Por Enrique García Asensio
La existencia de directores o individuos que de una manera u otra tuvieran la misión de hacer actuar juntos a un grupo de personas, bailando, trabajando, cantando o tocando instrumentos, es antiquísima. En España, en el Abrigo de Voro, término municipal de Quesa, en la provincia de Valencia, hay unas cuevas en las que, sobre una pared caliza, hay un dibujo pintado en rojo en el que se ven tres guerreros bailando y un cuarto tiene un gran bastón con el extremo inferior abultado, que es con el que, sin duda, daba golpes para marcar un ritmo y que los otros danzaran. Estas pinturas datan de 6.000 años antes de Cristo. También existen datos concretos de hechos acaecidos en Egipto 2.700 años antes de Jesucristo, como lo demuestran grabados y dibujos de la época.
1.800 años a. C., cuando alcanzó su apogeo la música para el culto de la religión Veda, los directores, generalmente sacerdotes, se preocupaban de la ejecución de los cantos, utilizando a tal fin un vocabulario de señas matizado con refinamiento. Algunos de sus gestos eran los siguientes: cuando el pulgar de la mano derecha resbalaba sobre la punta de los dedos de la mano izquierda, significaba tocar o cantar con menos fuerza. En cambio, la presión del pulgar izquierdo sobre la palma de la mano derecha, significaba todo lo contrario.
Más tarde se utilizaron las manos también para indicar la altura de los sonidos. Cada nudillo de la mano izquierda representaba un sonido o nota, con lo cual, los directores podían comunicar las melodías.
Los griegos llamaban quironomía al arte de expresarse con las manos y esta expresión subsiste aún hoy. La palabra quironomía proviene del griego Xeiros, mano, y Nomos, ley, es decir, ley de las manos.
Sería muy largo hacer un recorrido por todo lo que ha sido la evolución del arte de dirigir a través de la historia y no es un artículo de estas características el sitio idóneo para hacerlo, pero he querido iniciarlo así para que los lectores se den cuenta desde cuándo datan hechos que demuestran que siempre han habido personas que ‘llevaban el mando’.
Una vez, visitando las pirámides de Egipto pensé: ‘¿cómo subirían esas piedras tan grandes hasta esa altura?’. Indudablemente debió ser tirando todos a la vez, pero también está claro que la unión hace la fuerza y que para tirar todos a la vez haría falta un director que diese la voz, o sea, lo que hoy en día conocemos por la anacrusa, que es el golpe al aire de prevención, para que empiece a sonar una orquesta.
Muchas veces, a lo largo de mi ya dilatada carrera como director, he tenido la oportunidad de hablar con muchos amantes de la música, asiduos de los conciertos, y me he dado cuenta de que, a pesar de ello, no tienen una clara idea de lo que es el director de orquesta, de cuál es su misión y de la importancia que tiene su trabajo en el resultado de un concierto. Una vez en Estados Unidos en uno de los ágapes que suelen dar los organizadores al terminar los conciertos, una señora me preguntó: ‘Maestro, ¿usted qué hace cuando no tiene concierto?’ o ‘Maestro, ¿si todos los profesores de la orquesta tienen su papel, para qué está usted allí? Yo creo que no le miran’.
Me gustaría centrar el tema de este artículo en estas cuestiones que creo son muy importantes e ilustrativas sobre el director (en estas cuestiones da lo mismo que sea director de orquesta, de banda, de coro o de rondalla).
Toda obra musical tiene tres elementos necesarios para que exista. Estos tres elementos son: creador (el compositor), ejecutante y oyente. Ninguno de estos tres elementos podría existir sin los otros dos.
El creador es el principal de los tres. Sin su obra no podrían hacer nada los ejecutantes ni los oyentes, pero si estos dos no existieran, nunca hubiera creado él su obra, ya que toda creación tiene siempre una meta: ser percibida por el hombre y provocar algo en él. Por otra parte, sin los ejecutantes, las obras serían unos grafismos carentes de vida; podríamos imaginarlas y leerlas, pero no oírlas, ya que solamente los ejecutantes les dan vida sensible.
Por otro lado, tanto los intérpretes como el creador hablarían en el vacío al faltarles un auditorio, es decir, el público, los oyentes. Por lo tanto, para que la vida sonora cobre realidad efectiva, no puede faltar este juego triangular, estos tres elementos fundamentales. Pues bien, de ellos y dentro del elemento ejecutante, el director es miembro decisivo. El director es una necesidad que ha nacido a causa de la evolución de la música y, por lo tanto, es fruto de las circunstancias. Cuando el director cobró una personalidad independiente fue, sin duda, con la aparición de lo que conocemos por el Romanticismo. Anteriormente no se podía imaginar los variadísimos aspectos que puede ofrecer una obra según la manera de ejecutarla, por ser aún desconocido el arte de la interpretación, en el sentido individualista que le damos hoy.
En la historia de los virtuosos, el más reciente es el director. Sucede a los virtuosos de instrumentos y cantantes a una distancia de más de medio siglo.
La misión principal del director es la de aunar en una sola inteligencia, la suya, las distintas formas de interpretar una partitura, que los profesores de la orquesta, músicos como él, puedan sentir.
A propósito de esto puedo comentar, de pasada, que en mis doce años de profesional como violinista, tocando en orquestas, sentí este fenómeno en infinidad de ocasiones. Por ejemplo: ‘A mí esto me gustaría más despacio’. ‘Si lo llevara el director más rápido, creo que sería más bonito’. Cada músico puede sentir esa música de otra manera, por eso hay que aunar los diferentes criterios, para hacer una única versión y el resultado será la responsabilidad del director.
Un violinista puede tener la suerte de poseer un Stradivarius, o un pianista un gran piano de cola, pero un director debe crear su propio instrumento. Muchos son los problemas que ha de afrontar el director, pero hay uno que por su singularidad merece especial atención y es el de que su instrumento, o sea la orquesta, es el mayor conjunto de imperfecciones que se puede dar en Música.
La orquesta reúne un número de instrumentos que en sí, cada uno de ellos, son imperfectos. Por añadidura, las personas que los hacemos sonar, tampoco somos perfectas. Naturalmente, luego, la mayor o menor preparación, calidad y categoría de los ejecutantes, hará que suba o baje el nivel de perfección de la orquesta y posteriormente, este nivel se verá modificado, en ambos sentidos, según sean los conocimientos musicales, sensibilidad, técnica y arte del director.
Cuantas veces hemos oído decir ‘La batuta no suena’ o ‘¡Si la batuta sonase’. Según en qué casos, los que hacen estos comentarios podrían tener razón, ya que yo podría preguntar: ‘¿A cuántos directores han salvado del desastre las orquestas?’. Todo esto tiene una fácil explicación.
En primer lugar, está la dignidad profesional de los componentes de la orquesta y, en segundo lugar, el miedo al ridículo colectivo que ellos sentirían, en caso de desastre, aún siendo parte inocente, por ser el concierto el resultado de una labor extremadamente unida entre orquesta y director.
Voy a poner dos ejemplos, que por el contrario demuestran la absoluta responsabilidad del director, su importancia y relación directa con el resultado del concierto.
- En una gradación de 0 a 10. Tomemos una orquesta de categoría 5, bajo la batuta de un director de categoría 9. ¿Puede llegar la orquesta a alcanzar ese nivel en el resultado final? Es prácticamente imposible, debido a infinidad de circunstancias, (accidentes en el transcurso de la ejecución, limitación técnica de los integrantes de la orquesta, imperfección de la orquesta como instrumento, imperfección a la que me he referido antes, etc.), pero lo que sí puedo asegurar es que la categoría 5 de la orquesta, subirá a 6, 7 u 8, según las circunstancias, es decir se acercará a la del director.
- Analicemos el caso contrario. Una orquesta categoría 7 en manos de un director categoría 3. ¿Puede la orquesta descender al nivel del director? Les puedo asegurar que no. La orquesta tendrá siempre un nivel superior y nunca reflejará toda la mediocridad del director, pero, desde luego, es un hecho que la categoría de la orquesta descenderá a 4 o 5, según las circunstancias.
Todo esto demuestra entonces, claramente, que la batuta, o sea el director, sí que suena y que según sea, hará sonar la orquesta.
Desde 1970, soy catedrático de Dirección de Orquesta del Real Conservatorio Superior de Música de Madrid y puedo asegurar aquí que cuando el director sepa todo lo que debe saber y puede ser enseñado, tendrá oólo un 45 %, o quizá menos, de lo que considero necesario para llegar a ser un buen director. El tanto por ciento restante, solo lo da Dios.