Con dirección musical de Pablo Heras-Casado y escénica de Robert Carsen, el Teatro Real representa El ocaso de los dioses (Götterdämmerung), tercera y última jornada del Ring des Nibelungen de Richard Wagner. Encabezan el reparto el tenor Andreas Schager (Siegfried) y la soprano Ricarda Merbeth (Brünnhilde).
Por Alejandro Santini Dupeyrón
‘Conocemos el mal que te aguarda’
Las Hijas del Rin han dejado de nadar en círculo, enlazadas las manos en la ondulante corriente insinuada por el despreocupado motivo del Juego Acuático, para tornarse sombrías en la advertencia. ‘¡Conservas el anillo para tu desgracia! Tal como mataste al dragón morirás tú, hoy mismo, si no nos lo entregas para ocultarlo en el profundo Rin’. Sin embargo, Siegfried se muestra desdeñoso. ¿Cómo sentirse concernido aquel que desconoce el miedo? Sobre la maldición que entraña el anillo, y a la que el héroe es inmune precisamente por no sospechar siquiera su enorme poder, ya le previno el dragón antes de ser abatido; de modo que en vano insisten las ondinas para que escape a esta, entregándolo. ‘La herencia del mundo me conquistara este anillo —dice el héroe contemplándolo, indiferente—, pero con gusto me privaría de él por el placer amoroso… Os lo concederé si me dais placer’. Tomándolo por loco, las Hijas del Rin se alejan de la orilla. La última oportunidad de salvación para Siegfried, y más importante aún, de salvación para el mundo donde los dioses acaban de perder el poder y que ahora es suyo —en apariencia al menos—, se ha perdido. El conocimiento del amor, banalizado en grosera propuesta, será lo más valioso adquirido por el héroe en su efímera existencia.
El anillo, que bien pudo entregar a las ondinas, perteneció antes como signo de fidelidad a Brünnhilde, quien perdida la condición de valquiria inmortal, le amó como mujer. Durante el tiempo que ella poseyó el anillo —los crepúsculos de un mismo día—, tuvo también ocasión de librar al mundo de la catástrofe. Para persuadirla, en caballo alado cabalgó desde el Valhala su hermana Waltraute. Wotan languidece. Sentado en la Sala de los Bienaventurados, rodeado por círculos de héroes, permanece grave y en silencio, con los fragmentos de su lanza, quebrada por Siegfried, apretados en el puño. Ha hecho talar el fresno del mundo y amontonar los haces de leña en torno a la fortaleza. Estupor y miedo paralizan a los dioses. ‘Me estreché contra su pecho llorando —prosigue Waltraute—. Él pensaba en ti. Suspiró, y como en sueños, susurró estas palabras: ‘Si a las Hijas del Rin profundo se les devolviera el anillo, del peso de la maldición serían librados los dioses y el mundo’. Pero Brünnhilde rehúsa desprenderse de la prenda de amor de Siegfried: ‘Más que la gloria de los Eternos es para mí este anillo. ¡Jamás me lo arrebatarás!’ Waltraute se marcha airada: ‘¡Ay de ti hermana! ¡Ay de los dioses del Valhala!’, seguida en el galope por nubes de tormenta.
A continuación, y por segunda vez, Siegfried demostrará su valor traspasando el mágico cerco ígneo que protege a Brünnhilde. Solo que ahora no parecerá Siegfried. Cubierto con el Tarnhelm transformador tendrá la apariencia de Gunther, caudillo de los gibichungos. Lejos de vivir aventuras y cosechar hazañas de las que presumir orgulloso, en la primera correría por el Mundo de los Hombres tras conocer el amor, Siegfried ha sido embaucado y corrompido en la conjura urdida por el siniestro Hagen, engendro del resentido Alberich y la finada matriarca del clan gibichungo, y cuyo ominoso motivo, un tritono descendente, sobrecoge en cada aparición. Hagen ha preparado el filtro que hará olvidar a Siegfried el amor por Brünnhilde, lo prendará de Gutrune, hermana de Gunther, nada más verla, y le llevará a conquistar para este, deseoso de esposa, a Brünnhilde, ‘la mujer —dirá Hagen— más magnífica del mundo’. Es entonces cuando valiéndose de la fuerza Siegfried despoja del anillo a la perpleja ex valquiria. Más doloroso y confuso será para ella verse entregada por el héroe, descubierto ya del Tarnhelm, al verdadero Gunther. ‘Me abandona la luz… —dice a punto del desmayo—, Siegfried… ¿no me conoce?’. A la conmoción seguirá la ira del despecho; ira que el manipulador Hagen aprovechará para apropiarse del anillo: ‘Confía en mí, mujer engañada. Yo te vengaré de quien te traicionó’. Le preocupa, inferior en destreza y armas, la manera de aniquilar al héroe. El ‘buen consejo susurrado’ que demanda se lo ofrece ella sin vacilaciones: ‘¡En combate, no! Pero si le hirieras por la espalda…’.
Al golpe de lanza que derriba a Siegfried preceden momentos conmovedores. Durante un extenso pasaje de encadenamientos motívico el joven narra a los guerreros gibichungos episodios de su vida pasada: la crianza recibida del taimado enano Mime, la forja de Nothung envidiable, la muerte de Fafner, el fiero dragón, mediante cuya sangre casualmente bebida adquiriría el conocimiento del lenguaje de los pájaros. Con dulce voz, un pajarillo del bosque le indicó dónde encontrar y hacer suya a Brünnhilde. Siegfried lamenta que, después de haber escuchado cantar a las mujeres, ha olvidado el significado del canto de los pájaros. Resuelto a saber cómo esto fuera posible, Hagen le fuerza a provocar el recuerdo vertiendo el jugo de una hierba en el cuerno de la bebida. Dos cuervos levantan el vuelo desde arbustos próximos, describen círculos sobre Siegfried y se alejan hacia el Rin. Hagen, intrigado, pregunta: ‘¿Comprendes también el graznido de los cuervos?’ Siegfried se incorpora rápidamente y mira hacia las negras aves, dando la espalda a Hagen. ‘¡Me aconsejaron venganza!’ Pero era demasiado tarde.
Contemplando afligida el rostro exangüe del héroe, Brünnhilde recuerda los preparativos de Wotan para la destrucción del Valhala. Fiel al juramento de fidelidad a Siegfried, ha decidido inmolarse en la pira que ordena levantar para él a orillas del Rin. Hagen, que no ha podido hacerse aún con el anillo, acecha. Discutió con Gunther y le dio muerte cuando el caudillo lo reclamó como herencia de su hermana; pero al pretender arrancar el anillo a Siegfried la mano muerta se alzó amenazadora, y el temor le retuvo. Ahora, impotente, observa cómo Brünnhilde toma el anillo, y dirigiéndose a las Hijas del Rin, las exhorta a recogerlo de entre las cenizas. Cuando las llamas se alzan al cielo de nubes rojizas, a lomos de su recuperado corcel, mientras el motivo de las valquirias se escucha fugaz, Brünnhilde salta a la crepitante hoguera. El fuego crece y se extiende incontenible, los hombres huyen despavoridos; agitadas, las olas del Rin se desbordan… Entre leños humeantes nadan las Hijas del Rin. Hagen arroja el escudo, la lanza y se precipita al agua: ‘¡Apartaos del anillo!’. Dos de las ondinas le agarran por el cuello y lo arrastran al fondo mientras la tercera sostiene triunfal el anillo. Los motivos se enlazan a partir de ese momento para narrar uno de los finales sin palabras más soberbios jamás concebidos. Sobre el sinuoso motivo del Rin entonado por las cuerdas, majestuosos, los metales anuncian la visión del Valhala, que ha comenzado a arder en la distancia; por encima de una nueva exposición de las Hijas del Rin se escucha, a cargo de violines y flautas, el subyugador motivo de la Redención (por el amor). Acompañando el motivo del Valhala suena por debajo el Poder de los Dioses, seguido por el motivo de Siegfried muerto y del encadenado acórdico descendente del Ocaso de los dioses. Los dioses sucumben envueltos por las llamas. Tras un breve silencio el motivo de la Redención se impone afirmando que el amor consumado por Brünnhilde con su sacrificio, un amor puro, entrega a los hombres el mundo.
Los finales alternativos
Para Wagner sería complicado encontrar un final convincente que subsumiera la complejidad temática del Ring des Nibelungen. Había empezado a gestar la obra en 1848, con el poema Siegfrieds Tod, y la concluía veintiséis años más tarde, con Götterdämmerung, en 1874. Siegfrieds Tod finalizaba con un monólogo de Brünnhilde sobre el valor catártico de la muerte del héroe y la persistencia del poderoso Wotan: ‘¡Impere solo uno, | tú, Padre del Universo magnífico! | ¡Alégrate por el más libre de los héroes! | ¡A Siegfried llevo conmigo: | dispénsale amoroso saludo, | pues es garante del eterno poder!’.
A comienzos de 1849 Wagner hizo una primera modificación: ‘¡Benefactora expiación | vi yo para los augustos dioses, | eternamente sagrados | y unidos! | ¡Alegraos del más libre de los héroes! | ¡Su novia lo conduce | hacia el divino saludo fraterno!’ En la primavera del mismo año anotó en los márgenes del texto nuevos versos que, publicados en la edición privada de 1853, incluían acontecimientos detallados con posterioridad en Das Rheingold y Die Walküre. En este final, Brünnhilde proclamaba la redención de los dioses mediante la muerte: ‘Impotente se despide | aquella que la culpa anuncia ahora. | El más alegre héroe nació de vuestra culpa, | por sus libres hazañas expiada: | evitada os ha sido la lucha | por vuestro declinante poder. | ¡Desvaneceos, dichosos, | ante la hazaña del heroico hombre que creasteis! | De vuestro intranquilo temor, | os anuncio la feliz redención de la muerte’. La versión redactada dos años antes (1851) revelaba ya la influencia del pensamiento de Ludwig Feuerbach, en especial de su concepción antropológica de la religión (los atributos de Dios —razón, amor, voluntad— son atributos de los hombres), así como las enardecidas discusiones con Mijaíl Bakunin, quien abogaba por el poder purificador de la destrucción como origen de un nuevo orden.
En los versos de la versión del ‘final feuerbachiana’, Brünnhilde anuncia la aniquilación de los dioses y el surgimiento de una renovada sociedad humana regida por el amor: ‘¡Vosotros, perenne estirpe […] advertid lo que ahora os anuncio! | Si visteis consumidos por fuego abrasador | a Siegfried y a Brünnhilde […] si brilla allí, en el cielo, | un resplandor sagrado, | sabed pues todos… | que divisáis el fin del Valhala! | Si pasó como un soplo | la estipe de los dioses, | si vuelvo a dejar | al mundo sin señor […] Ni bienes, ni oro, | ni pompa divina, | ni casa, ni Corte, | ni desafiante esplendor, | ni el vínculo engañoso | de pactos rotos, | ni ley inflexible | para uso de soberbios: | deleite en la alegría y en el dolor, | dejad … existir sólo el amor’.
Tras el descubrimiento de Die Welt als Wille und Vorstellung de Arthur Schopenhauer (lectura de cabecera durante años), en 1856 Wagner reescribió un final para Der Ring donde la resignación ante la naturaleza ilusoria de la vida y la necesidad de superación merced a la negación de la voluntad definían el discurso de Brünnhilde: ‘Si ya no guiaré más | la fortaleza del Valhala […] voy lejos de la Morada del Deseo, | para siempre huyo de la Morada de la Ilusión; | cierro tras de mí | las puertas del devenir eterno […] El profundo dolor | del sufrimiento, del amor afligido, | me abrió los ojos: | yo vi el final del mundo’. Pero Wagner renunciaría también a poner música a este final.
Así pues, ni Feuerbach, ni Schopenhauer, ni versos de su propia inspiración. Suele aducirse que política y filosóficamente el Wagner de 1874 ya no era el mismo. La obra que comenzara siendo una denuncia de la opresión del mundo industrial desde la perspectiva del socialismo utópico creció en complejidad hasta desvirtuar por completo el impulso originario. Implacable, como siempre cuando trata sobre Wagner, Adorno sostiene que el compositor no sabía cómo concluir de manera adecuada Der Ring; que el concepto de redención propuesto, despojado del sentido teológico y dominado por el pesimismo, era en sí mismo contradictorio (un gesto vacío); y que si eligió un desenlace sinfónico realzando el motivo de la Redención, fue solo porque era hermoso, ajustado a la idea de gran final, donde la destrucción del mundo era al mismo tiempo un happy end.
El año próximo lo haremos todo de otra manera
Entre los días 24 y 26 de julio de 1876 tuvieron lugar en el Festspielhaus de Bayreuth los ensayos con orquesta de Götterdämmerung. Sentado casi en la oscuridad, agobiado por una cefalea, profundamente abatido, un testigo de excepción: Friedrich Nietzsche. Durante el primer ensayo debió abandonar la sala. Las continuas y furiosas interrupciones de Wagner por los tempi inadecuados dilataban cada pasaje al extremo. Aquel hombre admirado y temido por músicos y cantantes, capaz de halagos sinceros y de bromas soeces, inseguro y arbitrario, era totalmente desconocido para Nietzsche. Agobiaba al coreógrafo Fricke con cambios que al término de la sesión decidía ignorar para restablecer lo acordado la víspera. Al joven Mottl, ayudante del director musical Richter, tan pronto le afeaba áspero su acento austriaco como, entre risas, le proponía unirse a algunos muchachos de Bayreuth para propinarle una paliza al crítico Hanslick, que acaba de llegar.
Pero Nietzsche no era el único decepcionado con la marcha de los ensayos. El 26 de Julio, Cósima confiaba a su diario la cada vez más profunda imperfección de las representaciones, añadiendo: ‘¡La función estará tan alejada de la obra como esta de nuestra época!’. Durante el ensayo de vestuario, el día 28, sugirió al señor Doepler que hiciera menos ajustado el atuendo de Siegfried y menos coloridas las prendas del séquito de Gutrune. ‘Se comportó con furia y grosería […] solo ahora he comprendido con qué clase de chapucero nos las vemos’.
Aquella tarde Nietzsche pudo escuchar completo Götterdämmerung. En carta a su hermana, aseguró encontrarse ‘por fin en su elemento’; lo que no impidió que el 1 agosto, ante la perspectiva de nuevos ensayos (esta vez Die Walküre) y consiguientes cefaleas, anhelara escapar de Bayreuth, lo cual hizo al día siguiente.
También el complicado mecenas de Wagner, el rey Ludwig, asistió a los ensayos generales. No deseando ser visto, llegó en un tren especial que se detuvo en pleno campo, en la madrugada del 6 de agosto; saludó a Wagner, subió al coche y se dirigió al palacio del Eremitage. En cada ocasión que debió recorrer Bayreuth, yendo o volviendo del Festspielhaus, lo hizo en coche cerrado. El 9 de agosto, después del último ensayo, viajó de noche a su castillo de Hohenschwangau (regresaría, instado por Wagner, para asistir a las representaciones del tercer ciclo). El sábado 12, Wagner recibía una misiva del rey elogiándole: ‘¡Sois un hombre divino, el auténtico artista por gracia de Dios que ha traído a la tierra el fuego sagrado del cielo para hacerla dichosa, purificarla, redimirla’. Ese mismo día el viejo Káiser del nuevo Imperio alemán llegaba a la estación de Bayreuth. ‘¡Nunca creí que llegarais a conseguirlo!’, dijo a Wagner, dispuesto presidir la primera representación oficial del festival al día siguiente.
Aunque no en el mismo tren del emperador, regresó también Nietzsche. Desde hacía varios días en torno a la colina verde se alojaban príncipes, grandes duques, condes, diplomáticos… ‘Casi toda la gente improductiva de Europa —escribiría el filósofo— se encontraba allí reunida’. La nómina de compositores, escritores y artistas presentes fue asombrosa. El Káiser no se quedó a escuchar la briosa cabalgata entusiastamente aplaudida. En el entreacto debió pensar que era ya suficiente. Se excusó con Wagner por tener que marcharse y bromeó diciendo que, de ser él músico, jamás habría consentido en tocar donde nadie pudiera verle. Al abandonar el palco dio un traspiés que pudo tener consecuencias de no haberlo sostenido Wagner a tiempo.
La representación de Götterdämmerung, el 17 de agosto,dejó mucho que desear. Incluso entre los más adictos se escuchaba que el drama era demasiado largo (cuatro horas y media de música) y reiterativo. La escenografía recibió, y con motivo, las críticas más severas. El hundimiento de la sala de los gibichungos fue un desastre y la Escena de la Inmolación quedó muy por debajo de lo previsto. ‘¡Lo que tuve que escuchar! —recordaría Fricke en su diario—. El trabajo de Brandt [el escenógrafo] fue continuamente criticado’.
Solo la escena de la muerte de Siegfried, con la Marcha Fúnebre, gozó de aceptación unánime. ‘Así muere un héroe, así debe ser llorado’, celebró el dramaturgo Paul Lindau. Consciente de que la escenografía lastraba cualquier efecto, Wagner insistió a la señora Von Meysenbug, durante Die Walküre: ‘¡No mire usted mucho hacia allí! ¡Escuche!’. No quiso salir a saludar al término de Das Rheingold. Refugiado en una habitación, desconsolado por los fallos, clamaba insultos contra los intérpretes.
El 6 de septiembre, de vuelta a la paz tras el festival, escribía al director del Teatro de Leipzig, aplacando su interés por la Tetralogía: ‘Mi obra no está terminada. Las representaciones me han enseñado cuánto resta por hacer. Déjeme tiempo para presentarla de nuevo en Bayreuth, escrupulosamente corregida’. Pero la idea, confesada a Fricke de ‘hacerlo todo de otra manera’ durante el Festival de 1877, se reveló inviable al contabilizarse un escandaloso déficit de 148.000 Reichsmark. Wagner debería a empuñar otra vez la batuta, itinerante, para saldar aquel déficit.
Götterdämmerung no volvió a representarse en la colina verde hasta el segundo montaje del Ring des Nibelungen en 1896.
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