde color, que nunca vestía de negro ni tenía ningún temor. Y desde allá arriba, en lo alto de la cúspide, nos mantenías expectantes, en un extasiante silencio, que aguarda tu sonido. Y al fin… un suspiro, una llamarada, un rumiante zumbido, un inconsolable gemido, una tormenta sin sombras, un huracán de notas. Y yo… sigo ahí, pegadita a la ventana, tostadita por el sol, muy quietecita deseando que entre pausa y pausa, suene de nuevo aquel viejo violín para esta vez oírlo por fin. Tal vez sea por eso, que siempre fuiste más azul que verde, y yo más negra de lo que ninguno recuerde.
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