Por Joaquín Soriano
El piano vertical, o el gran cola que usamos para los conciertos, es el resultado de una larga evolución, comenzada en los primeros años del siglo XVIII. Todos parecen estar de acuerdo en atribuir a Bartolommeo Christofori la invención de gravicembalo col piano e forte, instrumento que combinaba las cualidades del clavicordio y del clavecín, a la sazón los instrumentos de tecla más utilizados. Del primero tomó la acción de golpear la cuerda, pero remplazando la lámina de metal por un macillo de madera cubierto de cuero. Del clavecín utilizó los apagadores y así, en 1711, el Giornale dei litterati d’Italia publicó en Venecia un artículo que describía el nuevo instrumento como capaz de producir un sonido más o menos intenso, de acuerdo a la mayor o menor presión ejercida sobre las teclas; no solamente fuerte y piano, sino toda una gama de intensidades.
Así pues, Christofori ofreció tres soluciones a su nuevo Gravicembalo…, a saber: un mecanismo para lanzar el mazo a las cuerdas, los apagadores, que ahogan el sonido impidiendo su mezcla con los demás y finalmente el escape, que consistía en la caída libre e inmediata del mazo a su posición original sin saltar, después de golpear la cuerda. En estos instrumentos encontramos pues los elementos básicos del piano actual. Uno de estos instrumentos lo podemos ver en el Metropolitan Museum de Nueva York (c. 1720); y otro fechado en 1726 está expuesto en la Universidad Karl Marx de Leipzig. En 1732 encontramos 12 sonatas de Ludovico Giustini, compuestas para el piano de Christofori, pero a pesar de todo, el éxito no fue inmediato. En Francia el parisiense Jean Marius inventó un Clavecin à Maillets pero fracasó al no resolver el problema del escape en ninguno de sus prototipos. Con mucho más éxito, el organista teórico y constructor alemán Gottlieb Schröter construyó un instrumento en 1717, con un sistema de macillos y apagadores que hacen que en Alemania sea considerado como el inventor del piano. A pesar de todo, hasta 1740 el mecanismo de macillos no fue universalmente aceptado. Se debe a Gottfried Silbermann la adopción por entonces de un sistema llamado Prell Mechanisme, que permitía la repetición rápida de las notas y que, perfeccionado una vez más en 1770 con un nuevo escape, por Andreas Stein, se hizo célebre en toda Europa como acción alemana o vienesa.
En una carta fechada en 1777, Mozart describe a su padre con entusiasmo y admiración la impresión que le producen los instrumentos que prueba en la tienda de Stein: «Estos instrumentos tienen sobre todos los demás la ventaja de poseer un escape». Explica a continuación dichas ventajas y dice sin ambages que los prefiere a cualquier otro.
Johannes Zumpe, alumno de Silbermann, sigue perfeccionando los nuevos instrumentos que rápidamente se empiezan a fabricar en toda Europa. Este sistema Silbermann-Zumpe empezó a construirse en 1775. En Inglaterra, la llegada de Johann Christian Bach y luego la de Zumpe en persona supuso un estímulo que hizo florecer la construcción de los nuevos instrumentos. Utilizados por Johann Christian Bach, estos pianos llamados de acción inglesa simple fueron considerados los mejores hasta que, en 1783, John Broadwood patentó la gran acción inglesa que ganó fama considerable (España importó una cierta cantidad de estos instrumentos que todavía pueden encontrarse en vetustas mansiones o en flamantes anticuarios).
El piano se popularizó en Francia relativamente tarde en relación a Alemania o Inglaterra. Fue en 1768, con la llegada a París de los hermanos Érard, que procedían de Estrasburgo, que Francia se convirtió en un centro importante de fabricación de los nuevos instrumentos. El primer piano de Sébastien Érard, de 1777, ganó una gran reputación que le valió la protección real y una magnífica clientela hasta que, huyendo de la Revolución, se instaló en Londres como refugiado en 1792. En esta ciudad, Érard continuó perfeccionando su piano en el que combinó la ligereza del touché alemán con el poderoso sonido del piano inglés. En 1818 Sébastien Érard, ya anciano, completó sus descubrimientos con el hallazgo del doble escape que le hizo famoso y que patentó su sobrino Pierre Érard en 1821. Desde entonces, y bajo licencia, fue adoptado por los mayores constructores de entonces: Steinway en EEUU., Broadwood en Inglaterra, Steinweg y Bechstein en Alemania y Pleyel, fundada en 1809 en París.
En 1825 el americano Babcock inventó el nuevo cuadro metálico que soportaba mucho mejor la tensión de las cuerdas: bordones para los bajos, dos cuerdas para la zona central y tres para los agudos. Una cuarta cuerda al aire aplicada a los agudos y con el fin de aumentar la potencia de los mismos (sistema Alicot) fue utilizada por la firma Blüthner, pero cayó en desuso.
Así pues, la hegemonía del clave fue perdiendo posiciones a partir de los primeros años del siglo XIX en favor de un piano cada vez más perfeccionado y ya en 1770 C. P. E. Bach, Haydn y otros importantes compositores empezaron a escribir para él. La práctica totalidad de la obra de Mozart está escrita para piano. Beethoven, sin embargo, tituló sus primeras sonatas Para clavecín o pianoforte, pero no cabe duda de que pensó en el piano desde su primer concierto y en 1802 la palabra clavecín desaparece de sus títulos, a la vez que su estilo lo aleja cada vez más de dicho instrumento. Por primera vez, al publicar su monumental Sonata op. 106, escribió en su portada Hammerklavier, es decir, para piano de martillos, eliminando cualquier duda que pudiera asaltar a sus intérpretes.
Cada vez son más numerosos los compositores que escriben para el piano y en 1817 Clementi publica su Gradus ad Parnasum que sigue vigente, y no solo vigente sino cobrando nuevo vigor últimamente, tanto en conservatorios como en salas de concierto. Desde entonces, y llegado ya el Romanticismo, el piano reina sin rival en las salas de concierto y es protagonista de los primeros recitales, es decir, la actuación en público de un solo artista, hecho insólito hasta entonces. Se sabe incluso que Liszt y Mendelssohn preferían Érard, mientras que Chopin fue siempre fiel a Pleyel (recordemos sus cartas desesperadas desde Mallorca, suplicando a su amigo Pleyel que le mandara lo antes posible un piano).
La facultad única de poder producir varios sonidos a la vez (polifonía) de cantar y acompañarse, de poder reproducir cualquier obra sinfónica, ópera, oratorio, etc. le convirtió en un instrumento indispensable en cualquier domicilio con inquietudes culturales y cierto nivel económico, claro está. Igual que hoy la gente se puede sacrificar para comprar los últimos electrodomésticos, vehículos, etc., en el siglo XIX era difícil encontrar una casa burguesa que no tuviera un piano en el salón. Es asombroso el repertorio, hoy en gran parte olvidado, de las transcripciones que se han hecho para piano, cuatro manos, dos pianos, ocho manos… Unas veces han sido los propios autores, Ravel, Debussy, Saint-Saèns, Frank… pero antes ya Beethoven hizo unas variaciones sobre Las Ruinas de Atenas, o la Tercera Sinfonía, y aún antes Bach transcribió conciertos de Vivaldi para uno, dos, tres y cuatro claves y orquesta de cuerda que hoy son muy populares al piano. Chopin las haría sobre Là ci darem la mano del Don Giovanni de Mozart; y Mozart mismo, sobre un minueto de Duport, o sobre Paisiello, o sobre Gluck, etc. Sería interminable la relación de obras, de todos los estilos y formaciones, que han sido transcritas o variadas al piano. Por otra parte, el hecho de ser indispensable para acompañar cantantes, cuerdas o vientos le hicieron, como dije antes, el instrumento obligado de cualquier domicilio culto.
Fue quizá Franz Liszt, el genial compositor de la Bagatela sin tonalidad o del Via Crucis o de Nuages gris, del árbol de Navidad y tantas y tantas obras de una audacia inaudita para su época quien, con su generosidad sin límites, llevó a cabo la mayor cantidad de obras transcritas para piano. óperas de Bellini, Verdi, Donizzeti, Mozart, Wagner, entre otros, o las nueve sinfonías de Beethoven, o los Cantos polacos de Chopin, la gran orquesta de Berlioz o Paul Dukas y la intimidad de los lieders de Schubert o Schumann… Todo cabía en el piano de Franz Liszt.
El repertorio para nuestro instrumento es inmenso y citar a los grandes que no han escrito para piano es infinitamente más fácil que lo contrario, y no solo una parte de su obra, sino la casi totalidad, como Chopin, o la mayor parte, como Liszt o Schumann, o una gran parte, véase Schubert, Beethoven, Mozart, Haydn, Mendelssohn, Brahms, Ravel, Debussy, Fauré… En Rusia Rachmaninov, Tchaikowsky, Prokofiev, Shostakovich, etc., que con el esplendor pianístico de la España de finales del siglo XIX y principios del XX dan al profesional y al melómano la posibilidad de disfrutar de sus obras preferidas, pero también de descubrir una gran cantidad de obras que a veces han caído en el olvido por razones tan injustificables como el hecho de que finalicen de una forma poco brillante.
El arte como emoción
La música debe ser una pasión, y esa pasión la puede sentir cualquier ser humano sin necesidad de ser un profesional. ¿Quién no recuerda algún concierto en el que no haya sentido ese nudo en la garganta, esa emoción intensa que acompaña siempre a la verdad y que hace inolvidable el recuerdo de alguna obra en particular, incluso de algún tiempo de alguna obra, de algún instrumento especial que uno atesora en sus recuerdos.
Curiosamente, de esos conciertos no se recuerda la perfección mecánica (Técnica, del griego tecnh. Arte es otra cosa) sino esos momentos de intenso encuentro consigo mismo, esa mirada introspectiva que es, en el fondo, la esencia de la música.
La mecánica puede asombrar, pero sólo el artista es capaz de emocionar. Sería muy complejo e interesante analizar la reacción del público ante los conciertos de finales del siglo XX. Por muy increíble que parezca, las principales cualidades de un pianista, ya que el artículo se refiere al piano, no parecen ser, como se debería pensar, el sonido, el estilo, donde entran el legato, el fraseo (que como un crisol va separando mutatis mutandi la materia espuria de la verdad), el pedal, respiración y color del piano. En suma, lo que compone la esencia de un verdadero intérprete, que utiliza el piano como un medio de expresión musical y no como un vehículo de lucimiento.
No estoy de acuerdo en el hecho de que hoy se toque mejor que antes. Godovsky, uno de los grandes pianistas -compositor y pedagogo- de finales del siglo XIX, de la generación siguiente al gran Anton Rubinstein (no confundir con Arturo) presumía de que nunca había estudiado escalas; sin embargo, sus escalas eran famosas por su igualdad, su brío, la belleza del sonido. Su idea era perfeccionar las escalas que encontraba en las obras que a la sazón tocaba, dándoles la dimensión musical que, desgraciadamente, suele estar ausente en los descerebrados ejercicios mecánicos -nunca mejor dicho- a los que se entregan muchos de los jóvenes pianistas a diario.
Yo no recuerdo mayores proezas que las escuchadas a Rachmaninov o Levin, por ejemplo, por citar a pianistas nacidos en el siglo XIX o, sin llegar tan lejos, a Horowitz o a Richter, entre otros. Quien haya escuchado la grabación de las variaciones de Brahms sobre un tema de Paganini, interpretadas por Michel Angelo Benedetti, hace ya medio siglo, tendrá que reconocer que es muy difícil imaginar algo más impresionante por dos razones: pianísticamente es prodigioso y sin embargo, siempre prevalece la música sobre las dificultades.
Quizá en este momento haya una mayor preocupación por volver a la verdad. La proliferación de concursos internacionales, más de setenta solo en Italia, la facilidad de asistir a clases magistrales y acceder a las diferentes escuelas, están al alcance de nuestros jóvenes. Hoy no hace falta ir a Moscú para estudiar con un profesor ruso, que es con seguridad la escuela que más se ha dispersado por el mundo, y se puede estudiar en Alemania con un profesor francés o en Estados Unidos con un profesor alemán. Este contacto continuo e internacional, tanto de maestros como de alumnos, ha igualado el nivel -por arriba- haciendo infranqueable la distancia entre el buen diletante y el profesional. Hoy es muy raro que en un concurso internacional aparezca un candidato que no tenga un alto nivel pianístico, pero igualmente difícil es encontrar esa personalidad avasalladora que se impone desde el primer momento.
Con demasiada frecuencia los grandes concursos históricos obligaban a tocar estudios, que incluían los de ejecución trascendental, pero que excluían los más expresivos de Chopin, orientando -léase desorientando- a los jóvenes pianistas hacia un repertorio que utilizaba a veces el teclado como un digitódromo donde exhibir sus proezas. En realidad, el concepto olimpiada subyace en esos históricos concursos que han dado grandes nombres a la historia del piano, pero que también han hecho apreciar como bueno un lado atlético, a veces incluso brutal, absolutamente anti-musical y peligroso. Lo puedo decir, pues he sido testigo -es más, laureado- en varios de ellos y en ambos lados: concursante y jurado.
Los gustos del público
Hoy, afortunadamente, y dejando de lado el snobismo de ciertos públicos, que no tiene muy claro si es elegante aplaudir, el melómano me parece más cerca de la verdad. Hay que reconocer que cada género de música tiene sus incondicionales. Los más discretos disfrutan con la música de cámara, que, por supuesto, no excluye ninguna otra. Los más radicales son los amantes de la ópera, capaces de acumular tal cantidad de datos que uno se pregunta cuándo tienen tiempo de escuchar la música de la que hablan con tanta erudición. También el público de la ópera es el más especial, aunque en Madrid está todavía en fase de rodaje. Recuerdo una gran representación en París, todavía en el Palais Garnier, del Don Carlo de Verdi, en la cual la pobre Éboli, que tiene una parte endiablada y que había cantando estupendamente, hizo un gallo muy obvio que provocó la ira de un público que automáticamente se descalificó; igual que se descalifica el melómano que toma como referencia de calidad la nota falsa, que oye todo el mundo, y que puede ser, de hecho, el resultado de una entrega sin reservas. Los discos, arma de doble filo, han acostumbrado al melómano a una perfección, hecha en estudio, que nunca debe remplazar al directo. Yo reconozco que es maravilloso poder tener a Arthur Rubinstein en casa, o a la London Symphony, o escuchar la Pasión según San Mateo cuando uno lo necesita, pero el melómano que asiste a un concierto debe intentar olvidar su versión y abrirse a lo que está escuchando. Pero, volviendo al piano, cualquier amante de nuestro instrumento se dará cuenta de que en un nocturno de Chopin, un estudio o cualquiera de sus obras, el piano es y solo suena a piano. Sin embargo en Mozart, sobre todo en el Mozart francés, el estilo, más vocal y cantado que el austríaco, oiremos continuamente a personajes de sus óperas. Liszt también es el piano, pero en Liszt está ya Wagner, están los impresionistas, está Messiaen, llegado con ayuda de Albéniz. Me contaba mi maestro Vlado Perlemmter, que fue alumno de Ravel, que para sus Jeux d’eau tuvo como modelo los lisztianos Della Villa d’Este. El piano de Beethoven no existe sin orquestar mentalmente los temas, los puentes, los desarrollos. En Schumann los colores sinfónicos o pianísticos se funden , pero en general, cuando los temas de Schumann cantan en la parte central del piano, adquieren una intensidad de piano hablado única.
Es muy difícil poner punto final al hablar del piano, de sus recursos, de su repertorio. Si hoy el piano ha cedido paso a otros instrumentos, que rara e injustificadamente veíamos poco en los escenarios, sigue siendo el motor de las diversas combinaciones camerísticas y su repertorio no cesa de enriquecerse con la aportación de los más insignes compositores de nuestro tiempo.