Por Joaquín Martín de Sagarmínaga
Durante mucho tiempo ha existido la falsa impresión de que, en los años veinte y treinta del siglo pasado, España dio apenas dos tenores de alta categoría, rivales entre sí, a la escena lírica internacional: el aragonés Miguel Fleta y el catalán Hipólito Lázaro. Observadas las cosas con más perspectiva, hace ya algún tiempo que, sobre todo gracias al disco (aunque no sólo) ha venido a sumárseles, con casi pareja consideración, la voz de un tercer tenor, el alicantino Antonio Cortis, quien en su hora de actualidad fue relativamente ajeno a las rivalidades surgidas entre los otros dos. Alguien tan autorizado como Alfredo Kraus, a través de un programa de Radio Nacional de España, llegó a parangonar a Cortis con Caruso, situándolo incluso en un plano de superioridad, lo cual, en la práctica, supone tributarle los máximos honores.
Antonio Montón Cortis, pues tal era su verdadero nombre, nació en Denia (Alicante), el 12 de agosto de 1891, en un barco que miraba al mar, pues su padre, un zapatero de profesión que no conoció nunca la prosperidad económica, era emigrante en Argelia. En este caso concreto, su madre realizaba el viaje sola y dio a luz en la embarcación. Cortis empezó desde muy abajo, cantando papeles de comprimario. Bien es verdad que para ello fue requerido por teatros de la importancia del Liceo de Barcelona y el Real de Madrid. Recuerdo haber visto su nombre en un viejo programa del Teatro Real, que recogía su actuación como Gastone en La traviata. En 1916 cantó Tosca, pronto un papel muy asiduo, en el Teatro Español de Barcelona. Este representó el primero de sus contratos para hacer partes de primer tenor. 1916 es también el año de su matrimonio con Carmen Arnau, una catalana a la que había conocido tres años antes en la playa de la Barceloneta. El día que la conoció se puso a cantar en la playa, para impresionarla, pero como aún era un desconocido, sólo logró quedar como un excéntrico. Quien sí logró impresionar mucho al propio Cortis fue Enrico Caruso. Al lado de este gran tenor cantó el papel de Beppe en Payasos, de Leoncavallo, viajando con la compañía del napolitano, que interpretaba a Canio, en doblete que se repitió en Buenos Aires, Montevideo y Sâo Paulo. Estamos en 1917. Carusó le tomó afecto y le dio algunos consejos. Conocido desde entonces como il piccolo Caruso, su voz fue comparada, por cualidades tímbricas, con la del astro italiano, en lugar de ser parangonada a la de Gayarre, como les sucedía a todos los tenores españoles que despuntaban (desde Fernando Valero a Francisco Viñas).
Cortis, que en lo personal ha sido descrito como un hombre sencillo, y hasta tímido, cuando se trataba de sus cualidades vocales, no hay duda de que conocía su real valor. En una carta dirigida a su esposa y citada por su biógrafo Juan Vercher Grau(1), dice que la única voz de verdad entre todos los artistas que viajaban en el mismo transatlántico era la suya, sugiriendo que era envidiada por todos los tenores. Tal vez Cortis no practicaba el culto a sí mismo en idéntico grado que un Giuseppe Anselmi, pongamos por caso, pero no es menos verdad que en un cantante el sentimiento de superioridad sobre sus rivales es más necesaria autoconfianza que sólo divismo. En 1918 cantó Carmen en el Real, con María Gay y Battistini. Era el signo de que, de inmediato, los mismos teatros que lo habían conocido como secundario iban a encomendarle partes de relieve. En 1919 regresó al regio coliseo para cantar la infrecuente ópera donizettiana Maria di Rohan. El mismo año viajó a Italia y allí se alojó en la célebre Pensión Bonini, cuya dueña, Gina Bonini, tenía notables relaciones dentro del mundo de la lírica. Allí acudían, es cierto, muchos aspirantes a figuras del canto, pues estaba situada frente al Duomo, muy cerca de la Scala de Milán. Cantó en Nápoles y en Roma. En la capital italiana se ganó el afecto de la ex soprano Emma Carelli, que desde su puesto de gerente del histórico Teatro Costanzi, ayudó a Cortis en sus primeros años transalpinos. Allí cantó desde su habitual Tosca hasta la infrecuente Anima allegra de Vittadini.
En 1924 Cortis cruzará la gran puerta de su vida. Me estoy refiriendo a su firma del contrato con la Civic Opera de Chicago, a la que permanecerá ligado hasta 1932, durante ocho temporadas consecutivas. El famoso director de orquesta Giorgio Polacco, responsable musical de las fastuosas temporadas de ópera de esta ciudad, tuvo conocimiento del éxito cosechado por Cortis en el Teatro Nacional de La Habana, en Cuba, donde fue sacado a hombros del recinto, tras haber cantando el papel de Cavaradossi. A consecuencia de ello, lo contrató. Cortis llegó a Chicago en un momento en que los tenores más importantes de la compañía eran el norteamericano Charles Hackett y, sobre todo, el italiano Tito Schipa. Más tarde Cortis comentará que Hackett, como tenor, no era capaz de descalzarle las botas.
El contrato, firmado el 9 de enero de 1924, le unía a la compañía mediante las siguientes condiciones, difundidas por su biógrafo Vercher Grau(2). La temporada se iniciaba el 12 de noviembre y duraba once semanas y media. Cortis cobraba a razón de 700 dólares a la semana, salvo la última, en que, por ser media, percibía la mitad. Su primera ópera en el Auditorium fue La gioconda, de Ponchielli, cantada el 5 de noviembre de 1924 junto a la soprano Rosa Raisa (la distinguida primera intérprete de Turandot). En Chicago cantó todo su repertorio habitual, con inclusión de Lucia, Rigoletto, Trovador, Bohème, Tosca o Payasos, entre otras. Y La cena de las burlas, ópera de Giordano que merece un comentario aparte. Su difícil papel de Giannetto lo había estrenado Hipólito Lázaro, quien dejó espléndidas muestras en disco, pero no quiso repetirlo en escena. Cortis tomó el relevo, hasta el punto de ser identificado con la obra en un determinado momento (y también nos legó dos excelentes registros fonográficos)
Estas obras componían la base de sus giras por el territorio norteamericano, junto a alguna rareza, como Resurrección, de Franco Alfano (basada en la novela de Tolstoi), o Las joyas de la Madonna, de Ermanno Wolf-Ferrari. La compañía se desplazaba habitualmente hasta Boston, Detroit, Dallas, Baltimore, Buffalo, Wichita y un extenso kilometraje de ciudades.
En otoño de 1927 se produjo el crack bursátil de Wall Street, en Nueva York, debido entre otras cosas al ritmo galopante que había adquirido la especulación. Los títulos de bolsa perdieron de pronto todo su valor, y familias enteras, unos meses antes potentadas, vieron esfumarse casi todo su potencial económico. Cortis no tenía invertido en valores bursátiles. Su contrato con la Chicago Opera Company se había renovado aquel mismo año y estaba en regla. Además, en sus comienzos, la crisis se cebó con más violencia en Nueva York que en otras capitales. Pero, antes o después, la suerte de los artistas de la gran compañía de ópera estaba echada. 1932 fue el año del regreso a España de Cortis. En adelante cantará bastante a menudo en algunas capitales españolas, como Sevilla o Alicante, entre otras.
En otoño de 1927 se produjo el crack bursátil de Wall Street, en Nueva York, debido entre otras cosas al ritmo galopante que había adquirido la especulación. Los títulos de bolsa perdieron de pronto todo su valor, y familias enteras, unos meses antes potentadas, vieron esfumarse casi todo su potencial económico. Cortis no tenía invertido en valores bursátiles. Su contrato con la Chicago Opera Company se había renovado aquel mismo año y estaba en regla. Además, en sus comienzos, la crisis se cebó con más violencia en Nueva York que en otras capitales. Pero, antes o después, la suerte de los artistas de la gran compañía de ópera estaba echada. 1932 fue el año del regreso a España de Cortis. En adelante cantará bastante a menudo en algunas capitales españolas, como Sevilla o Alicante, entre otras.
Tampoco su actividad italiana se detuvo durante aquellos años. Entre 1929 y 1930 completó la grabación de 19 caras discográficas, con la etiqueta de La Voce del Padrone que, editadas en CD por el sello austríaco Lebendige Vergangenheit, supusieron quizá su mejor contribución fonográfica, por coincidir con un óptimo estado de forma. En abril de 1931 compareció en el gran escenario de la Scala de Milán para cantar cuatro funciones de La fanciulla del West, con Gilda dalla Rizza y Carlo Galeffi.
Posteriormente cantará en Roma, Bolonia y Rovigo. Pero el tenor se intranquiliza, a causa de los rumores de guerra entre Italia y Etiopía, y a final de temporada regresa a España con la idea de instalarse definitivamente en Valencia. Lo que no sabía Cortis, que intuyó los problemas coloniales italianos, es que en España se estaban fraguando los más terribles acontecimientos. La guerra civil de 1936 llevará a Cortis a buscar refugio en Denia antes que en Valencia, convertida en un auténtico polvorín. Pero tampoco Denia era segura. Las fábricas de juguetes sirvieron para el aprovisionamiento de municiones. El cielo enmudeció y los cañones atronaron.
El final de la guerra sorprendió a Cortis en Barcelona, donde había acudido para cantar en el Liceo, en un momento en que no podía regresar a Denia. Allí le cogió la firma de la paz, pero su primer sentimiento fue de total inseguridad. La fortuna que tenía ahorrada en dólares fue requisada y devaluada, y como, además, no existía apenas actividad artística en una nación destrozada por los zarpazos de la guerra, Cortis se vio en la necesidad de abrir una Academia de Canto, en la calle Pizarro de Valencia, para no estar mano sobre mano. La academia tenía adosado un pequeño escenario donde Cortis y sus alumnos interpretaban obras líricas ante un público. Probablemente, para él la enseñanza no era otra cosa que añoranza disfrazada.
Refugiado en la bebida, desalentado, Cortis ya no era el mismo, sobre todo por dentro. Pero lo cierto es que con Puccini empezó su carrera y con Puccini había de rematarla. Su última actuación fue una representación de Tosca cantada en Zaragoza, a beneficio de la Cruz Roja, apenas un año antes de morir. Falleció en Valencia, el 16 de abril de 1952, cuando aún no había cumplido los sesenta y un años.
El año pasado fue su cincuentenario y, en rigor, ya no cabe decir que Antonio Cortis sea un tenor olvidado. Además del monumental estudio editado en Valencia, al que hemos aludido ya en varias ocasiones, con relativa frecuencia se suceden las ediciones discográficas de su obra, y cada vez son más completas. Hace más de una década, en 1991, el barítono catalán Manuel Ausensi presentó una selección de arias grabadas que, bajo el rótulo de Tenor Cortis, había auspiciado el Ayuntamiento de Denia a través de su Delegación de Cultura. En el año 2001 la localidad alicantina de Altea presentó en un acto análogo una serie de registros inéditos de Cortis. También un sello como Aria recording, acreditado en Barcelona, ha dedicado al tenor deniense tres cedés con abundante material. No faltan entre el mismo las rarezas, como la canción Felicità perduta, compuesta por E. di Savoia, de la que se recogen varias versiones.
Según Rodolfo Celletti, quien define la voz de Cortis con los calificativos de “amplia, pastosa y brillante”(3), con algún retoque de gusto, tenores como él, o como Merli y Borgioli, hoy serían los mejores a gran distancia de todos. Por una vez el extraordinario crítico ciociaro (del que es de sobra conocida su pasión por las grandes voces pretéritas), se queda incluso corto en su indudable gran elogio. No haría falta retocar gran cosa, ya que, en el caso concreto de Cortis, y dada su sobriedad de efectos, la validez de su arte ha resistido el paso del tiempo con implacable tenacidad. Empezando por la propia técnica de emisión, que es o debería ser el abecé de un cantante, actualmente Cortis no tendría rivales.
Sin embargo, y con el más humilde respeto debido a su impresionante trayectoria, la alabanza tributada a Cortis por el gran tenor Alfredo Kraus, con la que iniciábamos este artículo, sí es exagerada. En efecto, Antonio Cortis fue llamado il piccolo Caruso, en especial tras la muerte del astro napolitano, acaecida en 1921. Y, ciertamente, recuerda a Enrico Caruso en la emisión tan natural, en la bruñidura del centro (de empaste levemente gutural), en la expansión sonora de determinadas arcadas y, sobre todo, en el calor y sentimiento que ambos ponían en el hecho de cantar. Pero parangonarlo a Caruso en términos de inferioridad es un tanto desmesurado, por la razón (puramente lógica), de que Caruso influyó mucho en Cortis pero no sucedió a la inversa.
Por otra parte, en las interpretaciones de Cortis se observa a menudo un matiz regional, de artista verdaderamente popular. Una característica que, asimismo, comparte con Hipólito Lázaro y, sobre todo, con Miguel Fleta. En el fondo, una vez individualizado el timbre de Cortis, son tantas las cosas que le acercan a Fleta como las que le unían al propio Caruso. También Cortis introduce notas de embellecimiento en la línea cantada, o interpola agudos de su cosecha. El mayor rigor frente a sus colegas Lázaro y Fleta, aunque no tan abismal como a veces se ha pretendido, es consecuencia de una musicalidad bien asentada en sus estudios de violín y de composición, así como de su mayor mesura temperamental. En efecto, Cortis era el más sobrio de los tres, y ello se refleja en el menor número de sollozos que enturbian la pureza de la línea de canto, o en la economía de efectos tendentes al exhibicionismo. Recursos todos ellos que muy pocas veces añaden nada sustancial a la ejecución de una pieza, y son como la hojarasca que barre el Otoño del tiempo.
Cortis fue un cantante de ópera y como tal ha pasado a la Historia. Partiendo de un repertorio amplio (al que ya se aludió), una particular afinidad con el estro pucciniano le llevó a plasmar interpretaciones memorables en este campo, de las que hay testimonio discográfico. Si hubiera que escoger una, tal elección recaería probablemente sobre el aria de Turandot Non piangere, Liù, por la dulzura tan melancólica del ataque inicial, a la vez que por el bellísimo y espontáneo fraseo.
Pese a lo expuesto, también dejó una serie del paginas de zarzuela, que demuestran cómo su instinto agudo del canto, y su propia sabiduría, le llevaron bien pronto a dominarla. El género zarzuelístico, tratándose de Cortis, fue así terreno abonado, y extraordinariamente fértil, para exhibir su timbre hermosamente bruñido, además de su magisterio en el control y calibración de los ataques, el expresivo contraste entre el forte, el piano y aquello que hay, dinámicamente hablando, en torno a ambos.
Nuevamente, aunque nada obligue a tal medida simplificadora, si hubiese que elegir una página aislada de este género donde todo se hallara resumido, escogeríamos las Guajiras de La alegría del batallón, del maestro José Guerrero.