El talento de Jean Sibelius era un arma de doble filo para sí mismo. Incapaz de elaborar sus obras a espaldas de su Finlandia natal y de su concepción natural de la música como un reflejo de la perfección de la naturaleza, el genio finlandés construyó en su Concierto para violín un monumento para la posteridad.
Por Miguel Pérez Martín
Condenado tras el estreno
Sería injusto decir que Sibelius, como otros compositores sí hicieron -véase el ejemplo de Turina tras su paso por París o Carl Orff tras terminar el Carmina Burana-, renegó en un punto de su vida de toda su obra anterior. Sibelius era mucho más complejo que todo eso. Pero sí que hubo un punto de inflexión primero que desembocaría en un torrente de emociones plasmadas en pentagramas y que daría una personalidad genuina y desgarrada a su obra. Debemos buscar ese momento de reflexión en 1903, cuando Sibelius está terminando su Concierto para violín, la única pieza concertística para instrumento solista y orquesta que compuso.
Aquel estreno del 8 de febrero de 1904 fue accidentado y caótico. La partitura estaba dedicada al prestigioso violinista Willy Burmester e iba a estrenarse en Berlín. Pero los problemas económicos obligaron a Sibelius a estrenarlo en Helsinki con Victor Novacek, entonces titular de la cátedra de violín del conservatorio de la ciudad. Aquella noche fue un desastre. Sibelius, cambiante, proclive a la depresión, emocional y dolido, decidió confinar aquellos legajos en las estanterías de la biblioteca de la Universidad de Helsinki. Por expresas órdenes suyas, aquella partitura debía permanecer custodiada por la institución con la premisa de que no fuera interpretada nunca más. Hasta que los herederos no dieron su permiso en 1991 para que fuera desempolvada y grabada por Leonidas Kavakos, el deseo de Sibelius se cumplió a rajatabla.
Pero volvamos al estreno. Tras esa noche de Helsinki, Sibelius trabajó de nuevo en el concierto y lo reformó. Había que estrenar esta nueva versión en Berlín: segundo intento. Pero de nuevo Burmester aludió a problemas de agenda y dijo que no podría. Sibelius y Berlín no podían esperar más, y menos cuando el director de la Filarmónica era nada menos que Richard Strauss. Aquella noche de 1905 fue el solista de la orquesta el que lo tocó, y Burmester, herido su orgullo de divo, juró no interpretar en su vida las páginas del finlandés. La dedicatoria fue cambiada y la obra dirigida a un niño prodigio húngaro llamado Ferenc von Vecsey, que no estaba a la altura técnica del concierto y pasó por encima de las melodías sin pena ni gloria.
Quizá Sibelius no se daba cuenta aún, pero estaba comenzando su proceso de autodestrucción, que terminaría confinándolo en los primeros años del siglo XX en una casa aislada en los bosques de Finlandia. Ainola iba a ser su cárcel voluntaria y el alcohol y la soledad, los demonios que lo llevarían a la desesperación.
Héroe en Finlandia, repudiado en Europa
Hay que situar a Sibelius en un contexto complejo y cruel por parte de sus colegas europeos. Sibelius es, probablemente, uno de los sinfonistas más importantes del siglo XX junto a Carl Nielsen y Gustav Mahler. Sus armonías lentas y sus notas mantenidas imbuídas de un ritmo lento que llena de expresividad cada una de sus líneas, lo convirtieon en una isla a caballo entre los fervores nacionalistas y unas vanguardias que le dieron la espalda por no seguir los dictados impuestos desde Viena por los dodecafonistas.
Quizá Sibelius se sentía tan solo como se sintió Britten en su Aldeburgh natal. Su agotamiento ante un mundo que parece ir contra él lo asemeja a Rachmaninov, el ungido de Chaikovski, que decía: “me siento como un fantasma vagando en un mundo que se me ha vuelto extraño”. Con el Concierto de violín, Sibelius abandona definitivamente el Romanticismo y se embarca en un viaje que solo él sabe a qué puerto conduce. Viena no es su faro, ni lo será nunca, a pesar de que pasó allí y en Berlín dos años de su vida de los que regresó a Finlandia con sentimientos contradictorios. Habiendo estudiado en Helsinki en la academia de música que hoy lleva su nombre, Sibelius se decantaba por la genialidad evocadora de Debussy y había visto en Centroeuropa las óperas de Strauss. El alemán le guardó cierto respeto al final de su vida, quizá viendo en él los paralelismos en los que años antes no había reparado, llegando a decir: “Yo tengo más talento, pero él es mejor”.
Hay que destacar que es justo tras el estreno fallido del Concierto para violín cuando Sibelius decide recluírse junto a su mujer en la casa de Ainola, rodeada por bosques frondosos y silencio. Sibelius estaba ignorando las reglas establecidas, las normas que eran más bien pilares inamovibles y que venían desde la Europa germana, y el rechazo fue cruel y lo confinó a la soledad. Ya había comenzado a beber, una costumbre que iría a más durante el resto de su vida y hasta su muerte a los 91 años. El genio de Helsinki vio como un castigo divino no morir joven “como un artista de verdad”. Su relación con los cielos también iba de un extremo a otro. Durante la composición de su Quinta Sinfonía sí que sentía sintonía con lo sobrenatural, llegando a decir en una carta: “Dios abre un instante su puerta y su orquesta toca la ‘Quinta Sinfonía”.
Pero si algo hay que destacar de Sibelius en el terreno de la apreciación de la gente es que a día de hoy sigue siendo una leyenda y un héroe para Finlandia. Finlandia tomó en volandas a Sibelius y lo arrojó a los laureles de la gloria. Sus primeras sinfonías fueron vistas por el pueblo finlandés como un grito de liberación, y sus poemas sinfónicos, en especial ‘Finlandia’, como un alegato contra la opresión de los zares de la Rusia imperial. Sibelius se convirtió en un héroe, pero esa responsabilidad le hacía más pesada su carga. En ‘Kullervo’ desarrolló su interés por la literatura mitológica, recopilada solo décadas antes. En ella queda patente su lectura analítica de esas leyendas de Finlandia que se agrupan en el ‘Kalevala’, con la superación musical de las tonalidades para agrupar en un mismo pasaje todas las tonalidades posibles.
Pero Sibelius no estaba tranquilo. Lo que dijeran de él en Europa le afectaba. A pesar de que la Universidad de Yale le hubiera hecho Doctor Honoris Causa y en Nueva York los amigos de la Filarmónica le hubieran elegido como el mejor sinfonista vivo. En Europa solo en Inglaterra le tenían aprecio. Cuenta la leyenda que en aquellos años de desesperación le prendió fuego a su Octava Sinfonía, aquella que iba a ser su obra maestra. Nunca lo sabremos. Solo conocemos a ciencia cierta lo que él dejó escrito: “El aislamiento y la soledad están empujándome a la desesperación. Con objeto de sobrevivir tengo que tener alcohol. Me insultan, estoy solo y todos mis verdaderos amigos han muerto. Mi prestigio aquí, en este momento, ha tocado fondo. Imposible trabajar. Ojalá hubiera una salida”.
Tormenta emocional para violín
Escuchando el Concierto para violín y orquesta de Sibelius parece difícil contener la emoción. En sus tres movimientos está resumida la pasión de una vida. En ese sentido es como Mahler: cada acorde, cada armonía es un billete directo al corazón, a la dureza de una vida desdichada.
A pesar de que Sibelius estaba superando con este concierto su etapa nacionalista y se sumergía ya en un estilo especial que sería imposible encasillarlo en alguna de las tendencias de su época, en el concierto podemos encontrar aún restos de ese folclore no robado, sino inventado, que impregna de cierto carácter místico y festivo la pieza.
El primer movimiento recurre a una forma sonata que no lo es. El tema inicial tiene un desarrollo orgánico. Como la naturaleza de la que siempre quiso rodearse Sibelius, crece con naturalidad, transformándose, adaptándose… Ese tema que aborda el solista va pasándose de un instrumento a otro, como un mensaje ideal que merece ser recuperado siempre, una frase maestra. El tema se convierte en octavas paralelas, pasa del viento a la cuerda y regresa al solista con una emotividad demoledora. El desarrollo de la cadencia en la que el violín se deshace en florituras es un minucioso y endiablado pasaje en el que el violín aborda notas dobles y triples, acordes de cinco notas que superan las tres octavas y que parecen poner a prueba al violinista más virtuoso. Las partes para la cuerda son fogosas y dan paso a un pasaje en el viento que parece descolocar al oyente, del fuego al mar en calma, de la tormenta a la lastimosa quietud que roza casi el silencio.
Para el segundo movimiento reservó Sibelius su estilo más genuino: el desarrollo lento que tan bien se le daba. El inicio del viento dejando en suspenso la frase recuerda a aquel Debussy que usó las flautas y su timbre como una punta de lanza en obras como el Preludio a la siesta de un fauno. Cuando entra el violín, unos compases después, los legatos toman el poder y la música se hace temperamental de nuevo pero a un ritmo cadencial que nos recuerda a la música de cine. Quizá sea el más romántico de los tres movimientos, pero el finlandés no pierde en ningún momento su identidad a la hora de componer. Aquellos que comparan este concierto con el de Mendelssohn han encontrado similitudes con la obra del alemán, pero Sibelius desgrana aquí una genialidad que Mendelssohn no alcanzó con su ensalzamiento del violín. El concierto de Sibelius es más sólido, mejor construido, quizá por esa obsesión que tenía el compositor por revisar y volver a revisar. Nunca estaba satisfecho con su trabajo. En este movimiento hay tintes del concierto de Chaikovski, pero algunas armonías podrían calificarse casi de wagnerianas.
El tercer movimiento es otro mundo. No serán pocos los violinistas que han visto en esta parte un puzzle difícil de abordar a pesar de que en principio no podría parecer demasiado complejo. Pero esos puntillos del principio encierran la complicada labor de dejar al violín más expuesto que nunca. La orquesta es casi un rumor, un murmullo que acompaña de fondo dando dramatismo étnico a un violín que se deshace en subidas a toda velocidad, a veces con unas notas dobles que ponen a prueba al instrumentista. El concierto de Sibelius no es para cualquiera, y en este último movimiento queda patente. Porque no es solo la complejidad técnica, sino la intención que hay que darle a cada grupo de notas. Y es a la mitad del movimiento cuando Sibelius demuestra de lo que es capaz pero también su rechazo a hacer lo mismo que habían hecho otros antes que él. En un tutti lleno de armonías que conducen a una resolución que parece inevitable, Sibelius corta por lo sano justo antes de llegar al punto culminante y vuelve a poner al violín al mando con la misma frase presentada en un principio.
Como si el tercer movimiento volviese a comenzar y todo lo anterior fuera solo una prueba. El solista tiene a partir de este momento compases en los que toma las riendas con fuerza, se necesita brío y energía. Y es entonces cuando empiezan las frases cromáticas que llevan a una fanfarria fingida por parte de los metales. A partir de esos momentos el violín se mueve en cascada para terminar en una nota seca. El concierto ha terminado y Sibelius se ha dejado el alma en cada sistema.