Por Xavier Blanch
Como todos los años con la llegada del invierno, los cañaverales secos esperan impacientes la aparición del oboísta que, cumpliendo fielmente con su cita anual, cortará los ejemplares que le permitirán confeccionar sus lengüetas, escogiendo las plantas de dos años, las más rectas y menos fibrosas, de diámetro exacto y nudos suficientemente separados. Lo hará probablemente un día en el que la luna esté en cuarto menguante, para que así la savia esté más baja y los tallos no acumulen humedad. Luego, tras guarecerlas de la intemperie hasta el verano, las dejará tostar al sol durante unos días, mimando cada unos de esos raros casos de vegetal preciado, hasta el punto dorado que les permita entrar en el reino del sonido.
Historia del instrumento
Es un ciclo que se repite invariablemente desde que hombres y mujeres, en su infatigable afán de expresión musical, empezaron a experimentar con todo tipo de materiales ofrecidos por la naturaleza. Cuando Theofrasto (372-286 a. C.) describe en sus escritos las diferencias entre las cañas que reúnen los requisitos para hacer música y las que deben ser desechadas, nos está trasmitiendo una valiosa información sobre lo avanzadas que estaban por aquel entonces las especulaciones sobre el concepto de belleza y estética musicales, así como el grado de sofisticación alcanzado en la elaboración de las lengüetas.
El tipo de caña del que estamos hablando es el arundo (que en la cultura celta significaba agua) y de la que se cuentan seis especies de las que se pueden obtener todo tipo de utensilios: sillas, valladares, cañas de pescar, escobas, etc, pero sólo la del tipo Arundo Donax L (catalogada por primera vez por el naturalista sueco Carl von Linné 1707-1778 añadiendo al final la inicial de su apellido) es capaz de ser tratada por los instrumentistas con resultados satisfactorios. Se encuentra en numerosos puntos del Mediterráneo, Europa, Asia y África y, además de ser utilizada para infinidad de instrumentos en todas las culturas, es la que en occidente ha prosperado como pieza indispensable en los instrumentos de caña de la familia del viento-madera, ya sean los de lengüeta simple como el clarinete o el saxofón, o bien los de lengüeta doble como el oboe, el oboe de amor, el corno inglés y el fagot. Esta familia de instrumentos tiene un origen común y es sobradamente conocida su vinculación con el aulos griego y la tibia romana.
Son verdaderamente apasionantes las disquisiciones musicológicas que se dan entre distintos especialistas, en un intento a veces vano, de relacionar los restos arqueológicos y las muestras iconográficas con nuestros instrumentos actuales. Este es el caso de una pintura del antiguo Egipto que puede ser disfrutada en el British Museum de Londres, en la que pueden observarse unas mujeres soplando (¡de cara y no de perfil! ) un instrumento provisto de caña, pero en la que sólo la subjetividad y no la ciencia exacta puede llegar a descifrar y vincular esa lengüeta con la caña simple del clarinete o la doble del oboe.
Sea como fuere, los instrumentos de doble caña han ido evolucionando y diversificándose de tal modo que pretender seguir una sola ruta desde la antigüedad hasta el oboe sería un descabellado intento de simplificación organológica condenado de antemano al fracaso. La doble caña se encuentra desde muy antiguo asociada al desarrollo del lenguaje musical de muchas culturas, y en todas sus manifestaciones ocupa un papel de primer orden. Podríamos hablar durante horas sobre los antecesores del oboe en la historia de la música occidental, pero a nuestro entender, lo que realmente importa es por qué en un momento concreto de esa historia de la música, todo el intrincado quehacer de constructores, instrumentistas, compositores y público consumidor, hace necesaria la invención del oboe (hautbois, del francés aut, alto, bois, madera).
De poco serviría nombrar los caramillos, los cromornos, las chirimías, las gaitas (de las que muchos desconocen su vínculo con la doble caña), precursores indiscutibles del oboe durante la Edad Media y el Renacimiento, sin tomar en consideración su rasgo principal: un tipo de sonido abierto, nasal, extrovertido, casi estridente al estar producido por la libre vibración de la caña en la boca sin el control de los labios. Pero unos instrumentos con tal idiosincrasia se mostrarían muy pronto incapaces de reflejar los deseos de expresión del lenguaje barroco. Habrá que buscar en la teoría de los afectos y en su praxis de las leyes de la retórica, el origen de unas necesidades satisfechas solamente tras muchos intentos de construir un tipo de lengüeta dúctil y capaz de producir un sonido moldeable a las necesidades de expresar cualquier tipo de sentimiento. No olvidemos que durante la época del Barroco, el culto a la palabra y la imitación del lenguaje hablado condicionó el modo de componer e interpretar de los músicos. Ya desde Monteverdi, abundarán los polémicos debates a favor o en contra de la emancipación de la melodía y del abandono de la trabazón armónica, así como la defensa del discurso sonoro como un medio solvente en el arte retórico de la persuasión (Quantz nos dice en su tratado que el propósito del músico y el del orador son el mismo, excitar o calmar las pasiones y conseguir el máximo de emociones en el oyente). Sólo en ese contexto de adaptación de los instrumentos a la imitación del discurso vocal se entiende la aparición de un oboe rico en matices, en luces y sombras, en tornasoles para el oído.
A partir de ahí será vertiginosa la evolución del oboe, adaptándose a las necesidades impuestas por los distintos estilos musicales. A la manipulación sufrida por el oboe barroco con sus dos o tres llaves hasta llegar al laberíntico sistema de llaves actual, habrá que añadir los avances en el dominio de las técnicas corporales y la diversificación de utensilios para la manufactura de cañas. Es importante destacar que, desgraciadamente, nuestro país no destaca por las aportaciones al estudio de la historia del oboe. Es por ese motivo que desde aquí queremos agradecer los rigurosos trabajos de investigación llevados a cabo por parte de Josep Borràs, Vicent Llimerà, Joseba Endika Berrocal, entre otros, que desde su atalaya de instrumentistas del oboe o el fagot dan credibilidad a su tenaz investigación, sacando de a oscuridad los múltiples vínculos existentes en España entre el oboe y los distintos sustratos sociales, como el de las bandas militares, el cortesano, el teatral, el eclesiástico, el de los gremios de constructores de oboes, el de los primeros tratados de enseñanza, etc.
¿Qué lugar ocupa en la distribución espacial de los instrumentos de la orquesta?
En aras de una adaptación a los innovadores movimientos estéticos de cada periodo histórico, la construcción de los instrumentos musicales se ha visto continuamente abocada a un proceso de experimentación con nuevas sonoridades. Del mismo modo, la orquesta, considerada por los compositores y los directores como el instrumento rey, ha visto variar su disposición interna a lo largo de su dilatado proceso de creación, culminando en unas fórmulas más o menos fijas que se aplicarán sistemáticamente según sea de una época u otra la obra interpretada. Los oboes, vistos desde el director, se sitúan detrás de los violines, justo en el centro de la orquesta y por lo general a un nivel de entarimado superior. A su espalda quedan los clarinetes y los fagotes completando la familia de la madera. El primer oboe tiene a su derecha el segundo oboe y a su izquierda la primera flauta (siempre que no se trate de una sinfonía del siglo XVIII en la que, si el compositor no ha compuesto una parte destinada a dicho instrumento, su lugar será ocupado por las trompas). El corno inglés, que en ocasiones es ejecutado por el segundo oboe y que en otras requiere la intervención de un tercer instrumentista, se colocará a la derecha del segundo oboe.
¿Por qué suena como suena?
El oboísta llena sus pulmones de aire mediante una inspiración diafragmática, es decir, con un movimiento que ensancha su músculo diafragmático para así hacerse con más cantidad de aire que en una respiración normal. El aire presionado por el diafragma es expulsado durante la expiración de manera regular y continuada poniendo en vibración la doble lengüeta, que construida con dos láminas de caña atadas a un tubo metálico, habrán sido rebajadas en su espesor hasta el punto en que el simple paso del aire pueda ponerlas en movimiento. Esa caña doble insertada herméticamente en el oboe será el portal sonoro de un aire que circulará por el tubo cónico de madera (ébano, granadilla, boj, etc.), produciendo distintas notas según encuentre escape por los distintos orificios que antiguamente eran tapados o destapados con los dedos y que tras evolucionar encuentran en un sistema de llaves, ejes, zapatillas de corcho o piel, una fórmula para acceder a tonalidades muy alejadas de su original (el oboe es un instrumento en Do) manteniendo la homogeneidad del sonido así como su afinación.
Es importante señalar que, aparte de la calidad de la madera con la que ha haya sido construido el oboe y los secretos personales del constructor que dan a cada instrumento una sonoridad concreta, es el dominio del oboísta en su manufactura de la caña y el de su embocadura, el que acabará por determinar la calidad del sonido obtenido. No olvidemos que todo oboísta que se precie ha tenido que aprender simultáneamente al oficio de músico el de constructor de cañas, y en la medida en que domine ese arte se asegurará o no el éxito como instrumentista.
¿A partir de qué momento tiene sitio en la orquesta?
No sería aventurado decir que el oboe es el instrumento de viento que da comienzo al desarrollo de la orquesta tal y como la entendemos actualmente. Bajo el reinado de Luis XIV en Francia, y durante un periodo que cabría situar entre 1650 y 1660, el compositor Lully lo incluyó en sus formaciones de cuerda como refuerzo de los violines y considerándolo capaz de alcanzar las sutilezas de la flauta dulce y la vehemencia de la trompeta, pronto se hizo insustituible. Las posibilidades coloristas que el oboe ofrecía dieron a entender a los compositores que en la mezcla de cuerdas y vientos estaba el futuro del lenguaje musical.
Todo el Barroco y el Clasicismo vistos desde el prisma de la orquesta giran en torno al oboe y su relación de fusión con las cuerdas hasta su progresiva emancipación de éstas con la aparición de los primeros solos orquestales. Desde los 24 oboes con que contó Haendel para sus Fuegos artificiales, pasando por las cantatas y oratorios de Bach y Telemann, hasta llegar a la orquesta de Haydn, Mozart y Beethoven, por citar solamente los casos más sobresalientes, el oboe es un ejemplo de cómo funciona eficazmente la interacción entre compositores y constructores-intérpretes (Hotteterre, Philidor). Desde entonces, y a pesar de haber cedido su primacía al clarinete durante el Romanticismo, nuestro instrumento se ha hecho indisociable de la orquesta sinfónica, adaptándose a los nuevos repertorios en un esfuerzo compartido por los constructores y los instrumentistas (sirva como ejemplo, las diferencias entre el oboe de dos llaves utilizado en el estreno de la Sinfonía núm. 3 ‘Heroica’ de Beethoven, y el oboe de catorce llaves con el que se sirvieron en el estreno de su famosa Sinfonía núm. 9.
Repertorio orquestal más significativo
- Bach: Conciertos de Brandenburgo
- Beethoven: Sinfonía ‘Heroica’
- Beethoven: Sinfonía ‘Pastoral’
- Bizet: Carmen
- Borodin: Danzas Polovtsianas
- Brahms: Concierto para violín
- Mendelssohn: Sinfonía ‘Italiana’
- Ravel: Le tombeau de Couperin
- Rossini: La Scala di Seta
- Schubert: Sinfonía ‘Inacabada’, obertura Rosamunda