En 1900, el maestro Gabriel Fauré puso doble barra final a la versión definitiva de su réquiem, una obra frecuente en las salas de concierto un siglo después. Su singular belleza y su enfoque piadoso lo distinguen de otros réquiems anteriores, aunque muchos misterios e incógnitas envuelven todavía su aura. En el albor de este 2025, y a ciento ochenta años del nacimiento del compositor, desgajamos las claves de su réquiem en esta doble efeméride.
Por Carlos García Reche
Fauré, el organista
Entre aventuras amorosas y un estado anímico con algunos altibajos, nos topamos con un Gabriel Fauré que, a finales de la década de 1880, era ya un notable organista en el viejo París. Con cierta estabilidad, tras ocupar el cargo de asistente en la Iglesia de la Madeleine, atravesó una etapa de mayor inspiración, de la cual brotaron algunas de sus mejores obras, como el Cuarteto para piano opus 45, sus Deux mélodies opus 46 o su Pavana en Fa sostenido menor opus 50. Dejaba atrás una época de recurrentes depresiones y con poco tiempo para la composición, aunque su complicado matrimonio, contraído en 1883 con Marie Fremiet, hija de un destacado escultor y madre de sus dos hijos, no evitó que frecuentara otras compañías más inspiradoras. En 1885 muere su padre, y dos años después, su madre; tan solo meses antes, casi premonitoriamente, comenzó a escribir su misa de réquiem.
Fauré nació en Pamiers, una pequeña ciudad occitana, en 1845, en el seno de una familia de clase media sin antecedentes musicales. Desde muy joven estuvo en contacto con la música, y solía pasar horas tocando el armonio después de clase. Demostró sus dotes al piano en la escuela y se le recomendó para estudiar en la École Niedermeyer, una de las más importantes en enseñanza musical religiosa de París. Con 9 años empezó a estudiar órgano y más tarde dirección coral. Fue alumno aventajado de un joven Camille Saint-Saëns, con el que coincidió algunos años, y le acercó a obras de Schumann, Liszt y Wagner, saliéndose del estricto programa educativo de la escuela. Se graduó en la escuela, habiendo obtenido varios premios, destacando el conseguido por su Cantique de Jean Racine opus 11, un ejemplo temprano de su excelente escritura coral.
Tras graduarse, se mudó a Rennes, una pequeña ciudad al norte, donde aceptó un puesto de organista. Regresó a la capital tiempo después gracias a un Saint-Saëns que siempre movió hilos para promocionar al joven Fauré en puestos de cierto prestigio, ya fuera como organista o director de coro. A pesar de su sólida formación en música religiosa, ámbito que cultivó con muchas obras, destacó también en el terreno pianístico, con obras como la suite Dolly y, especialmente, en el género de la chanson.
Guerras: entre imperios y estéticas
Hacia 1892, París era ya uno de los mayores epicentros de enseñanza musical más relevantes de Europa. Existía un considerable sector dentro del academicismo musical francés reacio a ciertas tendencias musicales nuevas y a los compositores alemanes, lo que implicaba asociarse a un ‘bando’ o a otro —como ocurrió durante la ‘guerra de los románticos’ alemanes—. En los círculos musicales académicos se comenzó a asociar a Fauré con una ‘modernidad peligrosa’, y su nombramiento como profesor en el Conservatorio de París no fue aplaudido por todos. En 1905 ocupó el cargo de director, que mantuvo durante quince años. Fue una notable influencia para Ravel —así como para las hermanas Boulanger y otros alumnos— y, en cierto sentido, también más que un mentor musical; como Saint-Saëns lo fue para él. Impulsó reformas académicas importantes y promovió una filosofía abierta hacia la música contemporánea de su tiempo, incluyendo el incipiente impresionismo de Debussy.
En un periodo de confrontación con Alemania y Prusia constante, no escondió su admiración por Wagner, y se inclinó en contra de la necesidad de potenciar el nacionalismo francés a través de la música. Entrada ya la Primera Guerra Mundial, su posición estética y filosófica le valió algunos desencuentros con otros colegas de la esfera musical parisina. A los 75 años fue condecorado con la Gran Cruz, aunque tuvo que cesar de su cargo del Conservatorio al acrecentarse su sordera.
Se sumió en una última etapa pensativa, en una vejez relativamente tranquila y siempre lúcida, cuya mayor ocupación fue organizar bocetos de partituras y afrontar su mayor temor compositivo, componer un cuarteto de cuerdas (opus 121), la que, en 1924, fue su última obra.
Réquiem para el arte
La palabra ‘réquiem’, aunque sinónima de ‘misa de difuntos’, está, en lo semántico, más vinculada a su acepción musical, como composición de carácter religioso, que a su uso como misa ritual celebrada en templos o funerales.
Los réquiems se rigen por la forma del rito litúrgico romano, derivado de la propia misa de difuntos como tal, y la mayoría de ellos comparten los pasajes más importantes del Ordinario de la misa: Kyrie, Sanctus, Agnus Dei; y del Propio: Introitus, Sequentia y Offertorium. Los compositores han gozado a lo largo de los siglos de una relativa libertad para omitir, acortar, sustituir o añadir algunos textos litúrgicos menos comunes —incluso no litúrgicos—, bien para resaltar el carácter de la música o por otras razones.
De la Missa pro defunctis (1461) de Johannes Ockeghem, el primer réquiem conservado, hasta el de Fauré, hay un salto abismal en muchos sentidos. En la transición de lo litúrgico hacia un enfoque más artístico, incluir cantantes solistas ya fue una de tantas innovaciones que, en tiempos de Michael Haydn y Mozart, resultaban habituales, consolidadas con los réquiems de Cherubini y Berlioz, entre otros, entrado ya el siglo XIX. Componer una misa de difuntos a la memoria de un colectivo o de una causa, ‘sin difunto’ específico, también se normalizó —como el Réquiem de Brahms o el del propio Fauré—. Se trata de una tendencia a día de hoy casi mayoritaria, como en el caso del War Requiem de Britten, el Réquiem de Schnittke, el de Ligeti, el de Albert Guinovart o, más reciente, del cantautor Rufus Wainwright.
La vida eterna según Fauré
Aunque no fue un ferviente devoto, no hay duda de que Fauré, al oficiar tantos funerales y misas desde el órgano, estaría destinado a componer excelente música religiosa. En 1885 murió su padre, y dos años después su madre. Aunque Fauré declaró ‘Mi Réquiem no fue escrito para nada, sino para el placer’, se infiere que su ‘pequeño Réquiem‘ pudo haber sido motivado por esos dos sucesos. El francés se decantó por evitar el tremendismo de ciertas partes litúrgicas, como las reiteraciones a la ira de Dios, etc., para centrarse en una visión esperanzadora y luminosa de la muerte.
Ciñéndose al esquema básico en buena medida, la inicial, para coro y acompañamiento, constaba de Introït, Kyrie, Sanctus, Pie Jesu, Agnus Dei e In Paradisum. Decidió omitir pasajes de la Sequentia, como el Tuba Mirum o el Lacrimosa, y en su lugar se decantó por el Pie Jesu, un pasaje muy poco frecuente. El estreno de esta versión tuvo lugar en la Iglesia de la Madeleine en 1888. Durante los siguientes años añadió otro movimiento, Libera me, ya escrito como pieza independiente antes, y algunos años después lo amplió definitivamente con el Offertoire, versión estrenada en 1893. Finalmente, Fauré trabajó en una versión orquestada —la tercera— que fue estrenada en el verano de 1900 para la Exposición Universal de París, y actualmente, la más interpretada.
Análisis y legado
El Réquiem se inicia con un contundente unísono orquestal en fortissimo y seguidamente aparece la sección coral a seis partes que vocaliza el texto ‘Requiem aeternam‘. Con ello esclarece el tono y capta la atención del oyente. Fauré destaca el ‘et lux perpetua‘ con un divisi más abierto y tensión y, a partir de aquí, se inicia un progresivo diminuendo. Órgano y cuerdas introducen los motivos de esta segunda parte, con un cambio evidente de carácter, algo más sombrío y con más actividad textural, donde los tenores repiten el texto anterior. Las sopranos aparecen tras una pausa musical, reforzadas con órgano y chelos, con un matiz más dulce, acorde al texto ‘Te decet hymnus‘ (‘Mereces un himno, Dios, en Sion’). Un pasaje de voces mixtas, con armonías aumentadas, da paso a otra sección, gobernada por las sílabas de ‘Kyrie Eleison‘, encajadas en la melodía inicial, interrumpida por varias injerencias orquestales muy potentes.
El Offertoire tiene una estructura ternaria y sus líneas ondulantes le confieren un aura de nobleza. Es probablemente una de las secciones más difíciles de dirigir, por presentar varios pasajes a capelay un pulso lento. La primera está protagonizada por las voces de altos y tenores, a las que progresivamente se unen el resto, y cuerdas, coloreando los bordes de un Re menor que se torna poco a poco ambiguo, en un despliegue de imaginación y técnica armónica muy interesante. La intervención del barítono empasta con la cadencia de la primera sección, y la tonalidad muta a Re mayor con pequeñas fluctuaciones tonales, al tiempo que el solista dibuja notas largas en el ‘Hostias et preces tibi Domine‘(‘Sacrificios y oraciones a ti’). Fauré desenlaza este segundo movimiento con una bellísima plegaria, en un inspirado contrapunto coral a cuatro partes.
El Sanctus es el movimiento más angelical. Está construido sobre una textura arpegiada, a partir de un divisi de violas en obstinato, sobre las que se elevan las voces etéreas. Su centro tonal es Mi bemol mayor, un área remota en relación con la tonalidad de origen (Re menor). La línea de violín solista está basada en la que aparece en el Introitus, con las sopranos. Encontramos a mitad del movimiento una contundente intervención del órgano, seguida de una triunfante fanfarria, que preludia el pasaje ‘Hosanna‘.
En el ecuador del Réquiem encontramos la única intervención de la soprano solista, en un delicadísimo Pie Jesu, que tiene el carácter de una plegaria intimista y de gran pureza musical. Unas líneas de órgano acompañan el breve texto ‘sempiternam requiem‘ (‘dales descanso eterno’), hasta que una cadencia plagal despide este cuarto y breve movimiento que circunda la vecina Si bemol mayor.
Algunos pasajes del Agnus Dei, el quinto movimiento, recuerdan levemente al Cantique de Jean Racine, y está dividido en tres secciones bien diferenciadas. La primera está caracterizada por un motivo melódico noble en las cuerdas, y la segunda está caracterizada por una progresión colorista que inician las sopranos. Una semicadencia potenciada con maestría con trombones y trompas enlaza con la tercera sección, en la que oímos claramente la introducción en unísono del Introït, finalmente ‘vencida’ por el tema que iniciaba el movimiento, de carácter esperanzador y genuino.
Libera me es el Dies Irae de este Réquiem, tal como apunta la directora Laurence Equilbey. Es el único movimiento en que se hace mención al Juicio Final, y la última intervención del barítono, cuyo ámbito se centra en un registro medio y cómodo para el solista. El oyente percibe una ascensión progresiva, y un incremento de la tensión, siempre junto al ostinato rítmico, articulado en tres pulsos. Tiene una estructura ternaria y el punto climático coincide cuando el coro anuncia el temido día de furia, tras lo cual el coro parafrasea el material del barítono. En un cambio de modo, Fauré convierte el Re menor del penúltimo movimiento en el pasaje más celestial, In paradisum, tejido a partir de un perpetuum mobile en forma de arpegios en el órgano y cuerdas largas. Las sopranos guían al oyente hacia el paraíso, un tránsito salpicado con acordes cuya función es mucho más colorística que propiamente tonal. Consta de cuatro secciones no muy diferenciadas, en donde Fauré evita dar un verdadero contraste, en aras de conseguir una satisfactoria sensación de reposo y esperanza.
El Réquiem desde la batuta
La directora Laurence Equilbey es una experta internacional en repertorio francés, y se ha convertido, junto a John Rutter, en un gran especialista del Réquiem de Fauré. Debutó al frente de la Franz Schubert Filharmonia, con Núria Rial y José Antonio López, en el Palau de la Música Catalana, el pasado noviembre, en una fantástica interpretación. Para la elaboración de este artículo, nos ha revelado algunas pistas de esta obra maestra del género.
Destacamos, por otro lado, la excepcional versión de la Orchestre National de France y el Coro Accentus, con Laurence Equilbey a la batuta, por tratarse de una grabación reciente y de gran calidad. Equilbey respeta religiosamente los finales de frase y mantiene pausas y tempi a raya, sin prisas, y con gran espiritualidad. El disco contiene, además, una excepcional grabación del Cantique de Jean Racine.
Fauré es considerado el nexo que une el romanticismo musical francés con el modernismo; una pieza fundamental en la historia de la música, y su influencia en generaciones posteriores es más que trascendental. Con su Réquiem, no solo aportó una obra maestra al mundo, sino también, esperanza en la humanidad.
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