Texto: Sofía M. Gascón
Ilustración: Iciar L. Yllera
Al final, todo se sabe. Y ya había pasado demasiado tiempo… Los obreros ya subían camino al ático donde Mabel guardaba todos sus escritos prohibidos. Todo saldría a la luz.
Por lo menos he volado más alto que la mayoría, antes de que me metan en la jaula. Aunque no sé hasta qué punto eso es bueno… Haber vivido lo invivible al menos una vez, o haber conocido aquello a lo que nunca más podré regresar…
Baja uno de los obreros. Recorre la recepción y sale por la puerta. —A llamar a la policía, supongo— Tarda unos segundos hasta que vuelve a aparecer, esta vez con una herramienta.
—Disculpe, ¿qué tal todo por ahí?
—Pues hombre… No muy bien. ¿Cómo va a ir? Está todo mojado. Eso habría que haberlo arreglado hace un año. Ahora va a darnos mucho trabajo, señora— Se extraña. —Sí, pero… ¿no han encontrado nada raro?
—Todas las humedades son iguales. Si me disculpa…— Se va.
La cabeza de Mabel se quiebra en mil piezas de un puzle que parece imposible de acabar. Algo no cuadra. El miedo se convierte en un ácido denso que le pesa en el estómago, y su corazón late a dos mil revoluciones. Algo pasa, y se decide a subir para averiguarlo.
Sube las escaleras de dos es dos. Jadea. El ritmo acelerado al que sube los escalones se acrecienta y compite con las pulsaciones que golpean el interior de su pecho. Ya llega.
Sube el último peldaño y… nada. Solo su mesa, su corcho todo lleno de chinchetas, y los productos de limpieza. Camina despacio, recorriendo el espacio, todo entero vacío de historias y de recuerdos. Pero entonces, una patada despeja las cortinas de las ventanas, un rayo de luz cruza el suelo, y al final de la línea de sol que dibuja el cielo, sobre el parqué, un rollo de papel higiénico.
El corazón le da un vuelco.
Corre hacia él, y entonces…
—Joder, menos mal. Con la humedad que hay aquí es imposible que ninguno aguante sin alergia— Coge el rollo. —Todo el jodido día teniendo que tragarme los mocos…
Mabel clava su mirada en el inmaculado papel blanco. El obrero corta un pedazo, lo dobla, se lo lleva a la nariz y es entonces cuando el ama de llaves descubre unas letras negras en su reverso. Y de pronto:
—¡NOOOO!— Grita cortando el aire.
—¡Achís!— Se suena. —¿Señora?, ¿pasa algo?
Corre hasta él.
—No… pero…— Coge el papel húmedo que todavía sostiene sobre sus roja nariz. —Si tiene usted alergia no debería utilizar este papel que está lleno de polvo. Le traeré un pañuelo limpio— Se va corriendo con él en la mano. Y lo despliega con cuidado, para que el pringue verdoso no estropee las letras. Un millón de preguntas rondan por su cabeza. ¿Quién habrá hecho todo esto? ¿Dónde estarán los rollos? Y tras un sonido viscoso: «Si los quieres, ven por ellos (Fdo. 14)».
No hay que ser un genio para atar cabos… Ha sido ella. La mujer extraña sin perro.
No tarda ni un minuto en colocarse frente a la habitación. Y allí plantada, con el cuerpo inmóvil, se pelea con uñas y dientes con sus dudas y sus miedos, cuando, de repente, no sabe bien ni cómo ni por qué, llama a la puerta.
—¡Hola!— Saluda Julia. —Sí que has tardado. Es una pena, porque eso significa que hace tiempo que no subes a escribir.
—¿Lo sabías?
—Claro. Basta con mirarte a los ojos más de diez segundos seguidos. Tampoco es que sea una Sherlock, ¿sabes? Lo que no sé es cómo lo has ocultado tanto tiempo. Si se te sale el arte por los poros.
—¡SHHH!— Chista. Entra en la habitación y cierra tras de sí la puerta. —Por favor, no se lo cuentes a nadie, llevo años escribiendo, ¿sabes cuantas décadas de cárcel me podrían caer por eso? Me condenarías a…— De pronto, la visión de la habitación la distrae.
Por el suelo revolotean un millar de partituras arrugadas, gastadas por las manos, el café y el tiempo. En la mesa se apilan los dichosos rollos desaparecidos. En la cama, una guitarra. Y, al lado de la puerta, dos maletas.
—Por eso querías la habitación alejada. Para que no te oyésemos tocar la guitarra… Nunca hubo ningún perro… Y ahora, ¿te vas?
—Nos vamos. Mi «perro», tú y yo. Yo pongo la música y tú la letra. Y recorreremos pentagramas hasta que se nos acaben los rollos. Aunque tengamos que vivir escondidas. Pero vivamos libres. Juntas. Y, ¿qué hay en el mundo más liberador que la música?— Sonríe. —¿Te vienes o no?
El resto de la historia… Lo dejo en vuestras manos.
Deja una respuesta